Los ortodoxos proclamaban los dogmas, y a los así llamados herejes se les condenaba o anatematizaba, y eran separados de la comunión de esa Iglesia triunfante
(Carlos Escudero).- He leído con la atención debida el libro de Benedicto XVI sobre la infancia de Jesús (Mateo 1-2) y (Lucas 1-2). Los dos evangelios de la infancia utilizan fuentes muy distintas, con relatos y escenas cuya finalidad teológica es también muy diversa.
Como conozco mejor la obra lucana, sólo voy a hacer la recensión de Lucas 1-2. Seguro que algún experto en Mateo 1-2 nos obsequiará con otra reseña.
Uno de los criterios a tener en cuenta para entender mejor el contenido teológico de estos pasajes es que Lucas escribe estas escenas en forma de dípticos (de dos en dos) para contraponer y diferenciar mejor el papel de Juan y el de Jesús en la historia de la salvación. Lucas presenta a Juan como el último profeta del Antiguo Testamento, y a Jesús como Mesías, pero con unos títulos que desbordan totalmente las previsiones y los anuncios del Antiguo Testamento sobre él:
-«La Ley y los profetas llegaron hasta Juan, a partir de ahí se anuncia el reinado de Dios» (Lucas 16,16).
Ahí se produce un corte, una verdadera ruptura, porque Jesús no viene a completar la Antigua Alianza, sino a iniciar algo radicalmente nuevo y definitivo: la llegada del reinado de Dios. Querer mezclar y hacer componendas entre el Antiguo y Nuevo Testamento llevaría a la ruina de ambos:
– «Nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque, si no, el vino nuevo revienta los odres; el vino se derrama y los odres se echan a perder. No, el vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos» (Lucas 5,37-38).
Sería bueno también recordar que, aunque el Mesías había sido anunciado de distintas maneras y por diversos profetas, el contenido de estos anuncios difiere cualitativamente de los títulos y prerrogativas con que está adornado Jesús, no sólo después de la resurrección; estas prerrogativas le pertenecen ya desde su concepción y nacimiento. Así el título Santo, aplicado sólo a Yahvé en el AT, se le atribuye también a Jesús en Lucas 1,35; el de Señor, propio de la resurrección, Lucas se lo aplica a Jesús en muchos pasajes de su Evangelio; también se lo atribuye en el Evangelio de la infancia (Lucas 1,17; 2,11). El título Hijo de Dios, con el que culmina la cristología de la Anunciación (Lucas 1,35), es trascendente y está de acuerdo con las primeras palabras de Jesús (Lucas 2,49), donde Jesús contrapone su Padre celeste a su padre terrestre, José. El título de Mesías, siguiendo el linaje de David y con la connotación de poder y dominio sobre todas las naciones de la tierra, es rechazado frontalmente por todos los evangelistas: el mesianismo de Jesús es de servicio y solidaridad con los más pobres y necesitados, no de dominio y poder.
Estas contraposiciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y entre Juan Bautista y Jesús, tienen que ser examinadas con rigor, para entender adecuadamente la teología del Evangelio de la infancia de Lucas.
Anuncio a Zacarías: Lucas 1,5-25.
Lucas, después de un pequeño prólogo a toda su obra (Lucas 1,1-4), comienza el Evangelio de la infancia con el anuncio de la concepción y nacimiento de Juan Bautista (Lucas 1,5-25). Antes de examinar algunas afirmaciones de Benedicto XVI sobre el contenido de esta narración, comprobemos las circunstancias que la rodean.
– Esta escena nos introduce en un ambiente marcadamente sagrado: Zacarías es sacerdote (Lucas 1,5). Mientras presta su servicio sacerdotal, entra en el santuario a ofrecer el incienso, pero la muchedumbre del pueblo está fuera (Lucas 1,8-10). Es decir, Zacarías se encuentra en lugar sagrado, celebrando uno acto de culto sagrado, que sólo podían celebrar los sacerdotes: está en el lugar oficial de las manifestaciones divinas. El pueblo, que no cuenta para nada, permanece fuera, haciendo su propia oración. Zacarías, en claro contraste con el pueblo, representa lo sagrado; el pueblo, lo profano, lo que pertenece a su vida cotidiana. Pues bien, en este ambiente sagrado es donde se le aparece el ángel del Señor a Zacarías y le anuncia el nacimiento de Juan, a pesar de que él es mayor, y su esposa Isabel mayor y estéril. Anuncia también el carácter profético de Juan y afirma que será precursor de Jesús, el Señor (Lucas 1,11-17).
Zacarías, a pesar de ser sacerdote y de estar inmerso en el ámbito de lo sagrado, se muestra incrédulo ante el anuncio del ángel:
– «¿Qué garantía me das de eso? Porque yo ya soy viejo y mi mujer de edad avanzada» (Lucas 1,18).
Lo que podría considerarse como una simple objeción de Zacarías ante el anuncio del ángel, requerida por el género literario de anuncios, aquí se convierte en falta de fe en el mensaje divino, porque Zacarías conocía sin duda otras concepciones del Antiguo Testamento, similares a la que le había anunciado el ángel: anuncio del nacimiento de Isaac (Génesis 18,10-14); anuncio del nacimiento de Samuel (I Samuel 1). Por eso esta incredulidad ante el anuncio del ángel lleva consigo un castigo ejemplar:
– «Pues mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que eso suceda, por no haber dado fe a mis palabras, que se cumplirán en su momento» (Lucas 1,20).
La conclusión es clara: Zacarías, sacerdote, celebrando un acto sagrado en el santuario, no tiene fe, no se fía del mensaje del Señor. Puesto que él aparece como el último sacerdote del Antiguo Testamento, antes de la concepción de Jesús, el castigo de quedarse mudo tiene carácter simbólico: Lucas hace enmudecer a toda la casta sacerdotal, porque hacer gala de lo sagrado para distinguirse y distanciarse del pueblo, encumbrarse, ser objeto de honores y celebrar ritos sagrados, sin tener fe; es un verdadero fraude. Al salir del santuario ya no pudo comunicarse de manera normal con la multitud que estaba fuera, sólo por señas. De hecho Zacarías volverá a hablar después del nacimiento de su hijo Juan, pero no como sacerdote, sino como profeta por la irrupción del Espíritu Santo sobre él:
-«Zacarías, su padre, lleno de Espíritu Santo, profetizó: – Bendito sea el Señor Dios de Israel»… (Lucas 1,67-68).
Así pues, Lucas, desde la primera página de su Evangelio, afirma que el sacerdocio del Antiguo Testamento ya no tiene nada que comunicar al pueblo, a pesar de la tradición sagrada secular y del respeto que esta institución le merecía a la gente. Fiarse de Dios es lo fundamental, y la fe no está relacionada con el sacerdocio, sus ritos y los lugares sagrados.
Benedicto XVI pasa por alto estas conclusiones sobre lo sagrado y la falta de fe del sacerdote Zacarías, y, sobre todo, llama la atención que considere sacerdote a Juan Bautista en este relato. Escribe: «el sacerdocio de Juan Bautista va hacia Jesús»; «en Juan todo el sacerdocio de la Antigua Alianza se convierte en una profecía de Jesús» . Y más adelante: «Juan que `se llenará de Espíritu Santo ya en el vientre materno` (Lucas 1,15), vive siempre, por así decirlo, `en la Tienda del Encuentro`, es sacerdote no sólo en determinados momentos, sino con su existencia entera, anunciando así el nuevo sacerdocio que aparecerá con Jesús» .
Con este tipo de afirmaciones, la exégesis se resiente a causa de ideas preconcebidas, porque ni Juan Bautista aparece en esta narración como sacerdote, ni anuncia ningún sacerdocio de Jesús, que nunca aparece como sacerdote en la obra lucana. «Llenarse de Espíritu Santo ya en el vientre materno» (Lucas 1,15) se refiere a la condición profética de Juan, que «irá por delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías…, preparándole al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lucas 1,17). Juan aparece, pues, como el último profeta del Antiguo Testamento, «con el espíritu y poder de Elías». Así es también presentado por su padre Zacarías en el Benedictus:
– «A ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor, a preparar sus caminos». (Lucas 1,76).
Benedicto XVI se apoya en el hecho de que «no beberá ni vino ni licor» (Lucas 1,15) para afirmar que Juan es sacerdote , pero esta afirmación no se refiere a su sacerdocio, sino a su vida austera en el desierto, privándose de bebidas alcohólicas, en sintonía con su vestimenta y alimentos: «Juan iba vestido con pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura y comía saltamontes y miel silvestre» (Marcos 1,16). Su voz profética, desde el desierto, constituye un claro desafío a los sacerdotes y al templo. La afluencia masiva para recibir el bautismo de Juan en el Jordán indica claramente que el templo, con todo lo que representaba, ya estaba desprestigiado en esta época. Pero los mayores ataques contre el templo y los sacerdotes no vinieron de Juan Bautista, sino del mismo Jesús. Los profetas fueron anunciando la reforma del culto; Jesús, su abolición.
En el anuncio de la concepción de Jesús, como contrapunto y contraste dialéctico, captaremos todo lo afirmado con mayor claridad, porque la historia de Jesús corre paralela a la de Juan Bautista en el Evangelio de la infancia; este paralelismo es antitético, es decir, de contraste y confrontación, y resalta de manera muy plástica las prerrogativas de Jesús, y otros aspectos relevantes del Evangelio. Este paralelismo nos lleva a descubrir en Jesús una personalidad misteriosa y compleja: no hay personaje alguno en el Antiguo Testamento que se le pueda aproximar; nos quedamos, pues, sin puntos de referencia. La figura de Jesús con sus prerrogativas desborda también cualitativamente la de Juan Bautista. De hecho, Lucas afirma que con Jesús empieza algo radicalmente nuevo y en su Evangelio lo va resaltando de diversa forma.
La Anunciación: Lucas 1,26-38.
Veamos, pues, los rasgos más característicos del anuncio de la concepción y del nacimiento de Jesús (Lucas 1,26-38). Al leer detenidamente esta narración, lo primero que salta a la vista de manera global es que la escena de Zacarías y Juan Bautista tiene como paralelo la de Isaac, y la de otros personajes importantes del Antiguo Testamento, cuyos hijos nacieron de madres estériles y de padres de edad avanzada. La narración de Jesús, por el contrario, apunta directamente, a través del Espíritu creador, a la creación de Adán, realizada directamente por Dios. Esta primera creación ha fracasado, y Jesús aparece como la nueva creación, es decir, con él se realiza un nuevo comienzo. Este paralelismo juega a favor de Jesús, nacido también de Dios (de su Espíritu), y principio, no sólo de una nueva creación, sino también de una nueva humanidad . El paralelismo que Lucas establece con Adán exime a Jesús de pertenecer al Antiguo Testamento, y para él cesa la obligación de someterse a los ritos, leyes y lugares sagrados que han ido apareciendo a lo largo de la historia de Israel. Otra cosa es que sus padres, como buenos judíos, hayan cumplido con Jesús los ritos que ordenaba la Ley mosaica.
