¿Como se relacionarían entre sí las diferentes culminaciones de la revelación en los distintos mundos?
(Andrés T. Queiruga, en Encrucillada).- La expresión la escuché hay mucho tiempo en una emisión radiofónica. El locutor, entusiasmado en su afán actualizador, explicaba el misterio de la Ascensión hablando de Cristo como el «divino astronauta».
Un disparate, que hace reír, pero que alerta sobre una necesidad urgente. Los desafíos del cambio cultural, en un mundo en transformación y expansión imparables, son de tan amplio calado, que obligan a un re-pensamiento radical en la comprensión de la fe. El peligro estaría en contentarse con afeitados verbales o simples amaños de superficie.
Si ya Pascal estaba asombrado por la inmensidad de los espacios cósmicos, la cosmología actual abrió dimensiones que ni él podía sospechar, suscitando cuestiones inéditas e intrigantes. Una de ellas, dados los miles de millones de posibles planetas semejantes al nuestro, es si en alguno de ellos puede haber no ya vida, sino seres libres y racionales: personas. Por el momento no hay respuesta y las opiniones se dividen: la inmensa cantidad del número parece llamar a la probabilidad positiva; la inmensa complejidad de la vida humana sugiere la improbabilidad .
También los teólogos se dividen, y no sin influjo de preocupaciones teológicas. La principal emana sobre todo de la fe en la universalidad de la salvación, tal como se ha revelado en Jesús de Nazaret, confesado como el Cristo. Si sólo en él está la salvación definitiva, ¿como se relacionarían con ella los posibles otros?
Unos teólogos, como es el caso de Wolfhart Pannenberg, tienden a buscar alguna conexión óntica, es decir, si lo entiendo bien, como una especie de extensión misionera, acentuando la función «clave» (Schlüsselfunktion) de lo acontecido en la tierra para el conjunto de la creación .
Otros, como Paul Tillich, indicando que lo «que se manifiesta en Cristo es la relación eterna que media entre Dios y el ser humano», dice que su «respuesta fundamental deja abierto el universo a posibles manifestaciones divinas en otras zonas o en otros períodos del ser», porque «la manifestación del poder salvador en un lugar implica que este poder está actuando en todos los lugares» .
Y Karl Rahner dice algo parecido: reconociendo el carácter especulativo de la cuestión, afirma que podría «decirse con sentido que también a esos otros seres de carácter espiritual y corpóreo les tendría que ser atribuida (a pesar de la plena gratuidad de la gracia) una determinación sobrenatural en inmediatez con Dios» . Y, con su típica cautela, no deja de sacar por consecuencia: «Aún habida cuenta la inmutabilidad de Dios en sí mismo y la identidad (Selbigkeit) del Logos, no se podrá demostrar que sea sin más impensable una encarnación múltiple en distintas historias de la salvación» .
Debido al inevitable carácter hipotético del problema, se requiere ciertamente contención teológica . Desde luego, hace falta tener en cuenta que la Biblia habla dentro del estrecho horizonte espacial y temporal de su tiempo y cultura, y no conviene buscar en ella respuestas directas. Por otra parte, la revelación ha dejado de ser vista como un «dictado» divino, para ser comprendida como el descubrimiento de lo que Dios, con amor irrestricto – como Abbá sin fronteras- está tratando de manifestar a través de su creación, allí donde ella pueda ser consciente y alcanzar una plenitud personal. Teniendo esto en cuenta y situándome en la línea de estos autores, mi parecer lo expresaba así hace poco, contestando a la pregunta que me hacía un lector:
«Su pregunta es interesante y tal vez acabe siéndolo más, si por casualidad apareciera que la posibilidad de otros mundos con vida personal se verificase. De momento, como Vd. bien dice, lo que podemos decir es teología-ficción, y hay que ser prudentes y contenidos. Si en lo que constatamos resulta ya tan difícil, qué podemos saber de lo otro.
Dicho esto, le diré que para mí lo fundamental no me suscita mucho problema. Como me fío de Dios, estoy seguro de que si hay otros seres personales en el mundo (unas veces me parece probabilísimo y otras, casi imposible…), Él los tratará con idéntico amor y buscará el modo de revelárseles» .
Lo que el fondo último de la encarnación es para nosotros -Dios que desde dentro de nuestra humanidad logra manifestársenos «plenamente» y abrirnos totalmente su amor salvador- acabará aconteciendo también para ellos, supongo que también para «ellas» (pues no es probable que Dios los privaría de la maravilla del amor de pareja).
Esto, claro está, llama a pensar el misterio de la encarnación de manera que haya sentido para las distintas posibilidades. Pero misterio es ya ahora, y no creo que eso cambiara mucho el significado fundamental».
Se comprenden entonces dos consecuencias ante las que nos situaría la existencia de otros seres personales no terrestres. La primera, más obvia, no ofrecería especial dificultad, incluso parecería abrir amplitudes y bellezas insospechadas. Porque, igual que la evolución nos ha llevado a descubrir que la culminación humana significa de algún modo la flor de la creación vista desde la tierra, en el caso de existir esas diversas culminaciones, sucedería lo mismo con cada una de ellas en el ámbito cósmico donde tuviera lugar.
Apurando un poco la metáfora, diríamos que, en lugar de reducirse al geocentrismo de una sola floración, el universo sería un jardín floreciendo en múltiples y variadas culminaciones personales.
La segunda consecuencia se presentaría más seria y profunda, porque abriría una cuestión abisal: ¿como se relacionarían entre sí las diferentes culminaciones de la revelación en los distintos mundos? Una cosa es clara: cada una de ellas tendría que representar para sus habitantes lo que para nosotros representa Jesús de Nazaret.
Pero ¿que significa eso en concreto: en que consistiría la identidad y la diferencia entre las distintas encarnaciones? No podemos cerrar la posibilidad, pero no disponemos aún de categorías para pensarla teológicamente. Por fortuna, no tendría sentido tomar ahora decisiones dogmáticas. Si la posibilidad llegase a ser real, sería el tiempo de pensar la cuestión a partir de los nuevos datos y, seguramente, en un nuevo y muy diferente contexto cultural y teológico. Entretanto, pienso que es mejor callar.
Con todo, aventurándome a imaginar por donde podría ir un camino para «orientarse en el pensar» dentro de ese abismo fascinante, aventuro una mínima sugerencia. Tal vez el concepto mediador debería buscarse en la misma dirección por donde se orientó la teología tradicional, cuando tuvo que abordar las hondas y delicadas preguntas que se abren en el tratamiento de la Cristología y de la Trinidad.
Me refiero al concepto de «persona», pero tomado con toda cautela y rigor: no en el sentido corriente, sino en el específicamente peculiar y nunca completamente sintetizable que tiene cuando se aplica a esos misterios. Habría que pensar en una «persona» en distintas «naturalezas» o realizaciones existenciales concretas. Pero, repito, asomados al abismo, seguramente es mejor callar, en un silencio humilde, expectante y respetuoso…