Sé que en la actual profunda crisis de mi Iglesia (efecto en mi opinión de un rechazo cobarde de Vaticano II), hay muchos zapateros católicos que se empeñan en negar la crisis o, a lo más, hablan de "una pequeña desaceleración"
(J. Ignacio González Faus, en «Herejías del catolicismo actual» -Trotta-).- Es hora de terminar. Este libro no ha pretendido ser una acusación sino una confesión. Un par de veces me habían pedido algunos amigos que escribiese una autobiografía. No pienso hacerlo porque tengo horror a ese género, a pesar de que conozco aquel placer de los viejos que es «recordar», como cantaba la zarzuela.
Pero sí puedo decir que este libro tiene bastante de autobiográfico. Es, en cierto modo, una historia de mi fe: de las deformaciones que he ido descubriendo a lo largo de los días en mi carne creyente y que he intentado corregir. Por mi profesión, he tenido la inmensa suerte de mantener un contacto constante y continuado con la tradición cristiana y sus fuentes, y creo que ello me permitió recobrar el auténtico sentido de muchas verdades de mi fe. Ese privilegio es el que este libro quiere comunicar con los hermanos en la fe, porque la teología es siempre una tarea eclesial. Y porque pienso que puede ser útil en la actual coyuntura que, en mi opinión, oscila entre un cristianismo «apergaminado» y un cristianismo «líquido».
Así ha resultado casi una especie de «pequeño catecismo» si se me permite plagiarle el título a Lutero: un libro sobre la identidad del Dios revelado en Jesucristo, sobre la identidad del seguimiento de Jesús y sobre la identidad a la que está llamada la Iglesia. Una reflexión sobre la identidad cristiana más que una lista de denuncias.
En efecto: el lector podrá percibir con facilidad cómo el libro queda enmarcado por la cristología y la pneumatología (capítulos 1 y 10): la Palabra y el Espíritu, las «dos manos de Dios» (como decía san Ireneo) o los dos dones de Dios que nos han permitido conocerle. Estas dos manos abrazan los restantes capítulos: la revelación trinitaria de Dios hace fluir una corriente imparable de igualdad entre todos los hombres, hijos de un mismo Padre y hermanos del Señor Jesucristo; una igualdad que afecta tanto al mundo como a la iglesia (capítulos 2 y 9). A partir de ahí, la centralidad que ocupan en la Cristología tanto la Cruz como la eucaristía (capítulos 3 y 4), reclaman su correspondencia en una iglesia kenótica y eucarística: nazarena y samaritana, si queremos decirlo con palabras de Víctor Codina (capítulos 7 y 8). Y, volviendo otra vez de la Iglesia a la vida, todo ello convoca al cristianismo como una tarea de transformación del género humano hacia la igualdad de los hijos de Dios (capítulos 5 y 6).
Dejando ahora esa sistematización de nuestros diez capítulos, podemos parafrasear el párrafo anterior del modo siguiente: el cristianismo confiesa la máxima donación de Dios en la libertad responsable de hijos y en la igualdad solidaria de hermanos. Lo confiesa desde el significado de unos hechos ocurridos hace ya veinte siglos y que fueron preparándose oscuramente en la historia concreta de un pueblo pequeño. Pero lo confiesa también desde profundas experiencias interiores que confirmaban el significado de esos hechos. Esta confesión se apoya finalmente en una Promesa -sellada en la Resurrección de Jesús– de que eso que aquí parece una tarea o un camino casi imposibles, se realizará en plenitud cuando, resucitados fuera del tiempo y del espacio, Dios sea «todo en todos»(1 Cor 15, 28). Y aún con otras palabras: «Dios mismo ha entrado en nuestra historia dolorosa para sembrar en ella su amor redentor» y revelador .
Todo esto, a la vez que parece imposible por demasiado difícil, puede parecer irreal por demasiado bonito. Pero las fuentes cristianas dan pruebas de un realismo muy lúcido cuando afirman que el resultado del mensaje anterior es que: «el mundo no le conoció (y los suyos no le recibieron)»; pero que no obstante «tanto amó Dios al mundo que le entregó a Su Propio Hijo, no para condenar al mundo sino para salvarlo«; que a pesar de todo eso: «el mundo os odiará» y, a pesar de ese odio, el Maestro no pide para los suyos «que los saques del mundo sino que los libres del mal»; mientras a ellos les dice sólo: «tened confianza: Yo he vencido al mundo»; y «ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» .
