La mejor forma de ser fieles al Concilio es responder a los nuevos climas culturales, a los nuevos desafíos de nuestro tiempo
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(Juan José Tamayo).- El Concilio Vaticano II fue una corta primavera, a la que siguió un largo invierno que dura ya más de cuarenta años. No fue un punto de llegada, sino de partida, que enseguida se abandonó para seguir otra dirección. Llevó a cabo una reforma moderada de la Iglesia católica, sin llegar a ser una revolución, ni un cambio de paradigma.
Hubo, ciertamente, cambios importantes:
. De la Iglesia como sociedad perfecta a la Iglesia como comunidad de creyentes
. Del mundo como enemigo del alma, junto con el demonio y la carne, al mundo como espacio privilegiado donde vivir la fe cristiana.
. De la condena y del anatema contra la modernidad y de las religiones no cristianas, al diálogo multilateral.
. De la condena de los derechos humanos como contrarios a la ley natural, a la ley de Dios y a los derechos de la Iglesia, al reconocimiento de la cultura de los derechos humanos proclamados en la Declaración Universal de la ONU.
. De la condena de la secularización como contraria al cristianismo, a la defensa de la secularización entendida como autonomía de las realidades temporales en cuyo clima hay que vivir la experiencia religiosa
. De la Iglesia «siempre la misma», inmutable, a la Iglesia en permanente reforma, asumiendo el principio luterano de «Ecclesia semper reformanda».
. Del integrismo católico al respeto a otras creencias.
. Del autoritarismo «piano» al conciliarismo
. De la Contrarreforma a la Reforma
. De la Cristiandad al Cristianismo
. De la pertenencia a la Iglesia como condición necesaria para la salvación, a la libertad religiosa como derecho humano fundamental.
Estructura jerárquico-piramidal y organización patriarcal, intactas
A pesar de los cambios, la estructura jerárquico-piramidal y la organización patriarcal se mantuvieron intactas. A pesar de definir a la Iglesia como pueblo de Dios y de acentuar la igualdad de todos los cristianos por el bautismo, ratificó la «constitución jerárquica de la Iglesia y particularmente el episcopado» y propuso «la institución, perpetuidad, fuerza y razón del ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible… como objeto firme de fe a todo» (Constitución «Luz de las gentes», capítulo 3) apelando a Cristo como base de dicha estructura y por tanto inmodificable.. El mantenimiento de la estructura jerárquico-piramidal y de la organización patriarcal hizo imposible la reforma de la Iglesia.
La propia colegialidad de los obispos, que parecía una aportación fundamental del concilio se vio neutralizada por la Nota explicativa previa, que aparece al final de la Constitución «Luz de las gentes» y refuerza el poder papal, se vacía de contenido al vincularla con el Romano Pontífice
Silencios y olvidos
Hubo temas de fondo que no fueron abordados y sobre los que se tendió un velo de silencio, por expreso deseo de Pablo VI, como el matrimonio de los sacerdotes y la ordenación sacerdotal de las mujeres, o temas sobre los que se esperaba un cambio y no se produjo, como el control de natalidad, generando una profunda y generalizada decepción entre los católicos. Con razón puede afirmarse con algunos intérpretes como Giuseppe Franzoni, padre conciliar, que en cierta medida la involución comenzó con el propio Pablo VI, que domesticó el Concilio y enfrió el Postconcilio. Veamos algunos ejemplos.
. El Documento sobre el sacerdocio se discutió en la cuarta sesión del Concilio. El papa se opuso a que se debatiera el tema del celibato sacerdotal y en 1967 escribió la encíclica Sacerdotalis coelibatus, donde ratifica la obligatoriedad del celibato para los sacerdotes. La reafirmación del celibato de los clérigos tuvo como resultado un descenso sostenido de las vocaciones sacerdotes, sobre todo en el mundo desarrollado, y un avance de los procesos de secularización de los sacerdotes. Se hacía realidad el título del profético artículo de Ivan Illich: «El clero esa especie que desaparece.». En otros entornos culturales donde nunca se apreció el celibato como un valor, crecieron las vocaciones sacerdotales.
. En el caso de las mujeres, su ausencia en el ala conciliar fue notoria. En un momento determinado del concilio fueron nombradas auditoras algunas mujeres, entre ellas la española Pilar Bellosillo y la uruguaya Gladys Parentelli -que participa en este curso-, pero sin voz, ni voto. No se abordó el tema del sacerdocio de las mujeres, como tampoco su acceso a espacios de responsabilidad en la Iglesia católica. Cuando posteriormente crecieron las reivindicaciones del sacerdocio femenino y surgieron estudios bíblicos, teológicos e históricos favorables al mismo, los papas Pablo VI, Juan pablo II y Benedicto XVI zanjaron el tema alegando que la exclusión de las mujeres del sacerdocio era voluntad de Jesús y por tanto, de Dios mismo.
