Dar, pues, esperanza acompañando los procesos de los hombres que sufren, denunciar las injusticias que conllevan tanto dolor
(José María Bermejo).- La pasión es hospitalidad; la hospitalidad es pasión: pasión por Dios y pasión por los hombres. La hospitalidad es la pasión del hombre por hacer posible una nueva humanidad. Sin pasión no es posible hacer nada nuevo bajo el sol. Dios se apasionó por nosotros desde los inicios de la creación y no nos dejó de su mano ni cuando nosotros le habíamos abandonado y nos habíamos ido tras otros dioses e ídolos.
Sólo quien tiene pasión por las cosas de la creación, por el mundo, por el medio ambiente haciendo lo posible para hacer más habitable este planeta, será digno de felicidad y de cualquier elogio. No es fácil vivir con pasión en un mundo desapasionado, pasota, indiferente, insolidario. Dame un hombre apasionado y moveré el mundo. «Y vio Dios que era bueno…». Y era tan bueno este mundo que merecía la pena jugársela, apostar por él. Y Dios lo hizo. Llegado el momento nos envió a su Hijo, para que realizara la «gran pasión» entre los hombres: su entrega al mundo para rescate de muchos.
Sin misericordia, sin entrega, sin entrañas hacia los demás poco cabe esperar en el futuro de la humanidad. Dios es misericordia, corazón cercano a las miserias de los hombres. Y eso es padecer, compadecerse: padecer con… ¿Sufrir? ¿Sufre Dios? ¿Es posible el sufrimiento de Dios? Y, sin embargo, Dios sufre y se sacrifica en el Hijo por la salvación del hombre.
Y sacrificarse es entrar en el ámbito de lo sagrado. Nada hay más sagrado que el mismo hombre ya que su realidad es también de condición divina, como el mismo Hijo quien es enviado al mundo, para hacer realidad al «Dios con nosotros» y hacernos experimentar la cercanía de ese Dios que es compasión, misericordia y salvación. Nada hay más cercano al hombre que el Dios que le salva, por pura gracia, por misericordia, por la hospitalidad del mismo Dios. Y Dios se hace hospitalidad al acampar en el mismo y misterioso mundo sagrado y profano que configura nuestra humanidad que también es la suya.
Y Dios se sigue haciendo cercano y hospitalario a través de muchos de nosotros, como lo hico en otros tiempos por su propio Hijo. Ahora lo hace a través de hermanos nuestros. Y uno de estos hermanos es Juan de Dios, el padre de los pobres, todo hospitalidad para los enfermos, un apasionado de los que sufren, porque haciéndose como ellos, se «desvencijó», se deshizo, luchando a favor de la vida digna de las personas en la Granada del siglo XVI. Nuestro santo se jugó la vida, arriesgó y ganó: ganó hombres y mujeres para Dios desde su vocación de servicio a los demás en hospitalidad, auténtico misterio de Pasión, muerte y Resurrección.
Pasión, misericordia y hospitalidad se dan la mano en Juan de Dios que, siendo todo de Dios, lo fue todo de los hombres. Y así disponemos de un breve pero exigente programa de vida a la luz de su conducta ejemplar y de sus escritos: pasión, muerte y resurrección.
Dicha pasión bien la podemos declarar como «la pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Juan de Dios»:
1º) Su gran pasión fue estar cerca de los pobres y enfermos, llegándose a «expropiar», entregándose hasta el extremo, acogiendo a los hombres de la calle, consolando a quienes sufrían por cualquier causa, asistiendo a los acogidos en su hospital, recorriendo las calles y rincones de la ciudad gritando: «Hermanos haceos bien a vosotros mismos dando a los pobres por Cristo»;
2º) «Porque son tantos los pobres que aquí llegan, que como no los puedo socorrer, estoy muy triste»;
3º) Pues al ver sufrir a tantos pobres y enfermos se me quebraba el corazón».
4º) Además, sabed, pues, que «nunca hallé mayor consuelo en cosa alguna que contemplando la Pasión de nuestro Señor Jesucristo»;
5º) Pues no hay duda alguna de que «si supieras cuán grande es la misericordia de Dios, no dejarías de hacer el bien mientras pudieras, ayudando a los pobres por Cristo».
Fue a través de estas líneas programáticas como Juan de Dios entendió el dicho bíblico, «Misericordia quiero y no sacrificios». Sacrificios sin misericordia no son realidades bienavenidas. El sacrificio de la Pasión de Cristo tiene una clara meta: la esperanza en la Resurrección del que nos rescató a precio de sangre. Hacen faltan muchos gestos de misericordia y hospitalidad para liberar a los pobres de sus miserias y curar a los enfermos de sus dolencias.
ivir la pasión con esperanza, ayudar a vivir con los ojos puestos en la Luz de la Pascua que es Cristo, nuestro hermano, el Resucitado. Nuestro carisma como hospitalarios nos hace estar atentos a los gritos y susurros del pueblo que grita y llora para, de nuevo, poder escuchar la voz de Yahvè que sigue gritando: «He oído el clamor de tu pueblo… «Yo Soy» te envía para que saques a tu pueblo de la esclavitud».
Dar, pues, esperanza acompañando los procesos de los hombres que sufren, denunciar las injusticias que conllevan tanto dolor, es algo que identifica siempre al carisma de la hospitalidad. Por eso, nosotros, hoy queremos ser fieles a esta llamada siendo profetas de la esperanza en medio de un pueblo que sufre gritando libertad. Sin rodeos, sin pasar de largo, estamos llamados a hacer lo mismo que Juan, el de Granada, el loco, el padre de los pobres, Juan de Dios y de los hombres.
Esta es también nuestra pasión hoy, la misma que vivió nuestro fundador hace quinientos años y que es tan actual porque la misericordia, el perdón, y la hospitalidad son los ingredientes necesarios e imprescindibles para vivir hoy con autenticidad la vocación de hospitalarios al estilo de San Juan de Dios: una vocación para el servicio con el fin de ayudar a resucitar realidades muertas, personas enfermas, desahuciadas, inmigrantes, hombres y mujeres de la calle y sin hogar, desempleados, drogadictos, personas ancianas… «Nuestra denuncia es el servicio».
Vivir nosotros la Pasión con pasión nos lleva incluso a denunciar hoy lo que hay de oscuro y corrupto en nuestra sociedad que impide que los bienes necesarios lleguen a todos los hogares que lo tienen muy crudo para llegar a fin de mes, para dar de comer a sus hijos cada día. Por eso, pasión y resurrección van unidas, se dan la mano: «Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección, como lo hacía entonces nuestro hermano Juan de Dios.
Y no puede ser de otra manera, como así nos lo está recordando el Papa Francisco, quien en estos momentos iniciales de su magisterio, nos ha vuelto a refrescar lo que ya sabíamos y que nunca deberíamos olvidar: que hay que descender de nuestro estrado para acercarnos a la gente, mezclándonos con la multitud, haciendo gesto de cercanía y humanidad, siendo hospitalarios para poder subir a Jerusalén y entrar así en su gloria: la gloria de Dios que son todos y cada uno de los hombres que nos rodean, aunque en muchos de ellos nos cueste reconocerla.