Por ser los Dominicos de mucha Teología y por Salamanca, enseñaron muy bien a sus alumnos la denominada Doctrina Social de la Iglesia, que es progre
(Ángel Aznárez, notario).- Un lector de la asturiana villa de Grado, como don Martín (el presbítero), en un «remitido» me dice que se ha de reparar en el siguiente hecho: «que los más celebres exalumnos de los Dominicos son hoy del Partido Socialista, llamado el del Progreso, y los más de los Maristas, son del Partido Popular, llamado el del Regreso».
Prometo a mi lector, de tierra de dulzainas como los tocinillos de cielo, estudiar su afirmación, y que aventuro ya una explicación: por ser los Dominicos de mucha Teología y por Salamanca, enseñaron muy bien a sus alumnos la denominada Doctrina Social de la Iglesia, que es progre, mucho, y, sobre todo, muy útil y práctica.
Una lectora cálida, de Las Caldas, tierra asturiana de arvejos o arbeyos, me pide, incluso por favor, que no me meta en Política. La tranquilizo y prometo que no seré de aquélla, pues soy «un técnico», como el italiano Monti, aunque sin tanta jeta o jeta tanta, lo cual es de mérito al haber nacido en una ciudad, Oviedo, también de la dolce vita, que, por abundancia de jetas, tuvo hasta un sanatorio, llamado Jetino (o Getino), de muchos partos.
En Gijón, por el contrario, los sanatorios o paritorios de las élites, tenían, para contradicción, nombres de Virgen. Una, la de Begoña, virgen vizcaína y Gijón, ciudad vizcaína por sus muchos hierros y tapas; la otra, la del Carmen, virgen de escapulario, y Gijón, ciudad escapulario, aunque muy guerrera, que hasta su más célebre ginecólogo se apellidaba Guerra.
Ya es cosa de apretar la tecla del menú principal en el mando a distancia, que ni es mando ni está distante e ir al meollo. No sé si por lo de los calcetines blancos del fraile o si por las columnas dóricas (léase anterior relato Marcelino santo, ni pan ni vino)), decidí ir los domingos a la iglesia de los Dominicos a cumplir con el precepto. Fue todo un acierto, pues allí presencié portentos, aunque a «palo seco», sin confesar ni comulgar, pues eso un «marista», por lealtad, no lo podía hacer con un Dominico, de la competencia.
Las misas eran cada media hora por haber frailes a montones (dos de los Llana, habitantes en Muñoz Degraín e hijos de maestra y funcionario, «fueron para» Dominicos, a pesar de tener una bici Orbea estupenda, con red de colores en la rueda de atrás). La misa de las once era rápida, que terminaba en un periquete y el Dominus vobiscum del oficiante, apoteósico, pues al girar para mirar al pueblo peregrino, su vuelta era tan completa, que recordaba a los místicos derviches de Anatolia, de danza frenética.
Otra obra de arte la protagonizó un dominico lego, que, en el ofertorio, al pasar el cepillo limosnero, extendía el brazo dejando ver las puñetas blancas y almidonadas de su camisa, que parecían toca de monja. Era elegante en sus botones blancos, no con la ordinariez de gemelos. Un día me atreví a preguntarle cómo se llamaba, no me lo dijo y se mosqueó.
La tercera obra de arte ocurría en la misa de doce; al pulpito subía el Padre Álvarez, que un día casi rompe la crisma al caerle encima una «estación del Vía Crucis, allí colgada. Aquel fraile tenía tal precisión en sus «maneras» que, gracias a él, se recordaba a doña Rosita en su pastelería. Y la coordinación entre el Padre, que estaba en el Altar, y el Padre, que estaba en el lejano púlpito, era igual de precisa que il pendolino de Foucault –genialidad la de la lengua italiana que al color moreno llama brunito–.
Por ocurrencia de no se sabe quién, se decidió que los de los Maristas fuésemos de «Ejercicios Espirituales» a tierras de repoblación por astures: a la leonesa Virgen del Camino de los O.P. Salimos de la Estación del Norte de Oviedo, que no es la Victoria Station; subimos al tren-correo de vagones verde oliva, que no era el Orient Express de vagones azules, coches y camas, de Wagons-Lits, que tuvo agencia de viajes en la calle Cabo Noval de Oviedo, muy cerca de la casa en la que vivía mi admirado Angel Rojo Fernández-Río (a los 17 años ya había traducido del alemán la obra del jurista Ennecerus).
Llegamos a León, que no es Estambul, la bizantina con el Cuerno de Oro. No se constató que en el trayecto se hubiesen cometido asesinatos, pues no vigilaba Aghata Christie, la del plumero con color de adviento, sino el marista Hermano Gabriel, «El torero», así llamado por sus muchos pases, paseillos y manoletinas delante del encerado negro, negro como un astado.
