Hoy hemos de ser abiertos y transparentes, sin doblez ninguna, sin actitud de defensa, sino de apertura y de propuesta
(Jesús Moreno Losada).- Hace unos días, con motivo de la renuncia de Benedicto XVI, fui llamado por la televisión regional para asistir a un programa-debate sobre esta temática; asistimos dos laicos y dos sacerdotes.
Al comentar con las personas conocidas mi presencia en ese medio para el debate-dada la situación actual de la iglesia y de los temas que se barajan en los medios ante la renuncia del Papa-, casi la mayoría me invitaban a lo mismo: «ten cuidado».
Entiendo que mi posible imprudencia lleve a mis amigos a invitarme al cuidado, pero me daba la sensación que tras esa indicación hay algo más. Por una parte el cuestionamiento de los propios medios de comunicación social, que entendemos que no responden bien a sus fines de formar e informar, y en lo que se refiere a los temas de la Iglesia y de la religión en los medios consideramos que atacan.
Y yo, me preguntaba si de verdad debemos tener miedo a ir a los espacios de los medios para decir lo que pensamos y sentimos. Pienso que no, que ciertamente debemos pedir el respeto a toda dignidad, opinión y postura; pero miedo ninguno, recordaba en estos días el texto del profeta Jeremías:»No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos». Hoy hemos de ser abiertos y transparentes, sin doblez ninguna, sin actitud de defensa, sino de apertura y de propuesta; como Jesús que todo lo había dicho abiertamente y nada tenía que esconder.
También en estos días he sentido otra emoción que tiene su valor positivo, la tristeza. Tras aparcar en una calle céntrica, me dirigía con paz hacia la plaza de san Francisco de la Ciudad; iba con alegría para el encuentro de calle organizado por «Entreculturas», el baile de la silla roja, donde participan militantes de profesionales, de JEC, y personas de Pastoral Universitaria en general. Observé que una chica de buen físico, pero mal aspecto, se dirigía a una madre y su hija pequeña, y que éstas de un modo ligero se desembarazaron de ella; seguí mi marcha y la chica me siguió y comenzó a darme su explicación. Me pedía un euro, para ir en el autobús hasta el hospital porque su madre iba a morir… a partir una conversación, en la que le explico que no le doy dinero, pero que me preocupa su estado; ella lloraba con rabia y caminaba a mi paso, y respondía a todas mis cuestiones, sabiendo ya que no le daría nada.
Me explicó: tenía veintiún años, no tenía casa, andaba en la calle desde los treces años, desestructurada y lo reconocía, le daba ganas de quitarse la vida, había estado en los centros pero no aguantaba… y hoy lloraba de rabia y desesperada y me miraba fija, con lágrimas vivas en sus ojos claros y preciosos, pero perdida, al final avanzó y me quedó atrás en un semáforo que saltó en rojo, y se volvía diciéndome: «esta tarde le prometo que estaré en la iglesia que me ha dicho, se lo aseguro me decía a voces…» Fueron dos o tres minutos y me han marcado todo el día, todavía está en mi interior.
Yo iba a gritar que «no sobran niños, que faltan sillas, escuelas…» y lo grité, pero con el rostro de María en mi corazón y en mis entrañas. Una joven destrozada con una mirada y una esperanza por recobrar en el cariño y en la ternura, no puedo olvidar su gesto de despedida diciéndome:»no sé que voy a hacer».
Con este sabor y sentir llegué a la plaza, y allí encontré todo un grupo de voluntarios -casi todos jóvenes conocidos- de Entreculturas. Eso era otro mundo, el del Reino, un ya anticipado de aquellos que creen y sienten la fraternidad como horizonte, y que se han tomado en serio que la educación es un instrumento de vida para todos, un derecho que está conculcado para millones de niños y tenemos que luchar para darles lo que se merecen y es propio de ellos. Bailaban con gracia, luz, sentido, mensaje, y yo me dejaba llevar por ese ritmo de tantán solidario y fraterno. Y entendía que tenía que estar allí por todos los universitarios con los que me encuentro cada día en el campus, pero hoy tenía que estar por María, porque quiero unir a la universidad con la sociedad, y sobre todo con la pobreza y sus víctimas. Esta joven es una víctima de una falta de educación: lo que habrá vivido, sentido, sufrido desde los treces años, cuando tenía que haber estado recibiendo una formación y un mundo de afectos y de ideales en el ámbito escolar y familiar, social, que le configuraran su vida.
Así hoy no estaría desesperada. Ahora llego a la noche callada, me quedo aquí solo en este sofá al calor del brasero, y medito y siento las palabras dolidas de su boca, sus pasos, los ojos, las lágrimas, la mirada de María, y me adentro en el absoluto del evangelio, sabiendo que ante el miedo, la tristeza y el sufrimiento de la pobreza, nosotros sólo podemos y tenemos la fuerza del absoluto: «sed compasivos como vuestro Padre celestial es compasivo».