Por todo eso creo poder añadir que este librito, aunque algunos lo nieguen por sentirse molestos, es intrínsecamente eclesial o, al menos, creo que así es mi fe tal como aquí la expongo. Conozco de sobra lo que algunos han llamado «la historia criminal del cristianismo». Recuerdo cómo se molestó la curia romana cuando, en aquel libro de J. Mª Díez-Alegría (Yo creo en la esperanza) que causó tan gran revuelo hace unos cincuenta años, reconocía el autor que la historia de nuestro catolicismo es a veces «muy poco cristiana» . Pero sé también que la tradición cristiana está repleta de maravillas hoy desconocidas: porque quienes deberían conocerlas no la estudian y quienes la estudian lo hace sólo para atacarla. Sé que en la actual profunda crisis de mi Iglesia (efecto en mi opinión de un rechazo cobarde de Vaticano II), hay muchos zapateros católicos que se empeñan en negar la crisis o, a lo más, hablan de «una pequeña desaceleración»; y temo que, como le ocurrió al anterior presidente del gobierno, esa reacción de avestruz no haga más que engordar y agravar la crisis.
Pero, precisamente por eso, este libro pretende también alertar contra la frecuente reacción actual de muchos desengañados que han optado, si no por la ruptura oficial, sí por «buscarse la vida» y labrarse un camino en solitario o en círculos minúsculos y cómodos, con el enorme peligro de caer o en lo que se llama hoy «religión a la carta», o en lo que Hegel criticó antaño como la soledad estéril del romántico. Cuando tantos me han acusado y denunciado de no amar a la Iglesia porque la critico mucho, me permito dar la vuelta a la frase y decir: critico a la iglesia porque la amo mucho . Porque a pesar de todo, es por ella y a través de sus arrugas y sus manchas como nos ha llegado la manifestación de Dios en Jesús. Si la deformó a veces, tenemos el depósito de las otras iglesias y comunidades eclesiales perdido a veces por nosotros: la acefalia de las iglesias unidas en comunión más que por imposición, y el papel justificador de Dios que nos libera de la meritocracia cristiana. Y, a la vez, tenemos nosotros algo que aportar en la línea de lo dicho en estas páginas.
Me parece también que lo expuesto hasta aquí no es una mera doctrina teórica sino un programa de vida. Y que todas éstas no son verdades meramente informativas o curiosas, sino performativas y salvadoras: marcan un camino y una dirección irrenunciables aunque no exijan estar en la meta. Porque ese camino es el de la verdad, la radicalidad y la calidad cristiana.
A la vez, creo que ese camino es importante no sólo para nosotros cristianos, sino para todo el género humano: la vida enseña que el hombre es capaz de lo peor y de lo mejor, y que vivimos en una sociedad montada para sacar de él lo peor: la sociedad del dios Dinero y del capitalismo rapaz, que irá devorando sistemáticamente todas las anteriores conquistas de humanidad que tanto esfuerzo habían costado. Las devorará si antes no se carga al planeta cada vez más enfermo (y éste sería para mí el pronóstico más probable).
Lamento que, en este contexto, la Iglesia no se muestre capaz de sacar lo mejor del ser humano; porque estoy convencido de que el cristianismo es lo más capaz para eso. Muchas veces he comentado cómo, las dos palabras que más se dicen a propósito de Jesús en los evangelios son éstas: las entrañas conmovidas y la libertad : este programa humano tan simple y tan enormemente rico y profundo es accesible como llamada para todos los hombres, sean creyentes o no. Para ello es preciso que el cristianismo vuelva a ser visto como la increíble buena noticia que es, y que la Iglesia sea señal eficaz de esa buena noticia, en sus aspectos no sólo comunitarios sino incluso institucionales. Y, para ello, que sea de veras iglesia de los pobres y que la autoridad vuelva a ser, en ella, servicio y no carrera,.
Creo pues que esta obra sólo puede cerrarse con la plegaria de aquel buen hombre del evangelio: Creo, Señor, ayuda mi poca fe.
Y una vez cerrada así, quizás valga la pena envolverla con ese papel de regalo, de un verde esperanza inquebrantable, como el que se refleja en estos versos del amigo Casaldáliga:
Y llegaré de noche
con el gozoso espanto
de ver,
por fin,
que anduve,
día a día,
sobre la misma palma de Tu mano