Vivir todos en la acción de gracias, por sabernos obra permanente de su amor, destinada al diálogo y relación con Él en la amistad y confianza libre de todo temor
(José M. Rivas).- De la concreta formulación en el Génesis del cliché literario del Creador alfarero, propio (ya lo dije en mi nota anterior) de culturas más lejanas que la de la Biblia, se deduce que el rasgo más peculiar del hombre, el que más típicamente le diferencia de los demás seres vivos de la tierra, está en su ser de «imagen viva de Dios». Es deducción comúnmente aceptada, y la recoge el Catecismo de la I.C. con palabras equivalentes. Por ejemplo, en sus números 355-357. Aquí fijo mi atención preferente en uno solo de sus factores.
Dicho rasgo, que se considera fundamento de la superioridad y señorío del hombre sobre el resto de la creación, a los que él aparece destinado (Gn 1,26), es además raíz de su capacidad para relacionarse con el Creador como de persona a persona. De modo análogo, diría, a como en el Unigénito, el ser la imagen consustancial de Dios eternamente engendrada, no creada, no sólo le hace desde siempre Señor absoluto y primario de la creación entera (Col 1,15-17); sino que también le brinda la capacidad infinita de relación interpersonal con el Padre, en diálogo eterno de Amor insondable.
Tal capacidad en nosotros es, obviamente, participación limitada de esa suya. Pero en su limitación, a la vez que consecuencia de nuestra condición de imágenes vivas de Dios, es su prueba más convincente en el ámbito de lo racional. Porque entre seres de naturaleza «específicamente» desemejante es imposible la comunicación interpersonal. La que, trascendiendo los automatismos, reporta la experiencia vivencial de sentirse en contacto o en relación con otro. La semejanza es lo que hace posible esa comunicación. Tanto la que se desarrolla en la cercanía de la comunión gozosa y de confiada espontaneidad; como la que lo hace en la acritud y el desabrimiento del distanciamiento psicológico del temor y de la desconfianza en el otro.
El hombre, según su alegoría bíblica, es efectivamente el único ser de este mundo al que Dios se dirige y con el que conversa. Originariamente, según lo ya dicho, en clima de confianza distendida. Luego en la inquietud y temeroso retraimiento por parte del hombre, a partir de quebrantar éste la sumisión debida al Creador (Lc 17,10) y desconfiar de su lealtad. Esta desconfianza es trasfondo de la propuesta mentirosa del tentador: «¡Qué vais a morir! ¡Lo que pasa es que Dios no quiere que lleguéis a ser como Él!».
Quisiera destacar que dicha capacidad la muestra la alegoría como de relación no necesitada de la interposición de mediadores, que fácilmente resultan obstáculo para lo interpersonal. No es que excluya que pueda «conectarse» con Dios a través de los tales. Sino que ella no alude a esa cuestión.
Lo único que puede considerarse afirmado por ella es la capacidad de relación directa de Dios con el hombre y de éste con Él. Ésta parece por ello que debe tenerse por la más básica del ser humano, además de ser la más sólida y auténtica. Y ésta es la que nos testimonian en Jesús los evangelios, dejando constancia de su dedicación asidua a ella, en prolongados momentos explícitos que no entorpecían su quehacer diario, y a lo largo de éste, salpicado de sus frecuentes afloramientos.
Con «sólida y auténtica» quiero significar que no entraña, ni puede quedar fácilmente afectada por riesgo alguno de estereotipación alienante de lo interpersonal. Como lo es el de su transformación en vacío ritualismo, o en vejación y desdoro de la grandeza propia del hombre, para ofensa a la vez de la cercanía amorosa del Creador a él.
