Por primera vez en la historia se estimulaba a los católicos a mantener relaciones de amistad con cristianos no católicos, e incluso a orar con ellos
(John W. O’Malley, en Mensaje).- Al terminar el Concilio Vaticano II, en diciembre de 1965, los católicos estaban convencidos de que algo de suma importancia había sucedido. De inmediato sintieron su impacto en los cambios en la liturgia: ahora la misa se celebraba en el idioma local, el sacerdote estaba de cara a la asamblea y la primera parte de la ceremonia, «la liturgia de la palabra», adquiría nueva importancia. Cinco años antes, estos cambios habrían sido inconcebibles.
Pero había mucho más. Por primera vez en la historia se estimulaba a los católicos a mantener relaciones de amistad con cristianos no católicos, e incluso a orar con ellos. La Iglesia anunciaba su disposición a entablar un diálogo formal con otras iglesias y a revisar doctrinas que durante siglos la habían separado tanto de ortodoxos como de protestantes. Rompiendo con una muy larga tradición, el Concilio declaraba el principio de la libertad religiosa y, al hacerlo, reiteraba que las decisiones morales debían basarse en la fidelidad a la propia conciencia. En respuesta a la enorme huella dejada por el Holocausto, repudiaba categóricamente el antisemitismo.
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