No tengo dudas sobre que todos somos víctimas en algún sentido, y quizá también verdugos
(José Ignacio Calleja).- Hace unos días y en el Blog de Xabier Pikaza, dentro también de la páginas de RD, se desarrollaba un debate de indudable interés sobre si la antropología del mesianismo de Jesús en Jon Sobrino, – con ocasión de la tesis doctoral de Enrique Gómez García, que allí se presentaba -, acogía correctamente y cómo la «teología» del magisterio sobre Jesús como alguien «ontológicamente único», y esto para referirse al ser y al modo de Jesús como «Hijo de Dios» y «Salvador».
Como fuera que el tema me interesó, en la perspectiva de la vida cristiana, y me parecía que su alcance llega hasta la convocatoria para una nueva evangelización, expuse que esa conceptualización obedece a una concepción filosófica particular de la realidad – aristotélico-tomista -, particularidad de la que la teología subsiguiente no puede escapar definitivamente y, menos aún, callarla; cuando esa teología cree estar segura de que ha dado con la verdad definitiva de Dios en Jesucristo, y vincula su expresión de forma necesaria a ese lenguaje de lo «ontológicamente único», ya todo le «sabrá a poco»; pero en realidad es la modernidad racional y cientificista, hecha ahora filosofía de la naturaleza y teología, lo que ahí se trasluce; a mi juicio, parecen enemigas irreconciliables, pero son hermanas con el mismo código genético sobre la verdad del ser. Es una verdad ahistórica, como diré. No es a la medida de los humanos, sino de los dioses. Y éste es el problema.
Yo no soy un genio que pueda resolver este debate fácilmente; pero quiero atender a un aspecto sustantivo y cada vez más olvidado; tengo para mí que el concepto «realidad ontológicamente única» referida a Jesús, si se mantiene como el más adecuado, tiene que incorporar desde el principio y constitutivamente alguna praxis liberadora, «en todos los sentidos», para que lo ontológico tenga un significado acorde con la vida humana y la Encarnación. Defiendo, y no sólo al final y como consecuencia de la fe, que la experiencia de vida cristiana comprometida con todos, a partir de las víctimas, – el compromiso de caridad como justicia integral o praxis liberadora -, es un momento interior y determinante de la fe y de la teología desde su inicio; y en concreto, define de una manera inequívocamente distinta el concepto mismo de «la realidad» y «la verdad ontológica». Una ontología del ser de Jesús como Hijo de Dios que no incluya en su intelección, el compromiso con la praxis liberadora en todos sus sentidos, a partir de los más pobres y víctimas injustas del mundo, ya es una ontología alienada y, con toda probabilidad, inhumana. Hablo de la teología del Evangelio de Jesús, no de si la vida de uno u otro es más honesta o menos que la mía. Se puede tener una teología alienante y ser ejemplar como persona; son cosas distintas.
Como hablando en estos términos, se suele cuestionar el concepto de víctima y más aún el de pobres, añado lo que sigue. No tengo dudas sobre que todos somos víctimas en algún sentido, y quizá también verdugos; no obstante trabajo con la idea de que la condición de víctima y de pobre, – universales en algún sentido-, no se compensan y se disuelven «de tejas abajo» con un «todos somos malos y responsables de todo»; o, «soy víctima en esto y victimario en aquello, luego en paz»; no, eso es falsear los hechos. añado que «¡de tejas arriba, Dios sabrá cómo va esto de las víctimas y los pobres, aunque parece que Mt 25 lo aclara! De «tejas abajo», eso no es así. (Y O aquí, ¿habla Jesús figuradamente?). Por eso digo que la pobreza de espíritu, o los pobres de espíritu, no es una categoría más, junto a las otras que la observación social enseña, – como suele defenderse-, sino la plenitud de cualquiera de ellas; el alma a la que cada una, incluida la pobreza económica y social, ha de aspirar para ser evangélicamente completa; pero ninguna de ellas puede ignorar ésta del compartir justamente lo común y de hacer justicia al huérfano y a la viuda, al pobre y al débil, en sus necesidades y derechos fundamentales. Y no como consecuencia de la fe, sino como momento interior y determinante de su confesión, hecha praxis cristiana liberadora. ¡Por eso decepcionan no pocos planteamientos eclesiales sobre la caridad que, viniendo de voces ejemplares, la presentan como una consecuencia subordinada de la fe y en una relación con la justicia tan indefinida como raquítica. (Me remito a los más recientes pronunciamientos de la CEE en el tema).
Salgo al paso de otra objeción, no por más repetida, cierta. Cuando se apunta a las insuficiencias de la praxis cristiana liberadora como praxis redentora integralmente cristiana, las críticas no pueden significar separación entre las expresiones de todo tipo en esa praxis, incluida la liberación del pecado. Es cierto, la praxis cristiana liberadora es así de compleja para ser integral; es tarea humana y es don de Dios, compromiso humano y gracia redentora de Dios; implica a la persona y a la historia en todas sus dimensiones, e implica a Dios mismo en ellas, en todos los momentos de lo real y desde el fondo más profundo su Ser (AMOR y MISERICORDIA); pero sin separación, con mezcla en todas ellas (Encarnación), trajinando en esa historia humana y personal su salvación, ya sí y todavía no en plenitud, pero realmente, con mezcla. ¿Qué son los signos de los tiempos?
Frente a lo recién dicho, – seamos autocríticos -, hemos leído y hecho algunos recortes «temporalistas» en la praxis cristiana liberadora, y hemos descuidado en ella no pocos sufrimientos humanos, o minusvalorado otros; sin embargo, mantengo que el peor de todos los olvidos ha sido y es, según creo, el de la idolatría advenida sobre el Dios de Jesús, para hacerlo mil veces «el que redime sin encarnarse», cuando no, directamente, el que se encierra en las iglesias y en sus sagrarios, – ¡es encerrado! -, y se encomienda a la mediación de su clero para salvar a todos, y esto, sin pasar por el sacrificio de lo propio, – en la vida del evangelizador y de su iglesia -, y por la puesta en cuestión del statu quo, – particularmente de la sociedad neocapitalista y de su asunción como mentalidad social recurrente en las iglesias -.
En otras palabras, el mayor temporalismo de la acción evangelizadora postvaticana, sin duda, no consiste en nuestra acomodación al mundo en su secularismo, – qué también vamos a evaluar esto -, sino nuestra alienación como idolatría respecto del Dios de Jesús en sus bienaventuranzas. Y aquello, – lo del secularismo -, tiene remedio difícil, pero este temporalismo es aún más difícil porque no se solventa en términos de doctrina segura, sino de mentalidades sociales y modos de vida nuevos en las personas y en las instituciones. Ahora que se habla tanto de nuevo ardor y espíritu cristiano en los evangelizadores, – a lo que me sumo con muy modesta aportación -, espero y exijo, ¡disculpas!, que se reconozca la idolatría de los olvidos sociales del cristianismo, – la justicia a partir de los más vulnerables y pobres -, no como consecuencia de la fe, sino como parte sustantiva de la entraña que la cristianiza. Paz y bien.