Benedicto XVI prescinde de detalles importantes, dignos de resaltar en esta narración. Por eso vamos a detenernos, en primer lugar, en aquellos aspectos significativos que establecen una clara contraposición entre lo sagrado y lo profano. El ángel Gabriel, al aparecerse a María, lo hace en Nazaret, población desconocida en el Antiguo Testamento, y por tanto no ligada a las promesas mesiánicas. Además, Nazaret se encuentra en Galilea, provincia alejada del poder político-religioso de las más importantes instituciones judías, cuyo centro era Jerusalén (Judea). No hallamos nada de carácter sagrado en esta escena: no hay sacerdotes intermediarios, ni templo, ni ofrenda ritual, como en el caso de Zacarías. María está en su casa y allí tiene lugar el anuncio del ángel. Es una doncella sin renombre, una desconocida, pero es la agraciada del Señor. Así, por pura gracia, iniciativa y gratuidad de Dios, María queda integrada en lo trascendente; irrumpe de manera directa y con fuerza en la historia de la salvación, inaugurada por Jesús como reinado de Dios, quedando José, padre del niño, y de la estirpe de David, en un discreto segundo plano. El anuncio del nacimiento de Jesús aparece así enmarcado en el desarrollo de una vida normal, en el devenir de lo cotidiano y sin relieve especial alguno: lo sagrado no aparece aquí por ninguna parte.
Llama también la atención que el ángel le diga a María:
– «Alégrate, favorecida, el Señor está contigo» (Lucas 1,28).
Así se refleja la alegría asociada siempre a la venida y al encuentro con Jesús. También se refleja esa alegría mesiánica en el anuncio del nacimiento de Jesús; el ángel les dice a los pastores: «Tranquilizaos, mirad que os traigo una buena noticia, una gran alegría»… (Lucas 2,10). Favorecida, es lo mismo que agraciada; entre tantas mujeres israelitas que habrían podido ser elegidas como madre de Jesús, Dios, por iniciativa propia, escoge gratuitamente a María sin mérito especial alguno. Era una joven normal de su tiempo, desposada con José; eso sí, una gran desconocida para la clase dirigente y dominante de Israel que esperaba la venida del Mesías con un esplendor y grandeza inusitados, y, por supuesto, con una manifestación apoteósica en el templo, lugar sagrado por excelencia. María proclamará proféticamente esta predilección de Dios por ella en el Magnificat:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador,
Porque se ha fijado en la insignificancia de su sierva» (Lucas 1,46-48).
Y en el mismo himno Lucas afirma:
«Derriba del trono a los poderosos
Y exalta a los insignificantes» (Lucas 1,52).
Esta idea de que Dios elige a la gente sencilla, a los que no cuentan para los grandes de este mundo, es recurrente en el Evangelio de Lucas.
María escucha el anuncio de Gabriel:
«Pues mira, vas a concebir, darás a luz uno hijo y le pondrás de nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado; reinará para siempre en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin» (Lucas 1,31-33).
El título principal de este pasaje es Hijo del Altísimo. ¿Qué alcance tiene? Está claro que Hijo del Altísimo se contrapone al título de Juan, profeta del Altísimo (Lucas 1,76). ¿En qué sentido? Tanto H. H. Oliver , como R. Laurentin afirman la superioridad mesiánica de Jesús sobre el carácter profético de Juan, ya que Jesús nunca aparece como profeta en el Evangelio de la infancia de Lucas. Pienso que el mismo Lucas, en el versículo 33, contexto inmediato en que se encuentra el título Hijo del Altísimo (Lucas 1,32), da la respuesta adecuada: se trata del título mesiánico que corresponde a Jesús, y que es superior a la condición profética de Juan. Lo mismo pasa con el título grande, aplicado a Juan (Lucas 1,15) y a Jesús (Lucas 1,32): grandeza profética de Juan y grandeza mesiánica de Jesús. Estos títulos no son trascendentes.
Terminado el anuncio, María pone una objeción :
-«¿Cómo sucederá eso si no vivo con un hombre?
El ángel le contestó:
– El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que va a nacer será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lucas 1,34-35).
En este anuncio de Gabriel se encuentra la cristología más avanzada de toda la obra lucana. Los títulos abiertos a la trascendencia se deben a la irrupción del Espíritu Santo sobre María (Lucas 1,35): son los títulos Santo e Hijo de Dios en sentido trascendente. La novedad radical respecto al Antiguo Testamento no estriba en que Jesús aparezca como Mesías, en la línea de la grandeza de David, sino en que se le atribuya el título Santo, sólo aplicado de Yahvé, y que aparezca como Hijo de Dios en sentido misterioso, estricto y trascendente . No hay ningún personaje de la Antigua Alianza con estos títulos. La irrupción del Espíritu Santo sobre María está relacionada con estos títulos trascendentes, aplicados a Jesús, que señalan y marcan un nuevo comienzo. Jesús, pues, desborda los anuncios y previsiones sobre el Mesías del Antiguo Testamento.
En Lucas 2,49, Jesús había llamado a Dios: «mi Padre», contraponiendo y sobreponiendo esta paternidad, a la paternidad natural de José: «¡Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo» (2,48). Hay también una conexión teológica innegable con Lucas 10,21-22. El versículo 22 dice así:
«Mi Padre me lo ha enseñado todo. Quién es el Hijo, lo sabe sólo el Padre. Quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lucas 10,22).
Este versículo trata, pues, de manera directa sobre el conocimiento único y recíproco entre el Padre y el Hijo. Podemos, por eso, afirmar que el conocimiento exclusivo que Jesús, el Hijo, tiene de su Padre entraña una relación profunda, única y misteriosa con él, en sentido trascendente.
María recibe este secreto, lo guarda en su corazón, y lo acepta por la fe, es decir, se fía de Dios, ya que todavía no está capacitada para comprender la profundidad del misterio de su hijo. Es decir, María es presentada como creyente: acepta los acontecimientos que se van a desencadenar sobre la personalidad y la misteriosa condición de su hijo. Ésta es su grandeza y en esto se diferencia de Zacarías. El padre de Juan, sacerdote, no cree en el anuncio del Señor (Lucas 1,18-20);
María, por el contrario, acepta el mensaje de Dios y responde al ángel:
– «Aquí está la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho» (Lucas 1,38).
Su confianza en Dios es total; cree que «para Dios no hay nada imposible» (Lucas 1,37), y por eso da su consentimiento al anuncio de Gabriel. Esta es la verdadera grandeza de María, haber sido la primera creyente en el misterio de Jesús; por eso la primera bienaventuranza del Evangelio de Lucas es para ella (Lucas 1,45) . «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lucas 1,40). Zacarías queda en un discreto segundo plano, y, en la escena, que tiene una riqueza teológica importante, las protagonistas son las dos mujeres, María e Isabel . María saludó a Isabel, y su hijo «dio un salto en su vientre» (Lucas 1,41). Isabel, «llena de Espíritu Santo, proclama a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lucas 1,41-42). Y un poco más abajo sale de su boca la primera bienaventuranza:
– «¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lucas 1,45).
El objeto de nuestra fe, como la de María, es Jesús, su persona, su actividad y su mensaje. El reinado de Dios se identifica con él.
Benedicto XVI no distingue con nitidez entre los títulos mesiánicos y los trascendentes de Jesús (Lucas 1,32-35). Parece darle a los títulos mesiánicos un mayor realce del que en realidad tienen. Tampoco establece ningún contraste entre lo sagrado de la escena de Zacarías, y lo profano, inaugurado por María en la escena de la Anunciación. Nadie se lo podría pedir, siendo él, en este momento, «Pontifex Maximus»; detenta, por tanto, todo el poder sagrado en su persona. Tampoco nadie espera de él que cambie de opinión en el tema de la virginidad de María, ya que, desde el siglo IV, y, sobre todo desde el s. V, Concilio de Calcedonia (451), la Iglesia oficial y la teología tradicional durante siglos han venido afirmando que María no concibió por medio de varón, como toda mujer que ha sido madre, sino por obra del Espíritu Santo. Por eso, una vez examinada la posición de Benedicto XVI sobre la virginidad de María, quiero ofrecer una respuesta sencilla y lo más completa posible sobre este tema, ante las dudas de muchos cristianos que están desorientados por lo que escuchan en reuniones, círculos privados, opiniones aisladas, etc., sin saber cómo explicar y poder aceptar lo que va siendo normal en la teología más avanzada de nuestro tiempo, es decir, que la concepción de Jesús se ha realizado por obra de varón, como sucede en el caso de cualquier otra persona.
Concepción virginal de María
Benedicto XVI, en el apartado que titula: El nacimiento virginal, ¿mito o verdad histórica?, p. 57, contiene algunas afirmaciones que, a mi juicio, convendría matizar. Refiriéndose a la Anunciación, afirma: «Es la obediencia de María la que abre la puerta a Dios. La Palabra de Dios, su Espíritu, crea en ella al niño. Lo crea a través de la puerta de su obediencia… De este modo se produce una nueva creación, que, no obstante, se vincula al «sí» libre de la persona humana de María» . Dos veces habla de la obediencia de María, cuando lo más correcto es hablar de la fe de María, que renglones más abajo es proclamada «dichosa por haber creído» (Lucas 1,45). Tampoco contrapone la fe de María, a la incredulidad del sacerdote Zacarías. Con él enmudece el sacerdocio del Antiguo Testamento.
Más adelante, Benedicto XVI escribe: «Karl Barth ha hecho notar que hay dos puntos en la historia de Jesús en los que la acción de Dios interviene directamente en el mundo material: el parto de la Virgen y la resurrección del sepulcro, en el que Jesús no permaneció ni sufrió la corrupción. Estos dos puntos son un escándalo para el espíritu moderno. A Dios se le permite actuar en las ideas y los pensamientos, en la esfera espiritual, pero no en la materia. Esto nos estorba» . Lo primero que nos sorprende es que se equiparen dos acontecimientos, la resurrección de Jesús y la virginidad de María que tienen poco que ver entre sí: mientras que la resurrección centró el interés, por una necesidad vital de las primeras comunidades cristianas, la virginidad de María ni se plantea en este primer estadio de las comunidades cristianas. Además, Karl Barth habla de la historia de Jesús, y el hecho de la resurrección no pertenece a la historia, ya que no hubo testigos oculares; hay que hablar más bien del misterio de la resurrección, que pertenece a la meta-historia; habla también de la resurrección del sepulcro, pero los relatos sobre el sepulcro vacío, que van surgiendo en diversos lugares, tienen como finalidad expresar la fe en la resurrección. Además, una cosa es que Dios pueda actuar en la materia y, otra es que lo haya hecho. Por lo demás, en la Anunciación no se habla de parto virginal, sino de «concepción virginal». Por eso, no podemos admitir esta afirmación tajante de Benedicto XVI: «estos dos puntos – el parto virginal y la resurrección real del sepulcro – son piedras de toque de la fe… Por eso la concepción y el nacimiento de Jesús de la Virgen María son un elemento fundamental de nuestra fe y un signo luminoso de esperanza» . La resurrección de Jesús sí es piedra de toque o fundamento de nuestra fe; la concepción y el parto virginal de María, no. Lo veremos a continuación.