. En el caso del control de natalidad, numerosos teólogos, moralistas y científicos cristianos creyeron que el uso de los métodos anticonceptivos era una consecuencia lógica del principio de la paternidad responsable afirmado por el Vaticano II. Pero Pablo VI, oponiéndose al criterio de la Comisión asesora en esta materia, condenó el uso de los métodos anticonceptivos. Lo que provocó uno de los más graves desafíos a la autoridad del papa por parte de los teólogos y moralistas en la historia de Occidente desde Lutero y uno de más graves desafectos de los católicos que en un porcentaje muy elevado hicieron caso omiso al papa.
. Un silencio del Vaticano II apenas percibido y que se suele pasar por alto es el de la ecología. El antropocentrismo en el que se movió, le impidió ver que la naturaleza es el hogar del ser humano, que también tiene derechos, que sufre por la depredación a la que es sometida por los seres humanos por mor del paradigma de desarrollo científico-técnico de la modernidad, y que se depredación redunda en perjuicio de la humanidad.
Límites y carencias
Junto a los avances y los silencios hay que destacar también los límites. Los más importantes son: el carácter eurocéntrico del Concilio Vaticano II, la poca atención prestada al desafío de la pobreza, sobre todo en el Tercer Mundo, y la no centralidad de la opción por los pobres. El horizonte cultural y social en el que se movió el Vaticano II fue la modernidad europea. La problemática que preocupaba a los padres conciliares era la crisis de Dios en el mundo occidental y el fenómeno de la increencia en sus diversas manifestaciones: increencia religiosa, agnosticismo, ateísmo. El destinatario del Concilio fue el hombre europeo, a quien se pretendía hacer creíble el mensaje cristiano. Fue un concilio preferentemente para el Primer Mundo.
En su análisis de la realidad y en su orientación del Concilio pasó a segundo término la dialéctica desarrollo-subdesarrollo, pobreza-riqueza y no se prestó la atención debida a las mayorías populares del Tercer Mundo como destinatarias privilegiadas del anuncio de la Buena Noticia de salvación.
Tampoco jugó un papel central la opción por los pobres como verdad teológica, enraizada en el misterio del Dios de los pobres, como verdad cristológica que tiene su base y fundamento en Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, y como actitud ético-evangélica en la lucha de los cristianos contra la pobreza.
En este tema se produjo una desviación del camino trazado por Juan XXIII en el discurso preparatorio del Concilio del 11 de septiembre de 1962 en el que afirmó: «La Iglesia se presenta para los países subdesarrollados, como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres». Idea que posteriormente desarrolló el Cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, en un memorable discurso pronunciado en la primera sesión del Vaticano I, donde dijo: «El tema de este concilio es la Iglesia en su aspecto principal de ‘Iglesia de los pobres’.
La opción por los pobres fue asumida por la Iglesia en América Latina en la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín en (Colombia) en 1968, se convirtió en guía y horizonte del cristianismo liberador, fue elaborada por la teología de la liberación como principio teológico por excelencia y puesta en práctica por las comunidades eclesiales de base a través de compromiso con los sectores más vulnerables de la sociedad.
El largo invierno de la Iglesia católica
La primavera del Vaticano II fue muy corta. Al carismático y profético Juan XXIII, que puso en marcha el Concilio desafiando a la Curia Romana -que se mostraba contrario e hizo todo lo posible y lo imposible para que no se celebrara y, durante su celebración, quiso imponer unos documentos conservadores-, le sucedió Pablo VI, persona abierta al diálogo, aunque muy dubitativa, sensible a los problemas de su tiempo, aunque hombre de curia, que continuó la iniciativa de Juan XXIII y la llevó a feliz término buscando el consenso entre posiciones enfrentadas, pero con las limitaciones antes expuestas, que fueron acentuándose según avanzaba su pontificado, que duró quince años.
Durante los tres lustros de gobierno de la Iglesia de Pablo VI hubo avances y retrocesos. Entre los primeros cabe citar dos encíclicas: Popularum progressio y Octogesima adveniens; los discursos ante la ONU y ante la OIT; los Sínodos sobre la Justicia y la Evangelización; en el terreno ecuménico, el encuentro con el patriarca Atenágoras. Entre los segundos están: la encíclica Humanae vitae, el Credo del pueblo de Dios, los procesos contra los teólogos, algunos de los cuales habían participado en el Vaticano II, llamados por Juan XXIII, como Bernhard Häring y Hans Küng y Edward Schillebeeckx.
