La violencia siempre es injusta, porque es agresión injusta contra alguien en sus derechos, lo que lo convierte en víctima
(José Ignacio Calleja).- A propósito del perdón, y dentro del Curso Perdonar para Vivir, – Universidad de Verano del País Vasco, Donostia, 28-29 de Junio de 2012 -, el especialista en Sagrada Escritura, Xabier Pikaza, (Orozco, 1941), – partícipe en una gran mesa redonda, junto a Sabino Ayestarán, José Antonio Marina, y por carta, José Luis Álvarez Santacristiana (Txelis) -, nos ha ofrecido una reflexión teológica y ética extraordinaria. (cfr., Religión Digital).
Por mi cercanía intelectual y moral al profesor Pikaza, es a su provocatio a la que atiendo en estas breves líneas, y la que me ayuda a proseguir la mía. Y le doy la forma de borrador de trabajo; no sé más.
Xabier Pikaza, como en general los especialistas en Sagrada Escritura, y al referirse al perdón cristiano en su significado no sólo religioso sino social y político, no resuelven bien la cuestión previa de si hablar de poder social y político, de su último recurso para hacerse valer y por tanto de su naturaleza radical, consiste siempre en alguna forma de violencia; como suele decirse, legítima, pero violencia al cabo en su última entraña. Violencia contra violencia. No me satisface este supuesto que escucho por doquier. No es así; la democracia, – otra cosa es su realización aquí y allá tan criticable-, sana por la ley común el uso de la violencia, haciéndolo fuerza legítima. La violencia siempre es injusta, porque es agresión injusta contra alguien en sus derechos, lo que lo convierte en víctima. La fuerza, sin embargo, utilizada conforme a regla y control democrático, no es violencia, ni nos convierte en verdugos y víctimas, por el mismo hecho de activarla o padecerla.
De esa fuerza legítima, de uso reglado, vigilado y mínimo, nos responsabilizamos todos los ciudadanos, partícipes de un orden social democrático ordenado por la ley común y querida. No es una violencia legítima, por tanto, ni ese lenguaje hace justicia a su esencia, sino fuerza legítima que nos representa para poder convivir. Esto es lo humano. Y esto es lo que hay que vigilar de mil modos porque tiende al abuso y como tal se verifica una y otra vez en la vida política democrática; hasta el punto de que una sociedad, partiendo de sus movimientos más críticos, puede denunciar y probar, llegado el caso, que el uso de la fuerza no es democrática de hecho, sino una tiranía de sus élites más corruptas, formalizada en sus leyes y hueca en la materialidad de sus derechos; en suma, un totalitarismo de nuevo cuño, con la apariencia de libertad política. Pero ésta es otra cuestión, más importante y práctica si se quiere, pero otra cuestión en su fondo y en las reacciones que permite y reclama.
Aquí hablamos en términos de conceptos sociales compartidos, y en este caso, sobre el uso reglado de la fuerza por una democracia, y sobre la naturaleza última de este factor social, la fuerza legítima, como violencia o no. La respuesta, es no. Como todo lo humano, sin la perfección de lo absoluto, ni siquiera en el plano teórico. Así es lo humano en todos los supuestos. Por ejemplo, y en el nivel privado, el egoísmo personal siempre anida en la más desprendida de mis actuaciones, pero no es su naturaleza última en todos los casos. Así somos humanos en la vida privada y en la pública. (He desarrollado esta idea, de varios modos, en Los olvidos sociales del cristianismo, Madrid, PPC, 2011).
Si mi moral política crítica, – que piensa así de la democracia, como concepto y de la fuerza legítima en ella-, tuviese algo de razón, entonces, y para referirnos a la traducción social del perdón cristiano y el amor, tendríamos que responder a si Jesús inició un orden social alternativo a cualquier otro conocido o por conocer en la historia, – creo que en Jesús se trató más de unas relaciones sociales alternativas que de un orden social en cuanto tal -, y si en ese orden social ha lugar siempre para la fuerza legítima de la justicia común, – digo que sí -, y si el valor del perdón de la víctimas a que se refiere la palabra de Jesús, (el Evangelio), es directamente una pauta rectora del orden político, – y digo que no -, sino prepolítica y postpolítica, es decir, compatible con un orden social democrático que regula el uso de su fuerza legítima contra el crimen; fuerza vigilada en la ley democrática, y ley siempre interpelada por la dignidad de las víctimas, por los derechos fundamentales de todos los implicados, por el empeño en la recuperación humana del penado, y por el valor humanizador de un perdón adelantado y gratuito por quien en conciencia decide ofrecerlo, como valor humano que sana y llamada cristiana que «salva». Pero este perdón de la víctima, gratuito y hasta adelantado, – el del culpable es obvio que no requiere ninguna explicación ética en su exigencia y valor moral -, obedece siempre a razones éticas muy personales, generalmente religiosas, y su alcance directo es interpersonal, cobrando valor público por la ejemplaridad humana que representa para la vida en común y su cultura moral. Por el contrario, no es exigible a las víctimas por la ley, nunca, ni es propio de la ley penal imponerlo a los victimarios.