Por dejarle, máxime en los encuentros comunitarios con Dios, supeditado a otros hombres, los tenidos por mediadores, haciéndole dependiente de ellos. O dependiente de un particular idioma humano. O de formularios y expresiones fosilizadas. O de ritos mecanicistas y plegarias repetitivas. O de lugares, horas, posturas y gestos. O de atavíos especiales, que a alguno he oído comparar hasta con los de «brujos de las tribus»… Dependiente, en suma, de una «religión» determinada, de su liturgia y de su parafernalia, como si el hombre no pudiera relacionarse con su Creador en virtud simplemente de su propio ser «imagen suya».
Esta capacidad es del todo inamisible. Es imposible que el hombre deje de ser, ni transitoriamente, lo que es por creación. Tanto, como que haya algo o alguien capaz de vaciarle de lo que todos, incluso los no creyentes, entendemos por condición humana. Ni siquiera el pecado puede conseguirlo. En la alegoría lo desvela el diálogo del Creador con los simbólicos Adán y Eva, tras haberlo ellos cometido (Gn 3,9-18). En la vida real se palpa muy en particular, aunque no sólo, a la hora del reencuentro con Dios, de quienes previamente se han alejado de Él.
Puede con todo que ella resulte impedida o como asfixiada por la barahúnda del día a día. O como atrofiada por la profesión del ateísmo y del agnosticismo. Pero no de manera definitiva. Lo digo a partir del propio testimonio de quienes habiendo hecho alarde de ateo o agnóstico durante larga etapa de su vida, terminan a solas con Dios, dirigiéndose derechamente a Él en la seguridad de hablar a un ser vivo y personal, que le escucha y que le habla internamente. Aun sin ser católico, o ni siquiera cristiano.
Se acepte o no ese testimonio, lo patente es que la alegoría no da pie para conceder condicionamiento alguno en la capacidad de relacionarse directamente con el Creador. Salvo el de nuestra propia opción libre entre los dos modos indicados de vivirla, como consecuencia de nuestro decantarnos por la fidelidad a Dios, o por la insumisión a Él. La libertad de «Adán» y «Eva» para hacer esa opción a través de la de comer o no del «árbol de la ciencia del bien y del mal», dibuja parabólicamente la del hombre real.
Idéntica capacidad de relación interpersonal con el Creador e igual libertad en el modo de vivirla, las habrían de tener, para ser considerados verdaderamente humanos, los «hombres» que pudieran existir en otros planetas. Igual que los que en el futuro pudieran aparecer sobre la tierra. Esto, obviamente en el caso hipotético de surgir una nueva raza humana de lo que ahora sólo es barro con vida corpórea. Bien por simple evolución natural; bien por manipulación genética realizada por el hombre.
Teniendo que ser Dios el autor y el sustentador único de cuanto existe creado, queda respaldado por Él y en Él todo lo que en la creación se dio, se da, o se dará. También por tanto la facultad del hombre para realizar esa manipulación, cuyo límite aún desconocemos. De llegar éste a ese extremo, la facultad en sí no podría ser juzgada perversa, como si pudiera serlo alguna realidad obrada por el Creador. Ni atribuida «al principio del mal», como si profesáramos el dualismo. Ni pecaminoso el ejercicio de la misma, como si tal «talento» le hubiera sido concedido al hombre para tenerlo escondido e inerte, en vez de activo para el bien.
Si en virtud de tal facultad el hombre llegara a «producir» otros hombres, estaríamos sólo ante un modo de conseguirlo distinto al de la procreación. Pero no se negaría así, como no lo niega la procreación misma, la acción creadora, ni la conservadora de Dios, necesarias para la existencia y subsistencia de todo.
Ignoro si el señalado cliché literario afirmaba inicialmente el origen divino, de sólo el primer hombre. Pero sé que pervivió su simbolismo básico, y que éste fue luego fundamento o trasfondo de la explicación de lo que entonces se consideraba respuesta de Dios, a la conducta de los hombres y los pueblos (Jr 18,2-6). Sé también que la continuidad en el existir y en el hacerlo conforme al ser recibido, precisa (acabo de aludir a él) de un acto continuado y permanente de creación: el denominado «conservación».