Con Juan Pablo II y bajo la guía ideológica del cardenal Ratzinger al frente de la Congregación de la Fe, primero y con Benedicto XVI, después, avanzó la involución y se puso en marcha un calculado programa de restauración, que vació el Vaticano II de todo contenido reformador el Vaticano II. He aquí algunas de sus manifestaciones:
. Se reforzó la índole jerárquico-papal de la Iglesia, desactivó la dimensión comunitaria y se impuso un gobiernos personalista, con descuido de la participación de los cristianos en la marcha de la Iglesia y de la colegialidad episcopal.
. Se acentuó el carácter dogmático y la ortodoxia en detrimento de la dimensión simbólica, ética y crítica. La teología dejó de ser teoría crítica para convertirse de nuevo en apologética al servicio de la institución eclesiástica.
, Se frenó la investigación teológica, se limitó la libertad de cátedra de los teólogos y las teólogas y se condenaron no pocas corrientes teológicas emanadas del Vaticano II que defendían el diálogo con las culturas, las religiones y la ciencia, y la centralidad de la praxis liberadora del cristianismo. No pocos de los teólogos y teólogas fueron apartados de la docencia teológica bajo la acusación de desviaciones doctrinales graves.
. Se sustituyó a los obispos conciliares por obispos fieles a la tendencia neoconservadora del Vaticano
. Se pasó del diálogo al monólogo y al anatema, de la actitud inter- a la anti, del pensamiento crítico al pensamiento único, de la tolerancia y el respeto al pluralismo a la condena, del Cristianismo a la Cristiandad.
Con Benedicto XVI se ha consumado la involución y se ha pasado del neoconservadurismo al integrismo, cuya expresiones más significativas son:
. La vuelta al eclesiocentrismo excluyente.
. La restauración de la misa en latín conforme al rito latino.
. El nombramiento de obispos alejados o contrarios a la aplicación del Concilio en su actividad pastoral.
. Las nuevas condenas a los teólogos y a las teólogas.
. La falta de un magisterio social crítico con el neoliberalismo y solidario con los movimientos sociales
. Las persistentes condenas de la homosexualidad.
. Las condenas indiscriminadas de las investigaciones científicas.
. Las graves acusaciones de «feminismo radical» y de estar demasiado centradas en la justicia social contra la Leaderschip Conference of Women Religious -principal organización de religiosas de Estados Unidos que representa el 80 de las monjas norteamericanas.
. Las recientes condenas de teólogas de orientación feminista como las religiosas Margaret Farley, profesora de teología en la universidad de Yale y Elisabteh Johnson, profesora de la universidad de Fordham.
. La readmisión de los lefebvrianos sin exigirles fidelidad al Concilio Vaticano II y, según informaciones recientes, las negociaciones del Vaticano con los lefebvrianos para concederles el estatuto de prelatura personal.
. Las enconadas luchas por el poder en el Vaticano, que han salido recientemente a la luz.
Estas manifestaciones, a las que hay que sumar los escándalos de la pederastia y otras actuaciones poco testimoniales de la jerarquía católica y de algunos católicos encaramados en las cúpulas del poder político económico y político, han desembocado en una más que bien ganada pérdida de credibilidad hacia la Iglesia católica, hasta el punto de que, entre los jóvenes españoles es ahora mayor el número de no creyentes que el de creyentes y de que su confianza en la Iglesia no llega al 3%.
Cincuenta años después hay razones para la Indignación
El relato anterior da razones para la Indignación de los de dentro y de los de fuera hacia la Iglesia católica como institución y hacia no pocos de sus miembros. Por eso, cristianos y no cristianos aplican a un importante sector de los jerarcas católicos lo que los Indignados congregados en las plazas de todo el mundo dicen de los políticos, y con más razón, si cabe: «»Que no, que no nos representan, que no», «no somos mercancía en manos del papa y de los obispos»
La indignación nace como reacción frente a la negación de la dignidad de que han sido objeto los ciudadanos y los pueblos por parte de sus dirigentes, gobernantes, poderes económicos, financieros, etc. Lo expresa muy certeramente el poema de Antonio Casares: «Cuando no hay dignidad, nos indignamos,/ cuando hay indignidad,/ nos indignamos,/ si se resignan, no nos resignamos,/ si nos hacen hacer,/ nos levantamos./ Si nos quieren dejar,/ no nos dejamos,/ si nos quieren callar, no nos callamos,/ si nos quieren echar, no nos marchamos,/si nos quieren domar,/ nos rebelamos./ Cuando quieren mentir, no les creemos,/ les queremos decir lo que decimos,/ y queremos pensar lo que pensamos./ Si nos quieren parar, no pararemos,/ y queremos sentir lo que sentimos,/ y queremos soñar lo que soñamos».