Concepción y nacimiento de Jesús por obra de varón.
1. En relación con la concepción virginal de María, conviene saber que las comunidades cristianas primitivas no se presentaron este problema. Les fue totalmente ajeno. Pablo, que escribe sus cartas a partir de unos veinte años desde la muerte de Jesús, no habla de virginidad de María; escribe:
«Pero cuando se cumplió el plazo envió Dios a su hijo, nacido de mujer» (Gálatas 4,4).
2. Es verdad que Mateo y Lucas usan fuentes hebreas distintas sobre la infancia de Jesús, y, para algunos teólogos, sólo coinciden en que María concibió sin obra de varón, por la acción del Espíritu Santo. Al comentar Lucas 1,35, ya hice ver que la actividad del Espíritu Santo en María está relacionada, no con la virginidad, sino con las prerrogativas de su hijo, al que se aplica el atributo Santo, exclusivo de Yahvé, y del que se afirma que es Hijo de Dios en sentido trascendente.
3. Las mitologías antiguas, desde Egipto hasta Mesopotamia, para destacar la grandeza de un personaje ilustre, afirmaban que dicho personaje había nacido de la unión sexual entre su madre y un dios. Esto se afirma de algunos faraones en Egipto, de emperadores asirios, y de grandes guerreros como Alejandro Magno. También se aplica a algunos emperadores romanos como a Octavio Augusto. En la Palestina del tiempo de Jesús y en Asia Menor se conocían estas tradiciones mitológicas, y Lucas, pagano, de formación helenista, y que escribe para paganos, la utiliza también para resaltar la grandeza y excepcionalidad de Jesús. Eso sí, en la narración de la Anunciación no hay vestigio alguno de la relación sexual de María con ningún dios. Se trata de la fuerza y el poder creativo del Espíritu Santo, que interviene en su seno, para indicar que Jesús desde su concepción tuvo la plenitud de ese Espíritu, y aparece así, con atributos sorprendentes, como la nueva creación (Lucas 1,34-35). La referencia a la primera creación y al poder creador del Espíritu de Dios resulta aquí determinante (Génesis 1,1-2).
4. Este planteamiento teológico no niega que Jesús haya nacido, como los demás seres humanos, por concurso de un varón, en este caso de José. Con frecuencia encontramos en los evangelios pasajes con un marcado contraste, pero el hecho de ponderar la grandeza o excelencia de uno de esos dos términos no anula la realidad o el contenido del otro. Es evidente que en la escena de la Anunciación se establece un claro contraste entre nacido de varón y nacido del Espíritu. Predomina nacido del Espíritu, por las prerrogativas con que viene adornado Jesús, el Hijo de Dios, pero no se niega la realidad del primer término, es decir, la paternidad de José.
A manera de ejemplo, para clarificar este contraste en la Anunciación, leemos en el Evangelio de Lucas que una mujer dijo a voz en grito:
– «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! Pero Jesús repuso:
– Mejor: ¡Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!» (Lucas 11,27-28).
Es evidente que Jesús no niega la primera bienaventuranza referida a su madre, pero le da más importancia a la segunda. María cumplió con creces esta segunda bienaventuranza, fiándose totalmente de la palabra de Dios en la escena de la Anunciación.
Algo semejante encontramos en el Prólogo del Evangelio de Juan. Hablando el cuarto evangelista de la Palabra, escribe:
«Vino a su casa, pero los suyos no la recibieron.
Pero a los que la recibieron, los hizo capaces de ser hijos de Dios. A los que le dan su adhesión, y éstos no nacen de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios» (Juan 1,11-13).
Aquí también se afirma que «nacer de Dios» es más importante que «nacer de varón». En otro pasaje, Juan afirma lo mismo de otra manera. En conversación con Nicodemo, Jesús afirma:
«Te aseguro que si uno no nace de nuevo no podrá gozar del reinado de Dios» (Juan 3,3). En el contexto (Juan 3,4-8) se asegura que este segundo nacimiento está relacionado con «nacer del Espíritu.» El Espíritu, creador de algo nuevo, con carácter definitivo, aparece constantemente en los evangelios.
En relación con el dogma de la virginidad de María, que se puede aplicar también a otros dogmas, es conveniente aclarar algunos términos:
En cuanto a la virginidad de María sostenida en los primeros concilios de la Iglesia, hay que decir, ante todo, que en esos concilios se discutieron fundamentalmente verdades, sobre todo, las relacionadas con los títulos y las prerrogativas de Jesús, que, evidentemente implicaban también a María. Estas verdades se debatieron con pasión y con ardor, y siempre hubo vencedores y vencidos. Los vencedores se llamaron a sí mismos ortodoxos, y a los vencidos les pusieron la etiqueta de heterodoxos o herejes. Los ortodoxos proclamaban los dogmas, y a los así llamados herejes se les condenaba o anatematizaba, y eran separados de la comunión de esa Iglesia triunfante. Pasados algunos siglos de la historia de la Iglesia, el concepto de hereje se fue ampliando, y muchos eran torturados por orden de la Santa Inquisición, o mandados al patíbulo, el más frecuente el de la hoguera. Muchos siglos después, algunas de estas herejías dejaron de ser tales porque estaban más conformes con los puntos centrales de los evangelios. Así las cosas, conviene afirmar lo siguiente:
– En los evangelios y el resto del Nuevo Testamento no hay dogmas, es decir, no hay verdades derivadas de una teología especulativa que, a su vez, se apoya en conceptos y argumentos filosóficos, tomados de la filosofía clásica griega, sobre todo de Aristóteles, y de las diversas filosofías contemporáneas a los escritos del Nuevo Testamento, entre las que destaca la influencia del estoicismo.
– También influyeron en la elaboración de los dogmas las circunstancias históricas concretas, casi siempre las de carácter político-económico, que condicionaron incluso el comienzo y la finalización de algunos concilios .
Los argumentos sacados de los Evangelios o del resto del Nuevo Testamento y del Antiguo, son con frecuencia inconsistentes, por estar distorsionados o sacados de contexto. Como contrapunto, y, dado el avance de la teología en el siglo XX y en lo que va del XXI, algunos de los dogmas que han ido surgiendo a lo largo de la historia de la Iglesia, han sido sometidos a revisión, por la poca consistencia que tenían, al no encontrar un apoyo serio en el Nuevo Testamento, o al chocar frontalmente contra las tendencias teológicas más actuales y renovadas .
Lo sagrado y lo profano
La Anunciación y el marcado contraste con Zacarías, en lo tocante al tema de lo sagrado, podríamos resumirlo así:
– En la Anunciación, que tiene como centro la concepción de Jesús con sus prerrogativas trascendentes, no hay vestigio alguno de lo sagrado. Tanto el lugar, la casa de María, como la ciudad, Nazaret, como la región, Galilea, están lejos de los lugares y las instituciones sagradas de Israel. María es a su vez una joven sencilla, de linaje desconocido, pero es la escogida gratuitamente por Dios. Nos encontramos, pues, en el terreno de lo secular, de la vida normal, de lo profano.
– El contraste con Zacarías no puede ser mayor. En el anuncio al padre de Juan lo sagrado brilla con todo el esplendor: el anuncio del ángel a Zacarías tiene lugar en el templo; él es sacerdote, y estaba prestando su servicio sacerdotal junto al altar; era una ceremonia sagrada: ofrecía el incienso. Este contraste alcanza su culminación cuando percibimos que, en medio de este ambiente sagrado, Zacarías no tiene fe.
– María, por el contrario, fuera de todo ambiente sagrado, haciendo su vida normal y sin llamar para nada la atención, acepta el mensaje de Gabriel, da su consentimiento y es proclamada dichosa por haberse fiado de Dios. La grandeza de María está en su fe, y la fe es un acto humano libre de adhesión a Dios, y no pertenece al terreno de lo sagrado. María es la primera creyente en Jesús, pero, aunque su vida diaria discurre en la rutina y la normalidad, tendrá que seguir renovando, día a día, su fe ante el desconcierto causado por su propio hijo, debido a su misteriosa personalidad. En esta escena tan importante de la Anunciación ha intervenido directamente Dios, con una revelación gratuita y trascendente, y ha tomado partido, no por el ámbito de lo sagrado, sino de lo profano, de lo cotidiano, de lo secular.
María visita a Isabel; el nacimiento de Juan: Lucas 1,39-66.
En la siguiente narración, en la que María visita a Isabel, todo encaja de nuevo en el ámbito de lo profano, de lo cotidiano y de la normalidad. A pesar de que María va a la casa de Zacarías, éste queda relegado en la escena. Todo sucede entre María, su prima Isabel, y los dos niños que están en el vientre de sus madres. Pero la presencia de Jesús en el seno de María hace que Isabel se llene de Espíritu Santo y llame dichosa a María por haber creído (Lucas 1,41-45). No hay templo ni mediación alguna sacerdotal. El Espíritu se ha presentado de nuevo al margen de lo sagrado. Jesús posee la plenitud del Espíritu de Dios, y lo derrama aquí sobre Isabel con sola su presencia. El evangelio de Lucas seguirá insistiendo en este hecho, porque con Jesús aparece siempre el influjo del Espíritu Santo, en él y en las personas que lo circundan y le prestan su adhesión. Ni el templo ni los sacerdotes contemporáneos de Jesús podían proporcionar el don del Espíritu, porque a esos sacerdotes les faltaba la fe, como a Zacarías, y realizaban actos de culto llenos de ritos, pero vacíos de contenido.
María proclama luego el Magnificat y, terminado este himno, volvió a su casa (Lucas 1,56).
A continuación, Lucas narra el nacimiento de Juan Bautista (Lucas 1,57-66). Cuando van a circuncidarlo le quieren poner el nombre de su padre, Zacarías. Interviene la madre diciendo que se va a llamar Juan. Como los acompañantes insistían en que ninguno de los parientes se llamaba así, preguntaron a su padre por señas cómo quería que se llamara. Él, tomando una tablilla, escribió: «su nombre es Juan». Todos se maravillaron y sólo entonces se desató su lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Se había cumplido lo anunciado por el ángel, y Zacarías, lleno de Espíritu Santo, profetizó… (Lucas 1,67). En su propia casa, sin ritos ni ceremonias, desaparece el sacerdote de la escena, y, por iniciativa de Dios, surge el profeta. Zacarías entona el Benedictus. Avanzado el himno, habla de la misión de su propio hijo: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor, a preparar sus caminos» (Lucas 1,76).
