Está fuera de toda duda que la universalidad de la Iglesia no pasa por el supeditamiento de los obispos a la curia vaticana ni por la acrítica aceptación del infalibilismo solapado en el que se refugia el centro romano
(Jesús Martínez Gordo, Foro de Curas de Bizkaia).- Lo dijo con claridad meridiana Juan Pablo II el 2 de julio de 1988 en la Constitución Apostólica «Pastor Bonus»: «es inconcebible que la curia Romana impida o condicione, como un diafragma, las relaciones y los contactos personales entre los obispos y el Sumo Pontífice» (nº 8).
Si tenemos presente el viejo dicho latino según el cual «explicatio non petita accusatio manifesta», hay que concluir que, cuando se recuerda esto, es porque se ha escuchado más de una vez o porque se ha sido consciente de que, efectivamente, la curia vaticana ha funcionado como un diafragma en la relación sacramental que vincula entre sí a los obispos y con el sucesor de Pedro.
Desgraciadamente, no han faltado ejemplos que lo avalen. Y lo que es peor, no se divisan en el horizonte más cercano señales de un cambio. Es el lamentable precio que tiene que pagar una Iglesia que renuncia a activar (por vía práctica, pero no teórica) un modelo de gobierno colegial y corresponsable («comunional») y que se entrega a los cantos de sirena del más rancio absolutismo.
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