Al mismo tiempo que aprenden el español y el inglés, no me gustaría que nuestros hijos se sintieran unos extraños cuando vayan al país de su madre y no pudieran comunicarse con sus primos
(José Carlos Rodríguez).- «Yaya, iríi maber?» Siento una gran alegría cada vez que mi niño de tres años saluda así a su abuela ugandesa cuando hablamos con ella por teléfono.
Cuando, el año pasado, estuvo en nuestra casa de tres meses en Madrid le contaba cuentos en su lengua alur antes de acostarse y nuestro hijo -y su hermana de casi dos años- está creciendo escuchando tres lenguas en casa. Conozco muchos ugandeses en Londres y una de las cosas que me da más pena es ver cómo, por circunstancias muy comprensibles, sus hijos nacidos en el Reino Unido pierden la lengua materna de sus padres.
Al mismo tiempo que aprenden el español y el inglés, no me gustaría que nuestros hijos se sintieran unos extraños cuando vayan al país de su madre y no pudieran comunicarse con sus primos. El que aprendan al menos algo de la lengua alur es también una cuestión de que se sientan orgullosos de sus raíces.
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