Juan aparece, pues, como profeta, y su misión es ir delante del Señor, a preparar sus caminos. Este es uno de los pasajes importantes del Evangelio de la infancia en que Lucas aplica el título de Señor, propio de Yahvé, a Jesús, antes de que éste naciera.
Esta escena termina hablando de Juan: «El niño iba creciendo y su personalidad se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel» (Lucas 1,80).
Estas afirmaciones excluyen el carácter sacerdotal de Juan: vivió en el desierto, lejos del templo y de todo contexto sagrado, y desde el desierto comienza su misión de precursor de Jesús. Es decir, Juan vive en el desierto, alejado de todo el aparato religioso y sagrado de su tiempo. Ya no se habla más de él en el Evangelio de la infancia. Lucas lo vuelve a poner en escena con una introducción solemne (Lucas 3,1-2), y afirmando que «le llegó un mensaje de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lucas 3,3). De nuevo, por iniciativa divina, se establece línea directa entre Dios y Juan, sin ningún tipo de mediación sagrada, y en el desierto. Aunque el desierto tenga reminiscencias bíblicas, el lugar no es sagrado. El bautismo administrado por Juan tampoco tenía carácter sagrado. Lo realizaba recorriendo toda la comarca del Jordán «para que se arrepintieran y se les personaran los pecados» (Lucas 3,3-4).
Nacimiento de Jesús: Lucas 2,1-20.
Esta sencilla y grandiosa escena sobre el nacimiento de Jesús, su significado profundo, y sus principales destinatarios, discurre por los caminos de la vida normal de María y José, sometidos, como toda la nación judía, al decreto del emperador Augusto. A su vez, este decreto imperial sitúa la narración del nacimiento de Jesús, no dentro del estrecho marco del judaísmo, sino dentro del panorama universal representado por el Imperio romano. De este modo, Jesús queda insertando en el marco de la historia universal. Benedicto XVI sitúa perfectamente el marco histórico y teológico del nacimiento de Jesús (pp. 65-71). Incluso da los detalles fundamentales de la inscripción de Priene, año 9 a. C., sobre el Emperador Augusto en una fusión de divinidad-humanidad (pp. 66-67); y destaca la pax augusta (pp.67-68). A continuación se refiere al censo para cobrar los impuestos (pp. 68-70), y, aunque históricamente, este censo está en discusión, teológicamente se acomoda a la profecía de Miqueas 5,1-3, sobre el nacimiento de Jesús en Belén (pp.71-72). Luego se refiere a la abundante datación histórica, relacionada con el comienzo de la vida pública de Jesús (Lucas 3,1s.), (pp.70-71).
Me parece, pues, acertado lo que escribe en esta sección: «Jesús no ha nacido y comparecido en público en un tiempo indeterminado, en la intemporalidad del mito. Él pertenece a un tiempo que se puede determinar con precisión y a un entorno geográfico indicado con exactitud: lo universal y lo concreto se tocan recíprocamente»
Es verdad que va a nacer en Belén, ciudad de David, pero el marco de su nacimiento está configurado por los pagaanos, representados aquí por el emperador Augusto y el Imperio romano, indicando Lucas, de este modo, que Jesús no viene a restablecer el reinado de David, sino que su misión se extenderá hasta los confines del mundo (Hechos 1,8).
A continuación aparece José, sólo para indicar que, como cabeza de familia, toma con él a su esposa, que estaba encinta, y que se dirigen a Belén, ciudad de David, porque José era «de la estirpe y familia de David» (Lucas 2,4). Jesús queda, pues, simbólicamente entroncado con la familia de David, pero no va a nacer colmado de honores en la ciudad santa, Jerusalén, sino en medio de una pobreza severa y rodeado de gente pobre, los pastores.
El amplio comentario de Benedicto XVI sobre el NACIMIENTO DE JESÚS , a mi manera de ver, deja mucho que desear. No podría ser de otra manera, ya que este relato de Lucas encierra uno de los pilares más sólidos que fundamenta la Teología de la liberación, y bien sabemos que el cardenal Ratzinger fue durante 25 años el incansable fustigador de esta teología, censurando con dureza a muchos teólogos y sus escritos. No obstante, vamos a discurrir por su comentario, antes de ofrecer el punto de vista de la Teología de la liberación sobre este pasaje, que tanto nos puede interpelar y enriquecer.
Benedicto XVI, comentando «no había sitio para ellos en la posada», primero saca las conclusiones de una breve elucubración teológica, y luego afirma: «Esto debe hacernos pensar y remitirnos al cambio de valores que hay en la figura de Jesucristo, en su mensaje. Ya desde su nacimiento, él no pertenece a ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso» . Estoy de acuerdo con esta afirmación, que se me antoja tímida y aislada, dado los comentarios que hace sobre otros textos de esta misma escena. Así, comentando que «María puso a su niño recién nacido en un pesebre», y siendo este texto parte de la señal dada por el ángel a los pastores, se limita a afirmar que está en consonancia con la tradición de las grutas que había en estos parajes (p.74). Al comentar «María envolvió al niño en pañales», afirma que se trata de «una referencia anticipada de la hora de su muerte», (p.75). En esta misma página, recurre a la interpretación alegórica de San Agustín, que no tiene nada que ver con este texto, (p.75). Luego, con diversas citas del Antiguo Testamento, afirma que «el pesebre sería de algún modo el Arca de la Alianza, en la que Dios, misteriosamente custodiado (por dos querubines), está entre los hombres», (p.76).
Está claro que esto es una sublimación de lo que representa el pesebre.
Benedicto XVI habla a continuación de los pastores y afirma: «Jesús nació fuera de la ciudad, en un ambiente en que por todas partes en sus alrededores había pastos a los que los pastores llevaban sus rebaños. Era normal por tanto que ellos, al estar más cerca del acontecimiento, fueran los primeros llamados al pesebre» (pp.78-79). Benedicto XVI, a quien tanto le gustan las elucubraciones teológicas, despoja a los pastores de la profunda carga teológica que tienen en este relato. Un poco más abajo, para enmendar un tanto la plana, afirma: «ellos -los pastores- representan a los pobres de Israel, a los pobres en general: los predilectos del amor de Dios», (p.79). De acuerdo, pero ¡qué trabajo le ha costado llegar a esta breve constatación, por lo demás incompleta! Al final vuelve a recurrir a Augusto para poner de relieve la pax romana, pp. 84-85; la contrapone a la paz de Jesús que el mundo no puede dar (Juan 14,27), y termina con esta afirmación certera: «Augusto pertenece al pasado; Jesucristo en cambio es el presente y es el futuro: «el mismo ayer y hoy y siempre» (Hebreos 13,8)» (p.85). En el último párrafo de esta sección, p. 86, habla de la señal dada por el ángel a los pastores, «encontraréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre», y, como veremos, la despoja también del fuerte y profundo contenido teológico que encierra.
Estando en Belén, «le llegó a María el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no encontraron sitio en la posada» (Lucas 2,7). Jesús fue, pues, hijo primogénito de María, ya que tuvo otros hermanos como nos consta en Lucas 8,19-21 .
Como la Navidad está cerca, y la teología que se contiene en la revelación celeste es exigente, nos interpela, y nos llama al compromiso cristiano, ofrezco otra reflexión sobre el nacimiento de Jesús.
La persona de Jesús se convierte en el centro de esta narración y aparece como novedad radical y definitiva. En un buen número de pasajes Lucas nos manifiesta que los nuevos tiempos, inaugurados por Jesús, son precisamente nuevos, porque con Jesús llegan a su cumplimiento las promesas fundamentales del Antiguo Testamento. Esta es la razón principal por la que el Antiguo Testamento, época importante de salvación, ha llegado a su fin. Sólo está en vigor lo nuevo, lo definitivo, inaugurado por Jesús. Ya hemos comprobado que, en torno al HOY de Lucas 2,11, palabra clave en su Evangelio, se encuentran unos títulos o atributos de Jesús trascendentes, que establecen un claro contraste con su condición de debilidad humana.
«Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre» (Lucas 2,12), es la señal de pobreza y debilidad, dada por el ángel, para que los pastores reconozcan al niño. A través del nacimiento de Jesús en un pesebre, por no tener sitio en una posada, intuimos la condición de María y José, como gente normal y corriente. A la aldea de Belén, ciudad de David, habría ido mucha gente a empadronarse, y sólo los pudientes pudieron pagar los precios excesivos para pernoctar en las pocas posadas que había.
Pero este hecho tiene además un significado real y teológico para el recién nacido: nació pobre entre los pobres (los pastores). Esta narración del nacimiento de Jesús constituye un contraste nítido y claro con las celebraciones de la Navidad en las distintas catedrales, templos y basílicas de todo el mundo cristiano: ministros sagrados, ornamentos con bordados primorosos, ritos y ceremonias ampulosas, vasos sagrados deslumbrantes, entradas y salidas hieráticas de los ministros, lámparas artísticas, incienso… Todo esto agrada y entusiasma a la gente, pero tiene muy poco que ver con la sobria narración evangélica, y puede distraernos de lo esencial de esta celebración. A través de los siglos, se han ido celebrando casi imperceptiblemente estas ceremonias grandiosas, olvidando el mensaje central del nacimiento de Jesús, porque la suntuosidad de lo sagrado ha ido absorbiendo, casi sin darnos cuenta, la realidad cotidiana, sencilla y profana de la vida de María y José y del crudo nacimiento de Jesús en un estado de pobreza dura.
Pero para entender todo esto con mayor claridad, examinemos la revelación celeste que el ángel de Señor hace a los pastores.
La revelación celeste (Lucas 2,8-12) nos manifiesta, de manera desconcertante, el alcance de esta escena, porque los principales destinatarios del nacimiento de Jesús son los pastores, gente marginada y despreciada en ese tiempo. En Lucas 2,11 encontramos también el término griego sêmeron (HOY). Ya hemos visto que no es un simple adverbio de tiempo; tiene una carga teológica profunda, ya que el tercer evangelista lo usa en once ocasiones y, con su uso, se refiere siempre al nuevo comienzo, relacionado con Jesús y su misión, así como a su nuevo modo de actuar. El pueblo llano o sencillo aparece también aquí como destinatario de la revelación celeste.