De la estancia allí podría escribir un libro, casi como D´Ors, que era capaz de hacer de su capa, no un sayo sino un ensayo. En las frías mañanas de aquel noviembre, desde las ventanas como celosías, que miraban a la carretera que separa el Santuario de la Casa de Ejercicios, se veían pasar carromatos ruidosos y gentes de León en bicicletas, con pasamontañas rudos de casquete. Un fraile dominico asombraba y acongojaba, más que por sus disertaciones infernales, de mucho ardor y arder, por el flamear -no despistarse con flanear, que es cosa de flanes– de su negra capa, como un murciélago. Una capa que, tal como aconsejara Gómez de La Serna a Valle-Inclán, de melena merovingia, es prenda de abrigo muy de recomendar a mancos.
Pero lo más impresionante no estuvo en la capilla de sermones y rezos, sino en las cocinas de «La Virgen del Camino». De repente, se abrían, como por encanto, las puertas y aparecían unos carritos con comestibles, propulsados por Madres Dominicas, de blanco hábito, mandilón negro y tocas almidonas. Allí comí unos macarrones con tomate y bonito, nunca superados en su sabor y calidad, y eso que después comí muchos macarrones. El episodio, macarrónico, fue de tanta intensidad que el tiempo lo convirtió en fantasía, tan del gusto de Freud; y la contaré, acaso impúdica: llegar un día a ser y estar millonario, y organizar una gran cena o buffet, para mis amistades postineras: el menú será de macarrones con tomate y bonito, servido por doncellas con tocas blancas y almidonadas, inmensas, como las tocas de las Hijas de la Caridad de antes.
De La Virgen del Camino salimos tan humildes y franciscanos, por causa de los Ejercicios, que no queríamos, al regresar de León, subir a los vagones verde oliva y de 2ª clase, de cuarenta y siete asientos, sino ir en el furgón de cola, de equipajes y paquetería. La máquina o locomotora, también verde, era la inglesa 7722, con dos pantógrafos y bocina como de pera y trompeta. Aquel ingenio bajaba, desde la estrecha Perruca, a una velocidad de vértigo por el Puerto de Pajares, que es el San Gotardo de los astures; astures que, por finura como suizos, teníamos hasta La Suiza en la calle Jesús de Oviedo, la única tienda de delicatessen y chocolatinas Nestle, en tiempos tan indelicados de onzas chocolateras muy duras, de la Herminia o La Cibeles. En Gijón, muy «grandones», tenían a efecto de delicadezas, una casa, Casa Rato o La Casa de Rato ¡Cómo no!, en Corrida, cerca de Radio Norte, que vendía discos de La Violetera.
Va a ser cosa de terminar, que no se debe abusar de la paciencia, que es manjar de poltrones, y que, según Píndaro, «hasta la miel y las flores de Afrodita producen hastío» (eso lo escribió en su Nemeas, no confundir, por favor, con el prostático Nimeas). Aquellos Hermanos (Maristas) y Padres (Dominicos), en su labor educativa, sin duda, cometieron muchos errores, pero errores los cometemos todos. Este escribano y escriba vano, en uno de los relatos de La casa rosa de los Pérez, subiendo hace décadas por la escalera del Prado Picón, recordó en el segundo chalet de la izquierda al constructor Rodríguez, que llamó Julián y que debió nombrar Manuel; Manuel Rodríguez, padre de diez hijos, era el referido. ¡Qué cosas, las de la memoria «mimosona» y que por ello los griegos llamaron Mnemosyne.
A este relator-locutor no consta que los Hermanos y Padres le hayan hecho males; no los juzga de malhechores, sino de bienhechores. Por eso, hace unos años, al regresar de Portugal, no sabiendo qué Espíritu le conducía, fue al columbario de los Maristas en Tuy (en el jardín al fondo), y en el nicho del Reverendo Hermano Director, el dignísimo Jacinto, depositó un jacinto muy vivo, tanto como el recuerdo mismo.
También por lo mismo, anualmente, el Jueves Santo, por la mañana medita ante el muro del Coro de San Esteban en Salamanca, mirando y remirando al imponente pavo, símbolo de la soberbia. Más tarde, asiste a los Oficios de las 18,30, en la misma iglesia dominicana, y minutos antes, con los demás del pueblo fiel, ensaya los cánticos litúrgicos bajo la mano, que no batuta, del dominico Padre Emilio Bautista García.
Y por todo, por todo, cuando me desenredo de elucubraciones laberínticas de Teología dogmática o de Antropología cristiana, voy los domingos a las once horas -ahora a las 11,30, pues cambio el horario- a la misa de catecismo de la parroquia de los Dominicos de Oviedo, unas veces solo y otro en compañía de algún hijo, y allí escucho las predicaciones para niños de fray Otilio, al que, por cierto, reproché que no calce calcetines blancos. En verdad el párroco se llama José Antonio, no Otilio, pero, para frailes, siempre me gustaron más los nombres de Otilio u Obdulio.
En este final, que también pudiera ser el principio, el principio de los tres relatos, y para más emoción, el autor aconseja la compañía de una música. Para ello, se ha de colocar en el tocadiscos o pick-up el disco Chariots of fire de Vangelis, situar la aguja en el surco de Jerusalem, y ya se podrá escuchar la maravilla.