El camino de los cristianos se realiza, con apertura y amistad, junto a las mujeres y los hombres de nuestro tiempo
(Giovanni Maria Vian, en L’Osservatore).- Era el final de un tremendo verano de guerra cuando, el 12 de septiembre de 1943, en Lyon, salió un pequeño libro cuyo título –La France, pays de mission?– se haría famoso como emblemático de la situación en que se hallaba la Iglesia.
De ello eran perfectamente conscientes los autores, dos capellanes de la Jeunesse ouvrière catholique a quienes el arzobispo de París, el cardenal Emmanuel Suhard, había encargado un informe sobre la situación religiosa de los ambientes obreros parisinos: «No nos engañemos: mañana ya no es sólo nuestra patria, es el mundo entero el que se arriesga a ser ‘país de misión‘; lo que nosotros vivimos hoy, los pueblos lo vivirán a su vez», escribían Henri Godin e Yvan Daniel.
Precisamente a ese análisis, lúcido y apasionado, se ha remitido Benedicto XVI sintetizando con eficacia el sentido de la asamblea sinodal recién concluida y subrayando el camino ininterrumpido de la Iglesia contemporáneamente. En la base de aquella conciencia y de la convergencia de diversas corrientes maduradas en el catolicismo del siglo XX, vio a luz la intuición de Juan XXIII de convocar un concilio sobre el que habían pensado largamente sus predecesores. Y entre los resultados más fecundos del Vaticano II -cuyo quincuagésimo aniversario se acaba de celebrar- se encuentra sin duda la institución, querida por Pablo VI, del sínodo de los obispos, expresión real de la colegialidad que es inherente a la tradición cristiana.
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