No dejéis que el Maligno envejezca vuestro corazón; ayudad a que no envejezca nunca el corazón de vuestros amigos y compañeros
El cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, ha presidido hoy en la catedral de la Almudena la impartición del sacramento de la Confirmación a 1.138 jóvenes, a los que ha pedido que transmitan a su alrededor la fe en «esta hora tan dolorosamente crítica de la historia».
En una abarrotada explanada de la Almudena, los 1.138 jóvenes han confirmado su fe en Cristo, en el Espíritu Santo y en la Santa Iglesia Católica, además de haber renunciado a Satanás.
Los confirmandos, entre los que se encontraba la joven Tamara Falcó -hija de Isabel Preysler y de Carlos Falcó, marqués de Griñón- han estado acompañados de otra persona que ejercía la función de padrino o madrina del acto, que ha contado con la presencia de varios obispos auxiliares, vicarios episcopales y 32 sacerdotes.
«Recibir el fuego y el amor del Espíritu Santo para vivir la fe y transformar el mundo» ha sido el lema de este acto, celebrado en la víspera de la solemnidad de Pentecostés, y dentro del marco del Año de la Fe.
En su homilía, Rouco Varela ha destacado que al impartir la Confirmación a un grupo de jóvenes diocesanos de Madrid, «¡Una vez más el milagro de Pentecostés vuelve a tener lugar!». (RD/Agencias)
Texto íntegro de la homilía del cardenal Rouco
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1.Celebramos la Solemnidad de Pentecostés en la Archidiócesis de Madrid en este «Año de la Fe» con un excepcional acento misionero. La evocación de aquella «cascada de luz» que fue la inolvidable XXVI Jornada Mundial de la Juventud de la tercera semana de agosto del año 2011, presidida por el Santo Padre Benedicto XVI, se nos hizo inevitable. Fue una gracia extraordinaria que no pudo, ni puede ser explicada sino por una extraordinaria efusión del Espíritu Santo. La alegría del sí de la fe fue la respuesta de aquella inmensa multitud de los jóvenes de todo el mundo al anuncio de Jesucristo, «nuestro Amigo, nuestro Hermano, nuestro Señor», que tuvo su culminación en las palabras del Papa prodigadas incansablemente, luminosas, convincentes, contagiosas, dichas y expresadas con la misma fuerza que las palabras de Pedro y de los demás apóstoles en el día del primer Pentecostés. Una respuesta que nacía de la oración y de la adoración silenciosa y compartida de las semanas precedentes y de las catequesis recibidas, y que se ahondaba y se afirmaba en las grandes celebraciones litúrgicas. El Sí de los jóvenes era un Sí a Jesucristo que había salido a su encuentro en aquellos días memorables de un Madrid caluroso, atónito ante lo que veía y oía: ¡»una Fiesta de la Fe»!. En Jesucristo los jóvenes encontraban la Verdad, la Vida, el Camino para su futuro. Todos los grandes interrogantes, que inexorablemente les envuelven y tanto les angustian, quedaban disipados: se puede vencer el mal, la enfermedad del cuerpo y la desesperación del alma…; la vida es un don maravilloso para «alcanzar amor». Es más, en eso consiste: en saberse amados por Cristo, por quien fuimos creados y redimidos, y en saber responderle con nuestro amor. Es muy bella la oración de San Ignacio de Loyola al final del libro de «los Ejercicios Espirituales»: «Tomad Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad; todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed de ello a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro Amor y Gracia que éstas me bastan». Esa gran noticia, la del Amor Salvador de Jesucristo que nos quiere y, que nos llama amigos, reclama que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado, y que la primera muestra de nuestro amor a nuestros prójimos sea dárselo a conocer: ¡que queramos ser sus testigos con obras y palabras! La experiencia de aquella gracia de agosto de 2011 queremos revivirla y renovarla hoy con la Confirmación de este numeroso y espléndido grupo de jóvenes madrileños, dispuestos a confesar su fe.