En el caso del cristianismo, la Indignación es la reacción justificada frente a la negación de la igual dignidad de todos los cristianos por parte de quienes se consideran dotados de una dignidad superior por el orden sacerdotal o episcopal, frente al establecimiento de jerarquías que no tienen base alguna en Jesús de Nazaret y frente a la tendencia de determinados sectores a considerar la Iglesia como su finca privada, en la que solo admiten a quienes acatan sus normas y de la que expulsan a quienes se muestran críticos. La Indignación está más justificada todavía en el caso de las mujeres cristianas, a quienes se les niega su dignidad humana y cristiana, al ser tenidas como objetos en manos de los eclesiásticos varones y «vientres reproductores» y no ser reconocidas como sujetos morales, eclesiales, sacramentales, teológicos.
Los cristianos y las cristianas poseen otros motivos más para estar indignados: la consideración de comparsa que tiene de ellos la jerarquía por la falta de democracia en la Iglesia católica, que funciona como un régimen autoritario, y por la negación de los derechos humanos en su seno. Ahí radica una de sus más graves contradicciones: reconoce la democracia en la sociedad, y no la practica en su seno; defiende los derechos humanos en la esfera pública, y los desconoce y transgrede en su interior. Si los Indignados tienen razón al afirmar que «un voto cada cuatro años no es democracia», cuánta más no tendrán los cristianos que luchan por una Iglesia democrática bajo el principio de «un cristiano, una cristiana, un voto».
… pero también para la esperanza
Hay razones para la esperanza, y las aporta el propio Vaticano II en algunos de sus textos más bellos. Una es la llamada a la solidaridad con las experiencias positivas y negativas más profundas de los seres humanos: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustia de los discípulos de Cristo» (Constitución pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual, n. 1).
Otra, no menos radical y profunda, es la convicción compartida por creyentes y no creyentes de que «todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del ser humano» (ibid., n. 10). Las creencias o las increencias no deben ser motivo de división a la hora de construir un mundo más justo y solidario. «El reconocimiento de Dios -dice el Concilio. No se opone en modo alguno a la dignidad humana» ya que «es Dios creador el que constituye al ser humano inteligente y libre en la sociedad». Más aún, la esperanza cristiana, dice a renglón «no merma la importancia de las tareas temporales, sino que, más bien, proporciona motivos para su apoyo y ejercicio» (ibid., n. 21).
Una tercera razón es la centralidad que ocupan el ser humano en su individualidad y en su carácter social en los documentos conciliares: «Es la persona del ser humano la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el ser humano, pero el ser humano entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que van a seguir». (ibid., n. 2). Hay aquí, como ya indiqué más arriba, una insensibilidad ecológica.
En el Vaticano II no falta la autocrítica, ya que reconoce la responsabilidad no pequeña que corresponde a los cristianos en la génesis y desarrollo del ateísmo por haber descuidado la educación religiosa y haber hecho una exposición inadecuada del mensaje cristiano, y por la falta de testimonio en su vida religiosa, moral y social. El comportamiento de algunas instituciones religiosas aleja de la fe, más que acerca, y es causa del incremento de las diferentes formas de increencia, incluida la apostasía.
Motivos de esperanza son hoy las comunidades eclesiales de base, los movimientos de renovación, las organizaciones cristianas de solidaridad, la presencia de los cristianos y cristianas en los movimientos sociales y en las organizaciones populares, los movimientos de mujeres que luchan por una Iglesia inclusiva, fraterno-sororal, las experiencias de vida contemplativa que compaginan el ora et labora, las experiencias ecuménicas e interreligiosas, el desarrollo de las nuevas teologías: de las realidades terrenas, del pluralismo religioso, de la liberación, de la revolución, de la pregunta, , la teología política, la teología feminista, la teología ecológica, etc.
Hay que volver al Concilio Vaticano II, pero no con la mirada añorante que quisiera repetir hoy aquella experiencia en las mismas condiciones históricas, ya que ha cambiado el contexto, sino para re-tomar y hacer realidad sus aportaciones más importantes en los terrenos de la teología, de la liturgia, de la presencia de la Iglesia en el mundo, del diálogo con la sociedad, con las religiones, con las culturas de nuestro tiempo, y continuar las reformas que se congelaron poco tiempo después de su formulación y aprobación.
Hay que pasar por el Concilio, pero sin instalarse en él ni quedarse en la letra, sino interpretándolo creativamente. Es necesario reformular el lenguaje del Vaticano II, en buena medida superado, y elaborar nuevos relatos teológicos y nuevas narrativas religiosas acordes con los signos de los tiempos.
La mejor forma de ser fieles al Concilio es responder a los nuevos climas culturales, a los nuevos desafíos de nuestro tiempo desde la apertura al cambio de era que estamos viviendo, con actitudes evangélicas que llevan al compromiso con los excluidos, en colaboración con los hombres y las mujeres que individual y colectivamente trabajan por una sociedad intercultural, interreligiosa, e interétnica más justa, que ha de traducirse en «otro mundo posible».