"Jesús dijo: No juréis en absoluto"

Juramentos y votos

"Es irreverente usar a Dios como garantía de nuestra lealtad"

Juramentos y votos
Juramento sobre la Biblia

Hay actos que contradicen la palabra de Jesús, por más institucionalizados que estén

(José María Rivas)- La sustitución del juramento en actos cívicos con la «promesa por la propia conciencia y honor», la valoran muchos como un signo más del secularismo creciente de nuestra época, y su uso lo juzgan propio de un cristianismo como poco cobarde. Sin embargo, para los creyentes en Jesús, debería ser motivo de alegría. Por quedar en eso liberados de antagonismo entre la fidelidad a su palabra y a los deberes patrios.

Antagonismo, por ser imposible desde esa fe considerar dislate de Jesús sus conocidas y terminantes palabras: «Oísteis que se dijo a los antiguos: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos. Más yo os digo que no juréis en absoluto […]. Sino que vuestro hablar se limite al sí cuando sea sí, y al no cuando sea no. Lo que pasa de esto proviene del maligno» (Mt 5,33-37).

«Proviene del maligno» es una expresión equiparable a la eclesiástica «sea anatema». Sólo que la de Jesús no va contra las personas, sino contra una doctrina que sustenta un acto pernicioso. Es además más firme y enérgica. Su enunciación en el presente de indicativo «proviene» indica una solidez impropia del subjuntivo «sea», que expresa subjetividad y voluntarismo más que realidad. Pese a ello parecería que ese «anatema» de Jesús merece menor veneración que el más débil de los eclesiásticos.

Porque tomar esas palabras tal como suenan es para muchos de un «simplismo» inadmisible. Desde luego que no encajan con la convicción por todos heredada, ni con los planteamientos de la filosofía de la religión, ni con la afiligranada doctrina de la Teología Moral que a mí me enseñaron. Me refiero a lo del supuesto carácter cultual de los juramentos y votos; a lo de sus condiciones de validez; a lo de su meticulosa clasificación; a lo de sus respectivos efectos y diverso grado de obliga­ción que pueden imponer; y a lo de su cesación, su anulación o dispensa.

Todo ello no pasa de invenciones humanas, que cabe incluir entre aquéllas contra las que previno Pablo: «Que nadie os seduzca con falsas razones de persuasiva elocuencia […]. Caminad en Cristo Jesús, el Señor, como lo recibisteis, arraigados en Él y fortaleciéndoos en la fe, según fuisteis enseñados […]. Mirad no haya quien os coja como presa por medio de la filosofía y vana falacia, conforme a la tradición de los hombres, según los rudimentos del mundo y no según Cristo» (Col 2,4-8).

La defensa de los juramentos y votos contraría en efecto la enseñanza expresa de Jesús de no hacerlos en absoluto, y ateniéndose a ella no parece que «se camine arraigado en Cristo Jesús tal como al principio nos fue enseñado». Sino enraizado en el diablo, aunque se afirmen actos de latría, culto sólo debido a Dios. Por «provenir del maligno todo lo que pasa del sí y del no».
Esa condición de acto de latría es lo que se enseñaba en las clases de moral que yo recibí, y es lo que se afirmaba en el conocido Noldin*, texto de referencia en ellas. Es más: se nos dio como doctrina fundada en la Escritura en razón de Dt 23,22-24 y Ecl 5,3-4. Se trata de dos textos incomprensibles fuera del marco de la enseñanza a los antiguos explícitamente rechazada por Jesús. Ambos, sin más objeto que urgir la observancia de juramentos y votos, pertenecen al Antiguo Testamento, a la antigüedad anterior a Jesús.

A favor del valor cristiano de los votos se nos aducía también el mencionado en Hch 18,18, suponiéndolo de Pablo en vez de Aquilas, cosa ésta discutida, y el hecho de haber aceptado el primero ir al templo con cuatro, «que tenían un voto que cumplir», para purificarse con ellos y costearles el preceptivo rapado de sus cabezas (Hch 21,23-24).

Tal fue el consejo que le dieron los presbíteros de la comunidad jerosolimitana de Santiago, deseosos de evitar que los jefes judíos le condenaran a muerte a causa de las noticias que habían llegado a Jerusalén, sobre su predicación contraria a la circuncisión y a la observancia de los usos tradicionales judíos. Pues así, le dijeron, «todos conocerán que no hay nada de las cosas que les han sido informadas acerca de ti, sino que tú también procedes guardando la Ley».

La ida de Pablo al templo en esa ocasión no fue básicamente para cumplir un voto de existencia por lo demás discutible; sino para fingir ante los jefes judíos que se mantenía fiel a la «enseñanza de la Ley», y evitar de esta forma que le condenaran. Es obvio que ni se habría pensado en esa treta, si tales votos y su «liturgia» no se tuvieran en aquél entonces por prácticas tan netamente judías que, al igual que la circuncisión, bastaban por sí solas para identificar al fiel a «la enseñanza dada a los antiguos», esa que en esto de los juramentos y votos había sido invalidada por Jesús.

La firmeza sin fisuras con que se ha defendido y defiende esta pervivencia de la antigua doctrina judía por encima de su repulsa evangélica, me recuerda a Pedro reconviniendo con toda buena fe a Jesús, pese a tenerle por Maestro (Jn 13,13), a causa del anuncio de su pasión. Por fundarse ambas actuaciones en la seguridad subjetiva de andar Jesús desbarrando en las dos ocasiones.

La respuesta que Él le dio al Apóstol me dicta la que procedería dar en esto de los juramentos y votos a todos sus defensores: «Vete de ahí. Quítateme de delante, Satanás; piedra de escándalo eres para mí, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,23).