Así pues, el ángel del Señor comunica el mensaje celeste a los pastores. Este mensaje habla de las prerrogativas con que viene adornado Jesús y encierra una señal desconcertante y de difícil interpretación. Se trata, pues, de una revelación del mismo Dios sobre la identidad de Jesús. El contenido de este mensaje, el primero sobre la persona de Jesús ya presente en nuestra historia, reviste una importancia extraordinaria. Hay que destacar de inmediato que los pastores, al entrar en contacto con la divinidad, «se asustaron mucho» (Lucas 2,9). Por eso el ángel les dijo: «no temáis» (2,10). Así, y de manera tan sencilla, se nos presenta un cambio radical entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: cesa el temor en contacto con la divinidad. A través de Jesús, el encuentro con Dios va a resultar normal, porque Jesús de manera inequívoca nos va a revelar a Dios como Padre a lo largo de toda su vida. Pero hay más. El temor normal en la época anterior, se va a convertir ahora en gozo profundo: – «Os traigo una buena noticia, una gran alegría» (Lucas 2,10). Se trata de la alegría causada por la venida de Jesús, y por los nuevos tiempos que él inaugura. Se acabó la época de un Dios lejano que infundía temor y hasta terror. En Jesús, Dios se manifiesta cercano, por eso el que se adhiere a Jesús ya no tiene motivos para el temor, sino para rebosar de alegría.
En este pasaje Lucas utiliza el verbo evangelizar (Lucas 2,10), que significa traer o anunciar una buena noticia. Lo más importante es que esta buena noticia se identifica con el nacimiento de Jesús. Es decir, Lucas establece una clara identidad entre esta buena noticia y la persona de Jesús. Es el momento de recordar que en Lucas 4,18 se utiliza este mismo término evangelizar, aplicado a la actividad liberadora que Jesús va a llevar a cabo durante su vida pública. Así pues, tanto la persona de Jesús, como su actividad liberadora quedan señaladas como la buena noticia en favor de los marginados y oprimidos, representados en este pasaje por los pastores, pobres entre los pobres. Por eso éstos están presentes al aplicarse Jesús a sí mismo la cita importante de Isaías (Lucas 4,18):
«El Espíritu del Señor descansa sobre mí…. Me ha
enviado a dar la buena noticia (evangelizar) a los pobres…, a poner en libertad a los oprimidos (Isaías 61,1-2).
El término evangelizar, con la carga teológica que comporta, lo volvemos a encontrar en los versículos que cierran las escenas de Nazaret y Cafarnaún, en las que Jesús presenta el programa de su mensaje y actividad. Es importante constatar que aquí el término evangelizar está relacionado explícitamente con el reinado de Dios. Este reinado encierra características de novedad absoluta. Jesús, enviado por Dios Padre, tiene el privilegio de inaugurarlo y proclamarlo. El gentío quería retener a Jesús en Cafarnaún, pero él les dijo:
«También a las otras ciudades tengo que dar la buena noticia (evangelizar) del reinado de Dios, pues para eso he sido enviado» (Lucas 4,43).
La buena noticia es, pues, que Jesús ya está proclamando el reino de Dios. Esta proclamación y su realización constituyen el centro de su misión.
Veamos ahora el contenido de los títulos atribuidos a Jesús por la revelación celeste:
«Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lucas 2,11).
La revelación celeste atribuye a Jesús unas prerrogativas que llaman poderosamente la atención. Dos de estos atributos pertenecen exclusivamente a Dios en el Antiguo Testamento: Salvador y Señor. El otro título, Mesías, es propio de Jesús y está relacionado con su misión terrestre. Por otra parte, la señal dada por Dios a los pastores es desconcertante:
«Un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2,12). Esta señal resulta paradójica y desconcertante, al compararla con los títulos atribuidos al recién nacido.
Jesús, Salvador
El título de Salvador lo emplea sólo Lucas entre los sinópticos. El tercer evangelista estaba impregnado de la cultura greco-romana, por lo que es probable que conociera la célebre Inscripción de Priene, referida a César Augusto, en la que se descubre un paralelismo innegable con la narración del nacimiento de Jesús de su Evangelio. En la narración del nacimiento de Jesús, el tercer evangelista ha recurrido al género literario de los anuncios imperiales para que sus destinatarios paganos comprendieran que Jesús es el único Salvador y Señor.
En efecto, Lucas nombra exclusivamente a César Augusto, prototipo de emperador divinizado, en el marco de la cronología del nacimiento de Jesús (Lucas 2,1). Pero hay un contraste significativo: los títulos de salvador y señor, atribuidos a Augusto por decreto imperial -Inscripción de Priene-, corresponden a Jesús, no por decreto de ningún tipo, sino por revelación directa de Dios (Lucas 2,9-11). Por otra parte, el tiempo de paz, asociado al nacimiento del emperador Augusto, para Lucas es el tiempo de la benevolencia divina para con el género humano, a causa del nacimiento de Jesús:
«¡Gloria a Dios en lo alto, y paz en la tierra a los hombres que Dios tanto ama!» (Lucas 2,14).
Este texto se refiere sin duda a la paz mesiánica que llegará a los hombres que se abran a la acción de Dios a través de Jesús.
Pero lo más importante es que el título de Salvador corresponde al nombre mismo de Jesús, dado por el ángel en la Anunciación (Lucas 1,31). Que en el nombre de Jesús está ya indicada su misión es evidente si recurrimos a la etimología hebrea Yeshua (Jesús), que es la abreviación de Yehoshua: «Yahvé es salvación». Además Lucas, que era pagano y escribe para ellos, está anticipando el tema de la salvación destinada a todas las naciones, propio del libro de Hechos de los Apóstoles.
Así pues, la revelación celeste atribuye a Jesús el título de Salvador. El trasfondo de los anuncios imperiales y la comparación implícita entre César Augusto y Jesús le confieren a este título y a la actividad que representa carácter universal. Jesús desde su nacimiento aparece como Salvador, también de los paganos.
Personalmente, me parece que esta situación se puede aplicar al mundo de hoy. El así llamado Occidente cristiano ha dejado masivamente de ser cristiano. Sus dioses son el dinero, el consumo desenfrenado, y el bienestar refinado a toda costa. No importa que a su lado haya gente sin techo y pasando hambre. Este primer mundo ignora a la mayor parte de la humanidad, postrada, oprimida y humillada por la pobreza y todo tipo de marginación, a la que los ricos y poderosos la han sometido. Probablemente a estos marginados, oprimidos y excluidos por los poderosos y opulentos, está destinada en un futuro inmediato la liberación, proclamada y realizada por Jesús y por sus seguidores, de parte de Dios.
Jesús, el Mesías.
Otro título de Jesús en Lucas 2,11 es el de Mesías. En la escena de la Anunciación, Lucas ya había subrayado dicho título a través de la profecía de Natán, que alude explícitamente a David como antepasado de Jesús:
«Éste -Jesús- será grande, lo llamarán Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado»… (Lucas 1,32-33). En la narración del nacimiento, el evangelista hace alusión a Belén como ciudad de David (Lucas 2,4). Es más, en el versículo 11, que estamos comentando, están asociados el término Mesías y la expresión en la ciudad de David.
Es evidente que el título de Mesías encierra un carácter particularista, ya que está relacionado solamente con el pueblo de Israel. Además, el título de Mesías, aplicado a Jesús, no responde a las expectativas del pueblo y de sus dirigentes que esperaban una manifestación espectacular del Mesías con carácter político y guerrero en el Templo. Un Mesías con poder político-religioso, capacitado para derrotar y expulsar a los romanos y devolverle a Israel el poder y esplendor de antaño, teniendo como punto de mira el reinado de David, paradigma de la grandeza de Israel. Esta perspectiva, que no era la de Jesús, constituyó su gran tentación mesiánica durante toda su vida pública (Lucas 4,1-13).
Jesús, el Señor.
El último título que encontramos en Lucas 2,11, y que ayuda a comprender la personalidad de Jesús, es el de Señor, en griego Kyrios. Este título es propio de Jesús resucitado, por eso se halla profusamente en el libro de Hechos de los Apóstoles, pero Lucas también lo atribuye a Jesús durante su vida pública, y hace ver que Jesús ya era Señor desde su nacimiento.
Las primeras comunidades cristianas reconocen e invocan a Jesús como Señor. Lucas transfiere a Jesús el título Kyrios, propio de Yahvé, en una especie de síntesis teológica. Con este procedimiento literario-teológico, el evangelista nos indica que, a partir de su nacimiento, las prerrogativas propias de Dios pertenecen también a Jesús.
Llegados a este punto, conviene señalar que en el Antiguo Testamento Kyrios, más que un título, era el nombre mismo de Yahvé. Que Lucas emplea el procedimiento literario-teológico ya reseñado, el de aplicar Kyrios, el nombre de Yahvé, a Jesús, parece cosa manifiesta, porque en el Evangelio de la infancia (Lucas 1-2), Kyrios aparece en algunos pasajes aplicado a Dios, y en otros se refiere a Jesús. De esta manera, Lucas nos hace ver que las prerrogativas de Dios en el Antiguo Testamento pertenecen ahora a Jesús desde su nacimiento (Lucas 2,11), algo impensable e inaudito, a no ser por la revelación celeste. Por eso Jesús, adornado con estos atributos divinos, aparece como novedad absoluta, e inaugura los nuevos tiempos. El cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento en Jesús desborda con creces la perspectiva y el contenido de dichas promesas.
Aunque Jesús era ya Kyrios desde su nacimiento, comenzó a manifestar y a ejercer las prerrogativas propias de este título, a partir de la resurrección. Las comunidades cristianas comprendieron también que Dios había transferido a Jesús no sólo su nombre de Kyrios, sino también todas las prerrogativas que este nombre entrañaba: influjo sobre la historia de la humanidad y dominio sobre el universo. Jesús resucitado, libre ya de los límites espacio-temporales, está presente en la historia de salvación del nuevo pueblo de Dios, que es la humanidad entera. Es decir, su nueva forma de vida junto al Padre, sin límites espacio-temporales, le permite estar en contacto con los que creen en él y con la gente de buena voluntad en cualquier tiempo y lugar.
Jesús, como Señor que es, está presente en la historia humana, no para someternos ni esclavizarnos, sino para dignificarnos, abriéndonos un horizonte de trascendencia. Los seres humanos somos los protagonistas de nuestra propia historia. Jesús, presente en ella, por medio de su Espíritu nos va concediendo capacidad de amar, abriéndonos así radicalmente a las necesidades de los demás. También nos infunde sabiduría y fortaleza para que actuemos con honestidad y justicia sin desfallecer. De esta manera contribuimos a devolverles a los marginados, oprimidos y excluidos de la sociedad la dignidad que nunca tuvieron o que, en algún momento, les fue arrebatada por los jefes y los poderes económicos, políticos y religiosos de nuestro tiempo.
