¿Pueden (y deben) disentir públicamente?

Unidad y libertad de los obispos

"El silencio suele ser la respuesta a esta pregunta"

Unidad y libertad de los obispos
Silencio

Se pide a los obispos el mismo sometimiento de la inteligencia y del corazón que se requiere a todos los cristianos, obviando que son sucesores de los apóstoles

(Jesús Martínez Gordo)- El canciller Bismarck declaró en 1870, después del concilio Vaticano I, que los obispos católicos no eran más que unos representantes locales del Papa, el único que tenía la autoridad y el poder efectivos en la iglesia. Pío IX se afanó en desmentir esta tesis apoyando a los obispos alemanes en su descalificación de la afirmación sostenida por el canciller Bismarck. Sin embargo, ni el posicionamiento de Pío IX ni las consideraciones del episcopado alemán refrendadas por el Papa impidieron que los obispos empezaran a aparecer cada día más como subordinados en su relación con el sucesor de Pedro y con las congregaciones romanas, es decir, con la curia vaticana.

Pío XII, por ejemplo, defendía solemnemente en la encíclica «Mystici corporis» (29 de junio de 1943) la dignidad de los obispos como sucesores de los apóstoles y su presidencia de las iglesias locales. Sin embargo, no reconocía su corresponsabilidad en el gobierno de la iglesia universal. Y en lo que concernía al gobierno de la diócesis manifestaba que los obispos «no son totalmente independientes, sino que están sometidos a la autoridad legítima del Pontífice de Roma, gozando de poder ordinario de jurisdicción, el cual les es inmediatamente conferido por el Soberano Pontífice». Esto quería decir que cualquier obispo recibía su autoridad «directamente del Papa», esto es, por medio del nombramiento y no en virtud de la consagración episcopal. Así se reforzaba la dependencia de cada obispo en su relación con el sucesor de Pedro.

El Vaticano II recuperará la colegialidad entre el Papa y los obispos y de estos entre sí y con el Papa, dando por superada -al menos teológicamente- la escisión entre el poder de orden (que se confiere por la consagración episcopal) y el poder de jurisdicción (que supuestamente sería concedido por el Papa a cada obispo): «Este santo Sínodo enseña que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden (…). La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con la cabeza y miembros del colegio» (LG 21).

Sin embargo, este importante posicionamiento dogmático no se ha traducido en indicaciones sobre cómo gestionar la libertad de todos y de cada uno de los obispos en el interior de la comunidad magisterial, a pesar de que haya prelados que a lo largo de estos últimos decenios han tenido (y siguen teniendo) dificultades para hacer propia y difundir determinadas enseñanzas papales en todos sus extremos. Se ven cogidos por una doble fidelidad: la que deben a la verdad (que exigiría una gran libertad) y la que deben al Papa, cabeza del cuerpo del que son miembros (y que exige una actitud de solidaridad). Cuando ello sucede, ¿es legítimo que estos prelados expresen, incluso públicamente, sus divergencias? Más aún, la publicación de tal parecer ¿presta un buen servicio a la iglesia?

El silencio suele ser la respuesta a estas preguntas. Evidentemente, semejante silencio propicia una deficiente resolución de la cuestión planteada: que los obispos queden sometidos a la autoridad y a los dictados del obispo de Roma y de la Curia vaticana en todos los asuntos, incluso en aquellos en los que, sin tocar para nada cuestiones relativas a la fe, lo que está en juego es, simplemente, un juicio de prudencia pastoral. Cuando la respuesta es el silencio, es evidente que no sólo se renuncia a articular debidamente la unidad y la búsqueda de la verdad tanto en el seno del cuerpo de los obispos como entre el colegio episcopal y el primado de Pedro, sino que, además, se favorecen dos praxis erróneas, desgraciadamente bastante comunes, en el actual gobierno eclesial:

1ª.- Concebir la relación de los obispos con el magisterio del Papa a partir del modelo propio de los fieles en general. Cuando ello sucede se está afirmado que los obispos deben recibir una enseñanza pontificia exactamente como los fieles, es decir, con el sometimiento de la inteligencia y del corazón que se requiere a todos los cristianos, obviando, por tanto, su condición de sucesores de los apóstoles. Ésta es una tendencia muy extendida durante los dos últimos siglos, habida cuenta del peso que ha asumido la autoridad del Papa en la iglesia. En esta concepción queda completamente eliminado el magisterio de los obispos ya que son vistos en relación con Roma como cadenas de transmisión. Se espera de ellos que se limiten a repetir fielmente la enseñanza pontificia. En esta praxis y concepción desaparece -como se puede constatar- la dimensión colegial de la enseñanza magisterial, es decir, la corresponsabilidad sobre los contenidos de la enseñanza. Los obispos dejan de participar, de hecho, en la función magisterial de la iglesia.

2ª.- Concebir la libertad de los obispos en su relación con el magisterio pontificio en términos semejantes a los establecidos para regular la relación con los teólogos. Las reglas que definen la libertad de los teólogos servirían, más o menos, para definir la de los obispos. Evidentemente, esta analogía tampoco vale. Es errónea. Y lo es porque la relación del teólogo con el magisterio pontificio está presidida por la «empatía crítica», precisamente porque no es competencia directa suya, aunque pueda (y deba) colaborar en la elaboración y difusión de dicho magisterio. Sin embargo, en el caso de los obispos, este magisterio pontificio es, en alguna medida, propiamente «suyo» ya que es la enseñanza de la cabeza del cuerpo del que ellos son los miembros. Cuando el Papa habla, en cierto sentido lo hace por ellos y con ellos. Por eso, la relación con el magisterio del Papa no es la misma para los obispos y para los teólogos.

Un caso concreto de relación distorsionada. Angelo Amato, un buen conocedor de los entresijos de la declaración «Dominus Jesus» sobre el relativismo en el diálogo interreligioso, publicó el año 2002 un articulo en el que ofrecía un amplio balance de la declaración a los dos años de su promulgación. Si bien es cierto -indicaba en un momento de su informe- que la publicación de observaciones críticas de algunos obispos católicos es señal de libertad y serenidad de espíritu, plantea, sin embargo, el problema de la recepción de los documentos magistrales por parte de los pastores de la Iglesia (¡sic¡). El reconocimiento de este problema no le llevaba a proponer una forma más participativa de ejercitar el magisterio eclesial, sino a indicar que cualquier documento emanado de la curia vaticana tendría que ser «previamente estudiado por todos los obispos y sacerdotes, quienes, el día mismo de la promulgación oficial, tendrían que hacer interpretaciones autorizadas en la prensa católica, organizando conferencias, encuentros con los fieles, distribuyendo el texto». Llama la atención que los obispos sean reducidos a la función de meros receptores y divulgadores inmersos, por tanto, en el colectivo de quienes tienen que recibir las decisiones tomadas por la curia romana. No hay ninguna referencia a su misión de maestros de la fe, cierto que «sub Petro», pero también «cum Petro».

Este comentario de A. Amato muestra, una vez más, cómo durante el postconcilio ha reaparecido de manera práctica la doctrina preconciliar sobre la separación entre la potestad de orden (entregada por la consagración episcopal) y la de jurisdicción (supuestamente conferida a los obispos por el Papa), a pesar de haber sido explicita y formalmente superada por el concilio Vaticano II.

La conclusión se impone: no siempre es bueno ni para la iglesia ni para los mismos obispos callar sus divergencias. Y menos, que no las expresen nunca, haciendo de este silencio una regla de comportamiento. Sólo la libre expresión de las opiniones episcopales impedirá que el magisterio de la iglesia se encierre en una falsa unanimidad, una unanimidad de fachada que corre un alto riesgo de acabar pervirtiendo la vida y el pensamiento en la iglesia. La libertad de los obispos, precisamente porque tiene su lugar en el interior del magisterio, es un elemento clave de la libertad en la Iglesia.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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