El corazón maternal de Dios no podía renunciar a su deseo de hacernos felices
(Jairo del Agua).- ¿Y la pasión y muerte? De ninguna manera son divinas, ni sagradas. Son hechura de nuestras manos asesinas, como lo son las «crucifixiones» a que sometemos hoy a tantos hermanos nuestros.
Son nuestra terrible respuesta al que viene a ayudarnos. Nos lo escribió Juan: «La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando al mundo. En el mundo estuvo y, aunque el mundo se hizo mediante ella, el mundo no la conoció. Vino a su casa, pero los suyos no la recibieron» (Jn 1,9). Lo cuenta el mismo Jesús en la «parábola de los viñadores homicidas» (Mt 21,33).
No existe una cruz redentora querida por Dios. Él aborrece el sufrimiento de su Hijo y de sus hijos. Existe el horror de la cruz con la que aplastamos al Justo, al Bueno, al Pacífico, en contra de la voluntad de Dios, para proteger -terrible y vergonzante paradoja- la religión. (Los religiosos de hoy deberían meditar seriamente esta historia).
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