Así pues, los títulos de Salvador y Señor de Lucas 2,11, al mismo tiempo que equiparan las prerrogativas de Jesús a las de Dios, indican también quiénes son los destinatarios de su misión terrestre: todos los pueblos de la tierra. El título de Mesías, aunque se refiere de manera directa al pueblo de Israel, al estar en conexión con los de Salvador y Señor, trasciende también ese ámbito. No ha habido ningún personaje ni profeta del Antiguo Testamento con los títulos y prerrogativas que son propios de Dios. El hecho de que las promesas de la Antigua Alianza se fueran a realizar en Jesús, el Mesías, tampoco hacía prever la hondura, el misterio y la trascendencia de su personalidad. Por eso es correcto hablar de novedad absoluta, al referirnos a Jesús. La revelación celeste, hecha a los pastores, nos indica, como veremos en breve, que el Mesías no viene sólo para Israel, sino también para los paganos. Su misión va a ser universal y eficaz. La universalidad le viene dada por los títulos de Salvador y Señor.
La eficacia queda vinculada al hecho de que Jesús, desde su nacimiento, recibe la transferencia de los atributos y prerrogativas propios de Yahvé, en relación con la salvación-liberación del género humano.
Jesús se presenta, pues, como novedad radical y propuso un mensaje totalmente innovador para la sociedad en que vivió. Debido a ese mensaje y a su realización, Jesús chocó frontalmente con las autoridades político-religiosas de su tiempo. Los creyentes, que le hemos prestado nuestra adhesión, debemos reflexionar sobre su mensaje en profundidad, para trasladarlo, adaptarlo, e intentar dar respuesta a los acuciantes problemas de muchas personas de nuestra sociedad. La confrontación que se pueda originar con las autoridades religiosas o civiles por ser fieles al Evangelio, no nos debe preocupar, a tenor de la última Bienaventuranza:
«Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad,
porque ésos tienen a Dios por rey» (Mateo 5,10).
Los pastores, destinatarios privilegiados del nacimiento de Jesús: Lucas 2,8-12.
La revelación celeste hecha por el ángel del Señor (Lucas 2,8-12), interpreta de manera desconcertante el nacimiento de Jesús, al indicar quiénes son los destinatarios primordiales de este nacimiento, así como los títulos divinos con que está adornado el recién nacido. Ya hemos reflexionado sobre los títulos divinos. ¿Qué nos dice, pues, este relato sobre los pastores y el pueblo llano en estrecha relación con ellos? (Lucas 2,10). Dios mismo proporciona una señal desconcertante como garantía de lo anunciado (Lucas 2,12), que resulta paradójica, sobre todo, si la cotejamos con los títulos trascendentes atribuidos al recién nacido por la misma revelación: Salvador y Señor (Lucas 2,11). El texto que nos atañe dice así:
«En las cercanías – de Belén donde había nacido el niño (Lucas 2,4-7) – había unos pastores que pasaban la noche a la intemperie velando el rebaño por turno. Se les presentó el ángel del Señor, la gloria del Señor los envolvió de claridad y se asustaron mucho. El ángel les dijo:
– Tranquilizaos, mirad que os traigo una buena noticia, una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y os doy esta señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2,8-12).
Este es el texto de Lucas que incluye la revelación celeste y sus principales destinatarios, los pastores, a los que se les da una señal para que reconozcan al recién nacido. Para comprender el alcance de esta revelación, habrá que preguntarse quiénes son los pastores y a quiénes representan en este relato. Por otra parte, puesto que ya hemos analizado los títulos que corresponden a Jesús desde su nacimiento y la señal dada por Dios, brota espontánea esta pregunta: los pastores y la señal dada por Dios, ¿están en consonancia con las prerrogativas atribuidas a Jesús? Enseguida veremos que el hecho de que los pastores sean los destinatarios directos de la revelación celeste produce sorpresa y desconcierto, pero es Dios mismo quien se dirige a ellos para hablarles sobre el niño. Hay otros textos importantes en el Evangelio de Lucas – entre los que destaca Lucas 4,18-21, al que ya hemos aludido -, por los que se puede comprobar que el contenido de esta manifestación celeste está anticipando y otorgándole credenciales divinas a Jesús, y a su actividad y mensaje durante su vida pública.
Los pastores: su función en esta escena .
¿Quiénes son y a quiénes representan, pues, los pastores en esta narración? Es verdad que hay una tradición bíblica favorable a los pastores, que refleja el honor debido a los patriarcas o al mismo David, porque todos ellos fueron pastores. Dios mismo ha sido considerado pastor de Israel . Nuestro texto, sin embargo, no recoge estas tradiciones. El contexto inmediato, otros pasajes de Lucas. en clara conexión con los pastores, y el horizonte de su propio Evangelio están a favor de la interpretación peyorativa de los pastores. La historia, la sociología y otras fuentes, contemporáneas a Jesús, vienen en nuestra ayuda.
Para los contemporáneos de Jesús, los pastores eran gente peligrosa, siempre dispuesta al atropello. Por eso eran menospreciados y estaban totalmente marginados por la sociedad de su tiempo , ya que no tenían derechos civiles ni religiosos. Eran considerados como delincuentes habituales, dispuestos siempre al robo y al pillaje, por lo que no merecían confianza alguna . De aquí que no pudieran testimoniar en juicio. En este sentido, eran equiparados a los recaudadores de impuestos, considerados por los judíos como gente pagana e indeseable. Éstos tampoco podían testimoniar en juicio .
Para Lucas y las comunidades cristianas primitivas, con las que compartía la fe en Jesús, esta gente pobre y despreciada, de manera especial por los dirigentes del pueblo, es precisamente la elegida por Dios para recibir la revelación celeste sobre el recién nacido, como destinatarios privilegiados. A ellos va dirigido en primer lugar este mensaje de Dios, llamado buena noticia, y por eso destinado a causar gran alegría. Estamos tratando uno de los puntos que conforman el corazón del Evangelio y que fundamentan la Teología de la liberación tan denostada y combatida por el Vaticano desde su nacimiento, allá por los años sesenta . Los pastores pertenecían sin duda a la amplia y variada categoría de los pobres de Yahvé. Los fariseos además los despreciaban porque, dada su vida nómada, no podían observar las prescripciones de la Ley .
Hay un contraste manifiesto entre la sociedad judía del tiempo de Jesús, con sus complicados mecanismos socio-económicos, con criterios selectivos y excluyentes por parte de los jefes del pueblo, dado el tenor de vida de esta clase dirigente, por una parte, y el proyecto definitivo de Dios en Jesús, por otra, que, a través de una revelación celeste, escoge y señala a los pastores como destinatarios privilegiados del Evangelio. Este contraste resulta desconcertante y hasta escandaloso. Los pastores, prototipo de la gente marginada, vilipendiada y menospreciada, son precisamente los elegidos por Dios para recibir los primeros, de manera directa, la buena noticia del nacimiento de Jesús. Éste, adornado de prerrogativas divinas, viene a devolverles la dignidad perdida a los pastores, y a las clases marginadas, oprimidas y explotadas de todos los tiempos, a quienes los pastores representan.
Hemos visto que los pastores eran una clase social completamente marginada y despreciada. Ahora vamos a conocer otro aspecto importante. Por no cumplir la Ley, eran excluidos del pueblo de Dios, eran considerados no-pueblo. En la práctica eran tenidos como paganos o gentiles. Los dirigentes religiosos también consideraban a los recaudadores como gente excluida del pueblo de Israel. Por colaborar con los romanos, cobrando sus impuestos y enriqueciéndose con la extorsión que practicaban habitualmente, eran considerados pecadores públicos. Así pues, tampoco ellos formaban parte del pueblo elegido. Lucas, que era pagano, de manera velada, sutil e irónica está afirmando que Jesús viene en primer lugar para ofrecer su salvación-liberación a los gentiles. Por otra parte, al añadir (…) «una gran alegría que lo será para todo el pueblo» (Lucas 2,10), está considerando también al pueblo de Israel como destinatario de la revelación y salvación que ha venido a traer Jesús, aunque en un segundo plano .
Por lo comentado hasta ahora, en esta escena la revelación celeste y el nacimiento de Jesús tienen lugar en un ámbito marcadamente profano; no hay atisbo alguno de ambiente sagrado. Sin duda alguna, se trata de una revelación divina, gratuita y trascendente, por provenir de Dios, pero la categoría de sagrado no se puede aplicar a Dios. Lo sagrado ha sido creado por el hombre para hacerse intermediario entre lo divino y lo humano. Así van surgiendo en todas las religiones los sacerdotes, personas sagradas, intermediarios entre Dios y el pueblo, con un variado escalafón entre ellos; se levantan templos y santuarios para realizar los sacrificios, las ofrendas y los diversos actos de culto con una enorme variedad de ritos. En la revelación celeste de esta narración, no aparece ningún intermediario con carácter sagrado. Dios se comunica directamente con los pastores que, como hemos visto, era la clase más menospreciada y marginada de su tiempo. Lo sagrado está completamente ausente de esta escena. Por lo demás, el niño acostado en un pesebre en el escenario y ambiente de los pastores, dista de lo sagrado como el cielo de la tierra; se trata de un lugar y de un ambiente marcadamente profanos.
Llegados a este punto es importante conocer el mensaje que el ángel del Señor – Dios mismo -, transmite a los pastores:
– «Tranquilizaos, mirad que os traigo una buena noticia, una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y os doy esta señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2,10-12).
Los pastores se asustaron al contactar con lo divino, – mentalidad del Antiguo Testamento -, y el ángel los tranquiliza. A partir de la venida de Jesús, podemos ponernos directamente en contacto con Dios sin miedo alguno, y sin necesidad de intermediarios sagrados. A continuación les dice que les trae una buena noticia, motivo de una gran alegría. La palabra Evangelio significa buena noticia, y, al proclamarla en el nacimiento de Jesús, Lucas está identificando la persona de Jesús con el Evangelio. Allí donde está Jesús, su persona devuelve la dignidad perdida a la gente marginada, atropellada y oprimida por los ricos y las clases dirigentes político-religiosas.
El Evangelio sólo se convierte en buena noticia si causa la liberación a los excluidos, oprimidos y sometidos. La presencia de Jesús y su actividad así lo demuestran, ya que durante toda su vida pasó haciendo el bien:
«Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hechos 10,38).
Además, como hemos visto, en este pasaje se le aplican a Jesús prerrogativas divinas, es decir, se le atribuyen dos títulos que en el Antiguo Testamento pertenecían sólo a Yahvé: Salvador y Señor . Por otra parte, la señal dada, para que los pastores reconozcan al niño, es desconcertante y paradójica si la cotejamos con esos títulos. Lo acabamos de decir: sólo a Yahvé, Dios de Israel, se le atribuían esas dos prerrogativas, y ahora se transfieren a Jesús. No olvidemos que el Evangelio de la infancia contiene la cristología más desarrollada de toda la obra lucana, porque es lo último que él añade a su Evangelio que empezaba en el capítulo tercero.
