Este último gesto de servicio a la Iglesia le honra como hombre, como cristiano y como dirigente de la comunidad cristiana
(Alberto Torga).- En el coro prácticamente unánime de reconocimiento a la postura del Papa Benedicto XVI, calificando su renuncia como un gran gesto de servicio a la Iglesia, ha habido dos notas discordantes: la del cardenal-arzobispo de Cracovia y la de un colaborador habitual de LA NUEVA ESPAÑA.
El cardenal-arzobispo de Cracovia y secretario de Juan Pablo II durante casi 40 años, Stanislaw Dziwisz, recordó, con ocasión de la dimisión de Benedicto XVI, que el Papa polaco «decidió permanecer en la sede pontificia hasta el final de su vida, porque consideraba que de la Cruz no se desciende».
Recuerdo a este respecto que mi recordado y entrañable amigo José María Díaz Bardales escribió en LA NUEVA ESPAÑA, el 5 de octubre de 2003, un artículo titulado «Se muere un papa», en el que decía: «Cuando todos vemos el deterioro diario del obispo de Roma, siguen asegurando los que pululan por los palacios vaticanos que sólo tiene leves afecciones. ¿Por qué tanto misterio y negación de la evidencia? Me recuerda lo que ocurría con Franco hasta el día de su muerte (?) A las personas con las que yo tengo más relación les parece inhumano seguir trayendo y llevando sobre ruedas a un anciano enfermo y con achaques clamorosos». Ciertamente era penoso ver el deterioro físico de Juan Pablo II, babeándose literalmente, y me rebelaba entonces contra el hecho de que el gobierno de la Iglesia siguiera en manos de un anciano al que literalmente le fallaban las fuerzas físicas y, por supuesto, también las psíquicas e intelectuales.
El habitual colaborador de este periódico, Ignacio Gracia Noriega, en un artículo publicado el 13 de febrero, con el título de «Ratzinger, un intelectual europeo: Luces y sombras de la renuncia de Benedicto XVI», escribía: «Debo apuntar que la reciente abdicación de la reina de Holanda y la presente renuncia del Papa no contribuyen al prestigio de las instituciones que encarnan, ya que los cargos de papa y rey son vitalicios y nada tienen que ver con el sindicalismo y la jubilación. El Papa Wojtyla dio una hermosa lección de energía, permaneciendo en su puesto hasta su extenuación. Por otra parte, ¿cómo justifica un teólogo de la categoría de Ratzinger que un nombramiento en el que interviene el Espíritu Santo pueda ser modificado por un simple mortal aunque sea el Vicario de Cristo sobre la tierra? En el aspecto político es otro mal ejemplo, ya que si un Papa renuncia, ¿por qué no se va a institucionalizar que el rey abdique obligatoriamente a los 75 años y que luego se vaya a pescar como los policías jubilados de las películas americanas? Y con un rey sometido a abdicación obligatoria, como si fuera un funcionario, ¿por qué no tener ya de una vez una república presidida por Felipe González?»
De todo el párrafo sólo me parece aceptable parte de esta última pregunta, pero, como no es el caso de hablar ahora sobre la forma de Estado, le diré al autor que el hecho de que intervenga el Espíritu Santo en la marcha de la Iglesia, no impide que el Papa, al sentirse sin fuerzas para responder a los muchos y graves retos que hoy tiene planteados la Iglesia, tenga el coraje y la clarividencia de renunciar a su cargo, precisamente en bien de la Iglesia: renuncia, por otra parte, que está prevista en el canon 333, párrafo 2º, del Código de Derecho Canónico, que pone como única condición para su validez «que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente».
Confieso que llevé un gran disgusto cuando el 19 de abril de 2005, después de la emoción que sentí al ver fumata blanca en la chimenea del Vaticano, a continuación se hizo público que había sido elegido Papa el cardenal Josef Ratzinger. No era mi candidato. Pero he de reconocer que ha prestado un gran servicio a la Iglesia, desenmascarando y reduciendo al silencio al canalla Marcial Maciel -que hasta entonces había gozado de patente de corso en el Vaticano-, luchando contra la pederastia, ante la que impuso tolerancia cero, publicando tres grandes encíclicas y ejerciendo el magisterio en sus homilías, y ahora renunciando al Papado, al sentirse sin fuerzas para seguir al frente de la Iglesia. Este último gesto de servicio a la Iglesia le honra como hombre, como cristiano y como dirigente de la comunidad cristiana. Ha sido un gesto de coraje, clarividencia y amor a la Iglesia indudable.
Ahora hay que esperar al cónclave. No soy muy optimista. Si no todos, al menos la mayoría de los cardenales electores -es decir, menores de 80 años-, han sido nombrados por este Papa y por su predecesor y casi todos de un tendencia conservadora. «Servatis servandis» (salvando las diferencias), algo parecido pasaba con el «centralismo democrático» del Partido Comunista de España: el secretario general nombraba a los miembros del comité central y luego éstos solían apoyar siempre las propuestas del que los había nombrado.
Una diferencia substancial es que aquí está por el medio el Espíritu Santo, que a veces sopla fuertemente, como cuando resultó elegido Angelo Giuseppe Roncalli, que adoptó el nombre de Juan XXIII y la armó muy gorda, convocando el Concilio Vaticano II, que tantas esperanzas despertó a muchos de los que entonces éramos jóvenes sacerdotes, pero al que fueron poniendo sordina estos dos últimos papas, sobre todo Juan Pablo II.