Al creyente debería bastarle en todo y para todo con el sí y el no, sólo por haber sido el Mesías e Hijo del Dios viviente, profeta veraz (Jn 12,49-50), quien tajantemente excluyó del cristianismo los juramentos y los votos. Obviamente si es que la convicción recibida desde niños, esa que llamo herencia genético-religiosa, no le ciega el ver con la fe en Jesús de Nazaret.

Debería bastarle antes incluso de caer en la cuenta de la grave irreverencia que entraña usarle como garantía de nuestra ver­dad y de nuestra fidelidad o lealtad. Ésta es finalidad sustantiva de los juramentos y votos. ¡Cómo si Dios fuera posesión nuestra y pudiéramos disponer de Él a nuestra conveniencia y voluntad! ¿Quién es dueño de quién? Obviamente el Creador de la criatura. Pero al jurar y al hacer votos invertimos inconscientemente los papeles y nos anteponemos al Todopoderoso, quienes precisamente carecemos, como dijo Jesús, hasta de capacidad para «volver blan­co o negro uno solo de nuestros cabellos» (Mt. 5,36).

Debería igualmente bastarle antes de percibir la insensatez y el despropósito encerrados en la pretensión de reducir nosotros mismos, con condicionamientos no establecidos por Dios, nuestra posibilidad de acceso a su banquete; y antes también de tomar conciencia de la presuntuosidad de creernos con capacidad para hacerlo, olvidados de que sólo somos simples invitados desde las encrucijadas de la vida (Mt 22,9); no el Amo de la casa.

Sin embargo, eso es lo que en realidad ocultan el juramento y los votos. Es, en síntesis simbólica, como decirle a Dios: «A Ti mismo te pongo por testigo que yo no me sentaré a tu mesa, aunque lleve el traje de fiesta por Tí requerido, si no llevo prendido en mi solapa un edelweiss. Esa flor, ya sabes, trabajosa de conseguir por crecer sólo en riscos de cumbres elevadas». Pero ¿cómo podemos salirle a nuestro Padre del cielo con cosas así, sabiendo que en la infinitud de su amor al mundo, le entregó a su Hijo Unigénito, e incluso pasó con que «fuera puesto en alto», a fin de que bastara volver los ojos a Él para que tuviéramos sanación completa y acceso gratuito a la vida eterna (Jn 3,14-16)?

Dios es el único con competencia para señalar el traje de gala requerido para un banquete (Mt 22,11-13) que sólo es suyo y de nadie más. ¿O es que hay alguien que pueda alterar o aquilatar las condiciones de salvación puestas por su palabra inmutable? ¿No dijo Jesús a sus apóstoles que todos sin excepción somos siervos inútiles y sin provecho (Lc 17,10), sin más capacidad que hacer lo que tenemos ordenado (Mt 28, 17-20).

La palabra de Jesús debería bastar, antes también de llegar a comprender que los juramentos y los votos sólo tienen sentido dentro de la abolida ley de la jactancia (Rom 3,26-27). Esa jactancia inadvertidamente escondida tras el buscar la vida eterna como logro personal y como premio; en vez de esperarla como dádiva inmerecida del amor generosísimo de Dios, en virtud de la nueva ley de la fe en Jesús, garantía única de salvación (Hch 4,12). Esa jactancia que lleva a vivir convencidos de buena fe de que depende del propio esfuerzo su amejoramiento, pese a producirse éste siempre sin que nosotros sepamos cómo (Mc 4,27), y a pensar que gracias al mismo se pueden escalar en ella posiciones, que ni al mismo Mesías compete conceder, sino sólo a su Padre del cielo (Mt 20,23).

Tal jactancia ¿no anda embebida en todo eso de los «estados de perfección» contrapuestos al laicado? ¿No es signo de ello la usual satisfacción de sus miembros, inoculados con la vana creencia de situarles sus votos en posición de algún modo privilegiada respecto de los demás creyentes? ¿O no están persuadidos de haber aceptado por ellos la invitación divina a la «vida consagrada», supuesta sublimación de la simplemente cristiana de los seglares?

Lo que es por los votos sólo puede decirse, en el plano objetivo de las cosas, que consagrada al maligno sin que lo impida la buena fe subjetiva. Desde luego, si no fuera por la seria contradicción que se da y el drama inconsciente que se vive, sería como para hacer mofa de gente tan sinceramente poseída, como también yo lo estuve, del «santo orgullo» de adelantarse a los demás en el reino de los cielos, en virtud de lo que a la luz de la fe en Jesús no excede de judaísmo y de consagración al diablo.

Menos mal que esta consagración, al ser pura invención «religiosa» de los hombres, se queda en lo exterior de las personas y carece de capacidad para afectar a su intimidad, arrasando o pervirtiendo la intrínseca. Lo más que puede lograr, al estar inspirada por «el enemigo», es reducir la fecundidad y esplendor del sembrado (Mt 13,24-30) y opacar la santificación de Dios y la de su nombre Padre (Mt 6,9).

La consagración intrínseca de que hablo es la indeleble consumada por la fe y el bautismo, a fin de que, estemos o no dedicados al asiduo y gozoso trato familiar con el Señor (1Cor 7,35; Lc 10,42), vivamos en todo el amor sincero a los demás (1Pe 1,22). Esto último, lo sabemos, es condición, que no mérito, para obtener la misericordia divina (Mt 5,7), desbordadamente más generosa que la nuestra humana (Mt 18,21-35). ¡Incluso para los que jamás hayan oído hablar de Jesús (Mt 25,34-45)!

En evitación de equívocos, aclararé que nada de cuanto digo aquí lo juzgo válido para negar la validez del vivir la fe en comunidad; sino sólo que esto tenga su quicio o trabazón en acto que contradice la palabra de Jesús, por más institucionalizado que esté. Hay para ello otros fundamentos más espontáneos.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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