Por lo demás, los pastores, de evangelizados por el ángel, se convierten en evangelizadores (Lucas 2,15-20): la gente se admiraba de lo que decían los pastores; sólo «María conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior» (Lucas 2,19). Esto le iba a dar la posibilidad de ir comprendiendo mejor y aceptando la personalidad misteriosa y desconcertante de su propio hijo, y poder revelarla en su momento. Por eso María es, sin duda alguna, una de las fuentes del Evangelio de la infancia. Lucas luego ha tratado esta y otras fuentes, que ha tenido en sus manos, con la libertad teológica que le es característica.
No hay vestigio alguno de lo sagrado en toda esta narración del nacimiento de Jesús. La relación se establece con la esfera de lo celeste o lo divino, pero ya hemos visto que este ámbito es gratuito e inalcanzable, por ser trascendente; no pertenece a lo que nosotros entendemos por sagrado. Así pues, lo secular, lo profano, la vida normal, sacada a veces de la rutina cotidiana por acontecimientos y avatares imprevistos, es decir, la vida tranquila y cotidiana de María y José, condicionada en esta escena por el Edicto imperial, ha ido marcando el rumbo de sus vidas de manera natural y progresiva. En su vida pública, el contacto con su hijo, Jesús, les ha ido apartando, poco a poco, del ámbito sagrado y cerrado del judaísmo, para compartir, después de la resurrección, la adhesión a Jesús con gentes de todas las razas y naciones, movidos por el Espíritu Santo, que terminó echando por tierra todas las barreras sagradas del judaísmo.
Probablemente el Dios de Israel ya estaba cansado de tantos intermediarios sagrados, pero sin fe, y de tantos actos de culto vacíos de contenido, y quiso que con Jesús se fuera estableciendo una relación fluida entre lo celeste y lo terrestre sin que esta relación quedara lastrada por sacerdotes descreídos, por gran número de lugares sagrados, por templos en los que se ofrecían mecánicamente un sinfín de sacrificios de animales, y por múltiples y variados actos de culto, celebrados siempre en lugares sagrados.
Otra conclusión manifiesta: los grandes de este mundo, los ricos y poderosos no son precisamente los más capacitados para aceptar y vivir el Evangelio. Los privilegiados del reinado de Dios son los pobres, los marginados, los excluidos y despreciados por la sociedad, los oprimidos, la gente sencilla, el pueblo llano. El Evangelio, al mismo tiempo que libera al ser humano de la marginación, explotación u opresión a las que con frecuencia se ve sometido, a su vez, lo capacita para elegir con libertad una vida sencilla que pueda dar en rostro a «los valores» del mundo este. Así, de persona marginada y oprimida, una vez liberada, puede convertirse en persona liberadora, contribuyendo a devolver a otros la dignidad maltrecha o perdida.
Este plan de Dios, por lo novedoso, gratuito, desconcertante y paradójico, choca frontalmente contra «los valores establecidos» de la sociedad en general, y por gran parte de la Alta jerarquía en particular, ya que esos valores son con frecuencia idénticos.
Es inaudito y desconcertante que lo débil de este mundo sea revestido de la fortaleza y sabiduría de Dios para llevar adelante sus planes. No hay duda de que el Evangelio va contra corriente al afirmar que la gente sencilla, el pueblo llano, los sin nombre son los privilegiados del reinado de Dios (Lucas 10,21-22). Son, en efecto, los elegidos por Dios gratuitamente para adherirse a Jesús, y luego llevar a cabo la salvación de Dios por medio de su Hijo. Ésta es la gran paradoja y la novedad radical de Jesús y de su Evangelio: en lo débil, en lo que no cuenta para este mundo, se manifiesta la benevolencia, la sabiduría y el poder de Dios (I Corintios 1,20-29). Jesús de Nazaret, que rechazó como tentación el poder religioso, y el político-económico, él mismo es la benevolencia, la sabiduría y el poder de Dios para la humanidad.
Ya hemos hecho alusión al paralelismo entre Lucas 2,8-12 y Lucas 4,18-21 y contexto. Quizás sea conveniente profundizar un poco más, para comprobar mejor la estrecha relación que existe entre estos dos pasajes. En Lucas 2,10-11 el Evangelio se identifica con la persona de Jesús desde su nacimiento. Dios mismo anuncia esta buena noticia a los pastores. En la escena de Nazaret (Lucas 4,18-21) el Evangelio se identifica con el mensaje y la actividad liberadora de Jesús. Él mismo anuncia esta buena noticia a los pobres y oprimidos, destinatarios directos de su mensaje y actividad:
«El Espíritu del Señor descansa sobre mí….
Me ha enviado a dar la buena noticia a los
pobres…, a poner en libertad a los oprimidos»… (Lucas 4,18).
Una vez que hubo leído el texto de Isaías, con un breve comentario Jesús se lo aplica a sí mismo:
«Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje» (Lucas 4,21).
De nuevo resuena este HOY que indica el nuevo comienzo. Es evidente, pues, que el Evangelio es y significa buena noticia, en primer lugar, para las clases oprimidas y marginadas de la sociedad. Jesús ha sido enviado para liberar a estas personas de toda clase de injusticia, que pesa como una losa sobre ellas, y para devolverles sus derechos, la dignidad, y la alegría de volver a sentirse personas libres. Sin libertad, inherente a todo ser humano, y sin los derechos fundamentales que le pertenecen, se vive en una situación infrahumana. Jesús entabló una lucha sin cuartel, siempre con medios pacíficos, para devolverle a todo ser humano la libertad y la dignidad que le pertenecen. El reino de Dios se construye con personas libres, porque somos hijos de Dios, hermanos de Jesús, y hermanos unos de otros; no, con personas esclavas.
Sabemos por los evangelios que Jesús puso todo su empeño en devolverles la libertad y la dignidad a las personas sometidas o esclavizadas de su entorno. Querer alcanzar o recuperar la libertad perdida, es un requisito importante para integrarse conscientemente en el reino de Dios. Al contrario que Jesús, las diversas religiones de la humanidad – incluido el cristianismo cuando funciona como una religión más-, a través de muchos de sus dirigentes, y multiplicando leyes y normas, han sometido las conciencias de sus respectivos creyentes en nombre de Dios, impidiendo así que mucha gente alcanzara la libertad y la responsabilidad inherentes a toda persona adulta.
Así pues, el Evangelio se identifica con la persona, actividad y mensaje de Jesús. Queda también claro que los primeros destinatarios de esta buena noticia son los pobres, los oprimidos, los explotados, en una palabra, los menospreciados por los dirigentes y las clases acomodadas de la sociedad, porque estos «seres abyectos» no cuentan en absoluto para ellos. Para Dios sí cuentan, y son seres privilegiados, porque a través de Jesús les ha llegado este mensaje de liberación tan esperado. Dios lo ha querido así, y así lo ha revelado: por medio de una revelación celeste a los pastores, en Lucas 2,10-12; por medio del mismo Jesús en Nazaret, en Lucas 4,18-21. Estos dos pasajes, con un contenido teológico y humano tan profundo, no hacen sino anticipar, como programa, y ratificar, como compendio, la actividad liberadora de Jesús durante su misión terrestre. Nos encontramos, pues, ante una novedad absoluta y radical, la del cambio cualitativo de valores que comporta el reinado de Dios, proclamado y llevado a cabo por Jesús. La teología de la liberación hunde, pues, sus raíces en estos pasajes fundamentales del Evangelio.
La circuncisión de Jesús: Lucas 2,21
«Al cumplirse los ocho días, cuando tocaba circuncidar al niño, le pusieron de nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción» (Lucas 2,21).
Benedicto XVI afirma que Pablo alude a este rito al escribir: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Gálatas, 4,4s.) .
Efectivamente, Jesús queda incorporado al pueblo de Israel, pero habría que especificar que la circuncisión obliga al cumplimiento de la Ley mosaica, y que Jesús en su vida pública se desentiende de ella o la contraviene con su conducta y enseñanza: el precepto del sábado, las tradiciones de Israel, los alimentos impuros, comer con gente indeseable, la abolición del culto y del templo… El motivo es que, en tiempo de Jesús, la Ley mosaica atentaba contra los valores y derechos esenciales de las personas. Pero Jesús colocó al ser humano en el centro de su actividad y mensaje. Por eso sabemos que las comunidades cristianas primitivas, siguiendo las enseñanzas y el quehacer de su Maestro, abolieron la circuncisión, declarando que para ser cristiano, no había que pasar por el judaísmo (Hechos 10,1-11,18; Hechos 15). Es decir, este rito religioso y sagrado, que obligaba al cumplimiento de la Ley mosaica, queda abolido. Como dice Pablo con frecuencia, no estamos bajo la Ley, sino bajo el influjo del Espíritu de Dios.
La presentación de Jesús: Lucas 2,22-32.
Benedicto XVI afirma que este segundo episodio es más complejo, porque encierra tres acontecimientos: la «purificación» de María, el «rescate» del hijo primogénito… y la «presentación» de Jesús en el templo. (p.87). Todo esto está mandado por la Ley del Señor (Lucas 2,22). Luego Benedicto XVI analiza a fondo las leyes del Antiguo Testamento que tenían que ver con estos acontecimientos . Pero reconoce que lo singular de esta narración es que no habla del rescate de Jesús, sino de su «presentación» (p. 89). En efecto, el tercer evangelista aprovecha esta prescripción legal para poner de relieve el hecho de la presentación. Benedicto XVI vuelve a insistir en que «sobre el acto del rescate prescrito por la Ley, Lucas no dice nada» (p. 89). Luego, afirma que «para Lucas es esencial precisamente esta primera entrada de Jesús en el templo como lugar del acontecimiento» (p.89), para terminar afirmando que «a este acto cultual, en el sentido más profundo de la palabra, sigue en Lucas una escena profética» (p.90). Vamos a ver, sin embargo, que Lucas no hace alusión a ningún acto cultual, y menos en sentido profundo, y que el templo aparece sólo como lugar de encuentro entre Simeón y Jesús, para que el anciano hable como profeta de él y de su madre.
En la presentación, nos encontramos con una pequeña narración, seguida por un himno. En la narración destacamos lo siguiente:
– Simeón es un israelita piadoso, pero vive al margen del templo y de sus funciones, porque no es una persona sagrada.
– Este personaje cobra importancia cuando Lucas afirma que «el Espíritu Santo estaba con él, que lo había avisado que no moriría sin ver al Mesías, y que fue al templo impulsado por el Espíritu». Es decir, el templo queda en un segundo plano, como algo circunstancial, y Lucas centra el episodio en el tema del Espíritu. La presencia de Jesús hace que irrumpa el Espíritu de Dios, y Simeón bajo su influjo habla como profeta.
– Aunque María y José habían ido al templo para cumplir la Ley de Moisés, no se habla del rito de la presentación de Jesús; la presentación queda desdibujada y pierde su importancia ante la profecía de Simeón sobre el niño. No se narra, pues, acto de culto alguno. Como este himno encierra temas importantes de la teología lucana, sería bueno terminar esta sección con una reflexión sobre su contenido.