Pues bien, si el indicado cliché literario se conservara en nuestras culturas, todos nosotros podríamos representar y recordar el origen divino de nuestro existir diferenciado del de los demás vivientes (o sea: como «yo» relacionable personalmente con Dios) con un cuadro que recogiera el momento en que Él soplaba aliento de vida sobre nuestra figura respectiva, tras moldearla en barro. Digo «todos nosotros», es decir, tanto los hombres reales, como también, si llegara el caso, los ahora sólo calificables de fantasías.
Sería una obra casi imposible de conseguir pictóricamente. Pero podría sustituirse con una copia del espléndido fresco de la creación de Adán, «el hombre», en el techo de la Capilla Sixtina. Lo que se perdería en mimetismo detallista, seguro que se ganaría en belleza y en arte. Y puede que también en expresión de nuestra capacidad de relación personal con Dios.
Esta relación es el halo que parece emanar de la propia composición pictórica del fresco de Miguel Ángel. A mí no deja de sugerírmelo también el gesto de «las manos recíprocamente tendidas» entre el Creador y el hombre; la de éste desde abajo y la de Dios desde un «alto abajado». Aunque según los expertos no es éste el simbolismo original y propio de la proximidad de las manos y, en particular, la de sus dedos índices, hasta casi tocarse.
Puede que contemplar a diario esa representación nos ayudara a recordar nuestro ser y subsistir por obra de Dios, y nuestro continuo depender de Él. Y a vivir todos en la acción de gracias, por sabernos obra permanente de su amor, destinada al diálogo y relación con Él en la amistad y confianza libre de todo temor. Por más que nosotros pervirtamos tal destino hasta el miedo, la desazón, la angustia…, a consecuencia de nuestro proceder independiente y engañosamente autosuficiente.
Puede también que dejáramos de considerarnos superiores a los demás en nada sustantivo, como si todos no estuviéramos y estemos siendo formados del mismo barro; y como si todos no fuéramos objeto de equivalente preferencia del Creador. ¡Cuántos fanatismos caerían por tierra, de vivir en la verdad de nuestra igualdad! ¡Cuántas intolerancias fundamentalistas hasta el desprecio, la persecución y la muerte de quienes no piensan igual! ¡Cuántos afanes por «inculturar» a la fuerza a los demás en las concepciones propias, como si uno fuera el «arriero» de la humanidad; y el resto, la reata de «mulos» que él debe acarrear!
Y puede que no toleráramos, en lo posible, ser sojuzgados por nadie. Ni que nos aviniéramos a rendir pleitesía a nadie que, al final de cuentas, no pasa de hombre igual a nosotros y que nosotros. Fuera lo que fuera y fuera quien fuese… ¡Incluso mismísimo Apóstol! (Hch 14,15).
Nuestra única esclavitud, si así se le puede llamar a la coherencia con nuestra condición de imágenes vivas de Dios, es la de hacer el bien a los demás. El que ellos nos quieran aceptar. Sólo éste, supuesto que estén conscientes y ya hayan llegado al uso de la razón. A ejemplo de Jesús, que no vino a imponer nada, ni a vengar ninguna oposición; sino a liberar evangelizando, pregonando, dando testimonio de «su» verdad, de suerte pudiera «escucharla quien fuera de ella y tuviera oídos para oír».
Con el posesivo «su» no quiero afirmar pluralidad objetiva e intrínseca en la verdad; ni relativismo alguno. Sino significar o connotar, por un lado, la compatibilidad de su mensaje con la posibilidad subjetiva de rechazarlo, como de hecho hicieron muchos de sus oyentes. Y, por otro, el respeto del propio Jesús a la libertad de los mismos para hacerlo (Mt 8,33-9,1; Lc 9,54-56; Jn 6,68; etc.). ¡Sería fenomenal que siguiéramos de veras su ejemplo, cuantos afirmamos creer en Él…!