El perdón humano, y el cristiano más claramente, hay que pensarlo desde el respeto a la autonomía y dignidad de la política democrática; y exigir de ésta que lo sea de verdad, democrática y humana; en la dialéctica entre estas dos realidades autónomas, la fe (el perdón cristiano y humano) y la política democrática (la justicia restauradora por el uso de la fuerza legítima), la autonomía de ambas no es indiferencia y ruptura entre distintos, pero sí es realidad objetiva y suficiente en cada plano; en consecuencia, perdón y justicia se justifican y se interpelan a la vez, privada y públicamente, sin sustituirse. Por cierto, esa autonomía de la ley democrática siempre es relativa a la dignidad de la persona; no hay autonomía absoluta de nada y de nadie; siempre es relativa a algo, y ese algo es la dignidad de la persona, y especialmente, de las víctimas, por más negada, y porque en la renovación de la suya está la de todos. Así en la política, y así es en las iglesias.
Y esto me lleva a comentar, – más allá del caso de la Mesa Redonda que me sirve de motivo de reflexión -, que el concepto de víctimas que aparece en muchos de los estudios habidos, a la luz del Evangelio, necesita traducción social y política, por quien sea que la haga, apropiada al orden social en que vivimos. Tomadas conforme a la descripción que muchos biblistas hacen de las víctimas, a la luz de la Biblia, las encuentro descritas con una pureza tan extrema, que ni las víctimas del terrorismo, ni las víctimas de la violencia del Estado, – tortura, por ejemplo -, entran en un concepto evangélico tan depurado; y no sólo, porque sus reacciones en cuanto al perdón no sean las más evangélicas, sino porque la propia condición de víctima conlleva, ahí, tales requisitos que nadie parece poder serlo, ni antes ni después de ser asesinado. Esta observación pide unas precisiones en el concepto víctimas, otra vez en su sentido moral para la vida democrática, y por tanto, a la medida de la vida común de la gente de bien. De este modo, ni se aplicará indiscriminadamente lo de víctima evangélica a todo aquél que lo esté pasando mal por cualquier causa, ni se le negará a todo aquél cuyo sufrimiento injusto acompaña a una vida personal no siempre ejemplar en otros momentos o claves.
En mi caso, digo que la víctima es aquélla que ha padecido una violencia gravemente injusta en sus derechos humanos, y desde este concepto es posible pensar moralmente todos los supuestos con gran realismo histórico. Dicho esto, y sin ruptura, pero en otro nivel de las cosas, sigue la interpelación evangélica para mostrar, en su cercanía y diferencias, quiénes son y por qué víctimas a los ojos de la fe (Dios) y en qué sentido los son, y cuál es la zona de sombra en su vida que no es de ley santificar antes de tiempo. Esto nos llevará a concretar una relación de gran afecto con todas las víctimas, a la vez que una gran sinceridad para no abusar del concepto con respecto a la vida de nadie, ni la nuestra, en todos los sentidos del término evangélico víctima. El Evangelio es así de samaritano o generoso en su compresión del que sufre, como intenso en su verdad «ética» que desnuda. ¡Qué incomodo y amoroso, a la vez!
En el fondo, me parece que los biblistas, y vuelvo a ellos por parecerme vitales en este discernimiento conceptual, nos dan lo mejor de su saber, pero, en buena lógica, su palabra debería sumarse a la del filósofo de la política, a la del teólogo moralista, y a la de otros, – esto no es un coto cerrado -, para mejor realizar el empaste y la diferencia sobre el perdón cristiano, entre la novedad del Reino que «ya sí» está aquí, trajinando su crecimiento en todo lo humano y dando novedad suprema a cualquier actitud moral, y el «todavía no» plenamente en nada, dotando de realismo humano a la vida cristiana en la polis y su justicia común.
Pero, ¿cómo hacerlo en este «des-orden» social del tercer milenio, y en una comunidad política, la vasca, o la española, que quiere vivir en paz y justicia sin callar sobre qué ha pasado y qué hemos hecho cada uno? Es duro, pero es posible, y he adelantado algunas aclaraciones muy realistas. A la medida de los humanos, por supuesto. Me gusta decir que todo es a la medida de los humanos; las víctimas lo son a la medida de los humanos; y los terroristas, en último sentido, también. Por eso la política democrática, la ley común, libre y humanizadora, y su fuerza legítima, sólo ésta, la mínima necesaria, tiene tanto valor y su oportunidad histórica. Con «la gracia» de la compasión cristiana y humana en una mano, y para trascenderla sin negarla, con ley común democrática y justa, en la otra mano, seguro.