Este pequeño himno (Lucas 2,29-32), puesto en los labios de Simeón, es el pasaje con mayor alcance universal de todo el Evangelio de Lucas. Con el ahora, que lo encabeza, subraya Lucas el comienzo de la novedad mesiánica. Según tu promesa, relaciona al niño que tiene en sus brazos con el cumplimiento de las promesas de Dios. El anciano profeta, guiado por el Espíritu Santo, descubre en este niño «al salvador de todos los pueblos» , y lo proclama, ante todo, «luz para alumbrar a las naciones» (los gentiles), y sólo luego lo considera también «gloria de su pueblo, Israel». El estrecho horizonte judío se ensancha desde los comienzos de la vida de Jesús. Esta profecía se abre al universalismo de Hechos de los Apóstoles: «Recibiréis el Espíritu Santo… para ser mis testigos en Jerusalén… y hasta los confines de la tierra» (Hechos 1,8).
La experiencia de las comunidades cristianas primitivas, recogida en el libro de Hechos, ha sido dura y polémica, porque los judíos han ido rechazando la salvación de Jesús. Por eso la apertura a los gentiles tiene carácter polémico, de confrontación, porque históricamente es fruto del rechazo de los judíos. Pablo y Bernabé, de hecho, se dirigieron en primer lugar a los judíos, pero, al ser rechazados por éstos, empezaron a anunciar el mensaje de la salvación de Dios a los paganos:
– «Era menester anunciaros primero a vosotros el mensaje de Dios; pero como lo rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que vamos a dedicarnos a los paganos» (Hechos 13,46).
Lucas, que era pagano, y que además había vivido de manera intensa y dramática esta situación, presenta a Jesús en primer lugar como salvador de los paganos; a continuación, también de Israel: «luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel» .
En la obra lucana y en las cartas de Pablo, el tema del Espíritu le gana la batalla al de la Ley mosaica. Aquí se establece línea directa entre el Espíritu Santo y Simeón, y el rito de la presentación desaparece de la escena. El tema de lo sagrado una vez más cede el paso a la comunicación del Espíritu de Dios que no depende de intermediarios. Es la fuerza de lo divino frente a lo sagrado. Lucas va dejando cada vez más claro que con Jesús y con el Espíritu de Dios estamos en el horizonte del Nuevo Testamento, ámbito de lo secular y profano, no del Antiguo, ámbito de lo sagrado.
Simeón, sosteniendo al niño, afirma que será «signo de contradicción». Se trata de la actitud que se toma ante Jesús. En el mismo Evangelio, el pueblo está pendiente de sus labios, mientras que los jefes del pueblo, desde el comienzo de su vida pública, buscan la manera de quitarlo de en medio. Un buen comentario de este pasaje lo hace el mismo Jesús cuando recibe a dos emisarios de Juan; después de hacer alusión a las palabras de Lucas 4,18, y de curar a los que lo necesitaban, afirma: «¡Dichoso el que no se escandalice de mi!» (Lucas 7,23). Escandalizarse de Jesús es rechazarlo. Luego le dice a María: «una espada te traspasará el alma»; Benedicto XVI comenta acertadamente: «La teología de la gloria está indisolublemente unida a la teología de la cruz» . A continuación, Lucas nos presenta a una mujer piadosa, que ante la presencia de Jesús, profetiza, atribuyéndole al niño «la liberación de Jerusalén». El horizonte es el judío, pero Lucas hace ver que también las mujeres se benefician del contacto con Jesús. Aquí presenta a Ana como profetisa.
Por último, Benedicto XVI habla de la escena que cierra el Evangelio de la infancia (Lucas 2,41-52), y la titula: «Jesús en el templo a los doce años» (p. 125). Destaca que la obligación de la familia era llevar los hijos al templo, a partir de los trece años. A veces se adelantaba la edad para que se acostumbraran a cumplir con la Torá. El niño se queda en Jerusalén, en el templo, y los padres se dan cuanta de que no está con ningún miembro de la caravana, y deciden volverse a Jerusalén. «A los tres días» lo encuentran en el templo, sentado entre los doctores, respondiéndoles y preguntándoles (Lucas 2,46). Benedicto XVI admite que los tres días puede ser lenguaje simbólico y referirse al periodo entre la muerte y la resurrección de Jesús (p. 128). Recalca la importancia del templo para Israel y para la Sagrada Familia desde la infancia de Jesús (pp. 126-127), pero creo que exagera cuando afirma: «Jesús no está en el templo por rebelión a sus padres, sino justamente como quien obedece, con la misma obediencia que lo llevará a la cruz y a la resurrección» (p.129). Además, Jesús no va a la cruz por obediencia al Padre, lo arrastran a la cruz los sacerdotes y los jefes del pueblo, porque lo consideran una persona subversiva, un malhechor y un blasfemo. El Padre, resucitando a Jesús, confirma tu actividad y su mensaje durante su vida pública.
Ante el reproche de María: – «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¡Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo!» (Lucas 2,48), Jesús le responde: – «Por qué me buscabais? ¿No sabías que debo ocuparme de lo que pertenece a mi Padre?» (Lucas 2,49). Benedicto XVI comenta así este pasaje: «En esta respuesta hay sobre todo dos aspectos importantes. María había dicho: «Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Jesús la corrige: yo estoy en el Padre. Mi padre no es José, sino otro: Dios mismo» . El texto no dice que José no sea su padre. Aquí hay una manifiesta contraposición entre tu padre, en labios de María, y mi Padre, en boca de Jesús. Es decir, Jesús no niega que José sea su padre terrestre, pero, a esta paternidad, contrapone otra paternidad, para él más importante: con la expresión mi Padre, referido a Dios, se está proclamando Hijo de Dios, como en la Anunciación (Lucas 1,35), y como en el pasaje de Lucas 10,22: «Mi Padre me lo ha enseñado todo; quién es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre lo sabe sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Quiero terminar, poniendo de relieve que Benedicto XVI, comentando La infancia de Jesús, en algunas ocasiones afirma que Jesús es Dios. En esta narración, hablando de que Jesús crecía no sólo en edad, sino también en sabiduría, y ponderando el misterio que encierra su persona, escribe: «Se manifiesta concretamente que él es verdadero hombre y verdadero Dios, como lo formula la fe de la Iglesia» . El credo de algunos concilios así lo formula, pero en el Evangelio de Lucas nunca encontramos esa afirmación. Lucas sí habla de Jesús como el Hijo de Dios, que, en algunos pasajes, tiene sentido trascendente.
Por lo escrito hasta aquí, en cuanto a la recensión del libro de Benedicto XVI, La infancia de Jesús, podríamos hacer este resumen:
Es un libro cómodo de leer y uno se siente tranquilo al leerlo, ya que no hay un solo comentario que inquiete al lector o lo ponga delante de los problemas lacerantes de nuestro tiempo; Benedicto XVI demuestra una gran erudición y conocimiento de las Escrituras. La teología que encierra su libro tiene normalmente presente, como trasfondo, el statu quo de la Iglesia jerárquica, y hace interpretar erróneamente algunos textos importantes, o bien, omite el comentario de otros pasajes que podrían llevar a una seria confrontación entre el Evangelio y el statu quo de la Iglesia jerárquica, al que hemos aludido.
De hecho, nunca ofrece la confrontación dialéctica entre los dípticos de Juan Bautista y los de Jesús, porque a través de esta contraposición, se pone de manifiesto la supremacía de lo profano, referida a María y a Jesús, frente a la decadencia de lo sagrado, relacionada con el sacerdocio de Zacarías. María acepta el mensaje del Señor, a pesar de lo novedoso, fe de María, frente a la incredulidad del sacerdote Zacarías; otra contraposición pone de manifiesto la novedad radical de Jesús, que aparece como la nueva creación, frente a la desaparición de las principales instituciones sagradas del Antiguo Testamento. Jesús las va declarando obsoletas, a lo largo del Evangelio de Lucas. Sólo queda en pie el profetismo, ya que Juan aparece como el último profeta de la Antigua Alianza; hay también un marcado contraste entre los atributos trascendentes de Jesús, frente a las prerrogativas proféticas de Juan.
Benedicto XVI presenta a Juan Batista, en primer lugar como sacerdote, y afirma que su sacerdocio ilumina y anuncia el nuevo sacerdocio de Jesús. La teología especulativa y deductiva, desde el statu quo al que hemos aludido, lo lleva a recabar de los textos el apoyo a este sacerdocio de Juan, para iluminar, desde el Antiguo Testamento, el sacerdocio de Jesús, y el sagrado sacerdocio de la Iglesia, que se va desmoronando lentamente; ni Juan fue sacerdote, ni Jesús aparece como sacerdote en el Evangelio de Lucas. La falta de fe de Zacarías, traducida en falta de identidad y convicción en bastantes sacerdotes de la Iglesia de hoy, así como la vida rutinaria en el ejercicio de su ministerio, no entusiasman ni impresionan a la juventud de nuestro tiempo, que, en gran medida, está dando las espaldas a la Iglesia jerárquica.
En el relato de la escena del nacimiento de Jesús, Benedicto XVI no saca las conclusiones que emanan de esos textos: no ve, o no quiere ver que los títulos trascendentes de Jesús producen sorpresa y desconcierto, al confrontarlos con los pastores y la señal de pobreza que el ángel les ha dado, porque los pastores representan a los marginados y excluidos de todos los tiempos.
La conclusión es clara: el nacimiento de Jesús es buena noticia y alegría, en primer lugar, para todos los excluidos de la sociedad, porque Dios así lo ha querido y revelado. A Benedicto XVI, en su libro, La infancia de Jesús, le falta garra para interpelar a la gente, porque prescinde de los serios y acuciante problemas que en nuestros días están agobiando y asfixiando a tantas personas y familias. Estos problemas concretos y lacerantes son los que tienen que interpelar al Evangelio para tratar de entender qué habría hecho Jesús de vivir entre nosotros. Esta teología, de carácter inductivo y muy concreta, que coloca siempre a Jesús en el centro, va impactando a muchos seguidores de Jesús en nuestro entorno, a personas creyentes y no creyentes, y a gente de buena voluntad, que se dejan llevar por el Espíritu, y ponen su propias vidas y sus recursos a favor de los más pobres y desfavorecidos. Ésta es la Teología de la liberación que no puede estar presente en el comentario de Benedicto XVI por razones obvias.
En lo referente a la virginidad de María, comprendemos la coherencia de Benedicto XVI, pero los argumentos convergentes que hemos esgrimido a favor de la paternidad de José tienen una fuerza innegable. Lo que no podemos admitir es la afirmación de que la virginidad de María es fundamento de nuestra fe, equiparándola explícitamente al tema de la resurrección de Jesús.