En la situación actual de la Iglesia, no es más fiel y más cristiano quien se calla a pesar de ver las incongruencias y las dificultades
(Juan Pablo Somiedo).- La respuesta más lógica a la pregunta planteada sería afirmar que hacia donde los fieles, que forman el grueso de la comunidad creyente, quieran. Pero todos sabemos que esto nunca ha sido así a lo largo de la historia de la iglesia y muy probablemente tampoco lo será en un futuro cercano.
La Iglesia se sitúa en la actualidad en una encrucijada porque, como bien apunta la Sagrada Escritura, no se puede echar vino nuevo en odres viejos. El continuismo ya no es una opción y cada día que se retrasa la toma de decisiones aumentan los problemas.
Pero a esto se le añade otra dificultad, y es que, cuando hablamos de la Iglesia católica estamos hablando de una institución universal, con presencia, de una u otra forma, en la mayoría de los países. Es claro, entonces, que para su funcionamiento requiere de usos y normas comunes y generales que son aplicadas indistintamente en todos los países. Su enorme estructura y su funcionalidad se resisten a los cambios. Algunos, incluso, han llegado a afirmar que la Iglesia ha tirado la toalla en la vieja Europa en favor de las iglesias jóvenes de África o Latinoamérica.
En los últimos años, después del grado de apertura del Concilio Vaticano II, hemos asistido a un giro copernicano en la Iglesia española y europea. La Iglesia ha impulsado movimientos de nueva cuña como el Opus Dei o los neocatecumenales que, a su vez, se han centrado en aspectos focalizados en el rigorismo doctrinal y moral, en contraposición con las órdenes religiosas tradicionales, más centradas en aspectos espirituales e intelectuales.
La Iglesia se ha enrocado peligrosamente en una tendencia conservadora y se ha encerrado en sí misma, imposibilitando así el dialogo claro, honesto y abierto con la realidad secular. Peligrosa deriva, ésta, en un mundo en constante evolución y con una tasa de cambio acelerado.
De continuar por esta senda, casi todos los teólogos más prestigiosos coinciden en afirmar que la iglesia camina hacia una iglesia de minorías. Pero la pregunta que surge a continuación es ¿puede una iglesia de minorías mantener su actual configuración y estructura?.
Todo parece indicar que no, empezando por la supresión casi garantizada de los actuales privilegios de los que goza desde los últimos acuerdos Iglesia-Estado. Y entonces los cambios y modificaciones ya no serían planificados, sino que se darían a caballo de las circunstancias. Baste como ejemplo lo que está sucediendo con el diaconado permanente. Pero ¿hay una alternativa factible a este escenario?
De un tiempo a esta parte han sido muchas y variadas las voces que han surgido en Europa, dentro y fuera de la Iglesia, pidiendo un cambio radical en sus planteamientos y un acercamiento a la realidad social. Pero para ser sinceros debemos reconocer que, dentro de la Iglesia, son muchos menos los que piden ese cambio que los que se quedan callados o, sencillamente, no lo quieren.
Durante unos pocos años la cúpula eclesiástica se ha entregado a la tarea de ir acallando o castigando de forma velada las voces discordantes que desentonaban en la orquesta. A menudo los que critican la actual situación son marginados y acusados de querer destruir a la Iglesia, pero este argumento ya no es creíble para aquellos estratos de la sociedad que cuentan en su haber con una formación que les permite distinguir lo que hay detrás de esos argumentos y falacias.
Si ha sido para bien o para mal sólo el tiempo lo dirá, pero, por el momento, podemos ver signos palpables que nos hacen dudar del acierto en la estrategia seguida. En la situación actual de la Iglesia, no es más fiel y más cristiano quien se calla a pesar de ver las incongruencias y las dificultades para el futuro de la institución, sino el que habla desde la libertad de los hijos de Dios. Desgraciadamente los mismos que hoy defienden el status quo, defenderán mañana (si llegase el caso) la postura contraria.
A todo este análisis hay que añadir varias cuestiones que afectan a la realidad intraeclesial. La primera de ellas y la más candente quizás sea el tan manido tema de la pederastía, pero no es mucho menos grave el tema económico. Ya el difunto Juan Pablo II trató de lidiar con el caso Marcinkus, pero recientemente ha sido el consejo de Europa quien le ha sugerido al Vaticano reforzar la supervisión contra el blanqueo de capitales después de que fuera el mismo Vaticano quien le pidiera esa evaluación. En respuesta a esta petición, y quizás como una muestra de buena disposición a colaborar, el Vaticano ha contratado los servicios de Rene Bruelhart, abogado suizo y director de la unidad de inteligencia financiera de Lichtenstein. Pero esta disposición a colaborar no oculta ni un ápice la realidad que insinúa el consejo de Europa y que quizás haya querido desempolvar sabiamente el mismo Benedicto XVI.
Todos estos problemas vienen de atrás y han estado latentes, de una u otra forma, hasta que han saltado a los medios de comunicación y a la arena del debate público intraeclesial y extraeclesial. Esto no ha favorecido en nada la imagen pública de la Iglesia a pesar de su enorme labor caritativa y ha intensificado la opinión de que se requieren medidas.
Pero cualquier intento de cambio lleva asociado dejar a un lado a los nuevos movimientos eclesiales más conservadores y su aluvión de seguidores que llenan las plazas públicas en esas eucaristías de campaña del Papa o del cardenal Rouco Varela y esto, en la situación actual, se antoja dificultoso. ¿Qué Papa tendría el valor de enfrentarse con una incertidumbre de ese calibre?. Puede ser que el próximo o puede ser que ninguno. Suceda lo que suceda, la Iglesia seguirá escribiendo su propia historia, una historia con sombras, pero también con luces.