2.Vamos a vivir de nuevo lo que sucedió en el primer Pentecostés de la historia -tal como lo relata el Libro de los Hechos de los Apóstoles-. Presididos por Pedro, reunidos en oración en torno a la Santísima Virgen, todavía vacilantes y dudosos en el momento en que el Señor se despedía de ellos el día de la Ascensión al Cielo; y obedeciendo, sin embargo, a su mandato de que regresaran a Jerusalén y que allí esperaran la venida del Espíritu Santo que les había prometido, «se llenaron del Espíritu Santo» y comenzaron a hablar de Él, del Resucitado y Ascendido al Cielo ¡del Salvador del mundo! ante una masa de judíos devotos de todos los rincones de la tierra. Inmediatamente partieron de Jerusalén en todas las direcciones del mundo conocido para dar testimonio de su Resurrección: a «partos, medos, elamitas y a otros que vivían en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, en Asía, en Frigia, en Panfilia, en Egipto, en Libia y en Roma». En pocas décadas el anuncio apostólico de Jesucristo y el testimonio de esos testigos excepcionales de la Resurrección del Señor, enviados por Él para proclamar «la Buena Noticia» de la salvación, para bautizar y santificar a los creyentes y reunirlos en un «nuevo Pueblo» que vive de su amor, acogido, compartido y realizado en el mundo, cambian profundamente el curso de la historia y abren al hombre un tiempo nuevo en que la santidad de Dios entrará en los más íntimo del corazón de los hombres: los transformará, los hará «nuevos», los capacitará para ser santos con Jesucristo y por Jesucristo «en el amor». Ese tiempo y ese hombre «nuevos» son y serán el fruto maduro de la obra salvadora de Jesucristo, que desde aquel primer Pentecostés no dejó de enviar el Espíritu Santo sobre su Iglesia y, por medio de ella, al mundo: para gloria de Dios.
3.Hoy, en esta celebración eucarística, ante la fachada de la Catedral de Santa María de La Almudena, en el ambiente solemne de la Litúrgia de la Iglesia, vamos a impartir el Sacramento de la Confirmación a un grupo de jóvenes diocesanos de Madrid: ¡una vez más «el milagro» de Pentecostés vuelve a tener lugar! Siempre que los Sucesores de los Apóstoles administran este Sacramento, se renueva en toda su plenitud la gracia del don del Espíritu Santo que marca con sello imborrable el alma y todo el ser de los confirmandos. La forma de gran celebración diocesana, que hemos elegido para este Año de la Fe, proclamado por Benedicto XVI y reafirmado por nuestro Santo Padre Francisco, quiere asumir con decidida franqueza la dimensión pública, eclesial y misionera del primer Pentecostés. Quiere ser un acto extraordinario de Misión y de la Misión-Madrid.
4.»Los confirmandos» con sus padres, sus familiares, acompañados física y espiritualmente por sus comunidades parroquiales, van a manifestar ante su Obispo y la Iglesia estar dispuestos a ser testigos de Jesucristo «en la plaza pública de la historia» y, por tanto:
– que renuncian a Satanás, a todas sus obras y seducciones. Renuncia que es un claro y abierto «no» al mal en su origen y en su figura primordial: el pecado. Un «no» a quien lo instiga con un poder y una envidia, fascinante y engañosa, que se filtra por todas «las rendijas» del alma y del cuerpo.
– que creen en Dios, en la integridad de su verdad y de su obra salvadora: en Dios Padre que nos ha creado, en Dios Hijo Jesucristo, nuestro único Señor, hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros.
– y en el Espíritu Santo que procede de Jesucristo, el Señor Sumo y Eterno Sacerdote, que está sentado a la derecha del Padre, que nos lo envía.
– que creen en la Santa Iglesia Católica, en el perdón de los pecados, en la vida eterna y en la resurrección de la carne.
5. Renunciando a Satanás y profesando la fe abren su alma para recibir el don del Espíritu Santo como un carisma permanente que los conforma como miembros activos y responsables de la Iglesia, llamados a ser testigos de Jesucristo dondequiera que se encuentren, asumiendo la vocación concreta a la que el Señor quiera destinarles dentro de la «Communio» eclesial: para la edificación de su Cuerpo y la santificación del mundo. Un carisma sacramental que se despliega existencialmente en los dones de sabiduría, de inteligencia, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y del santo temor de Dios. La oración del Obispo, a la que se debe unir toda la Asamblea Litúrgica, impetrando para ellos el don del Espíritu Santo con toda esa riqueza y dinamismo santificador de su vida cristiana futura, les acompaña y prepara para el momento de la imposición de manos y de la unción con el Santo Crisma: el momento culminante en que Jesucristo, el Señor, que les ha amado, llamado y salido al encuentro, infunde en lo más íntimo de sus almas su don más precioso, el don de su Espíritu, «la Persona-Amor» en el Misterio de la Trinidad, plenamente. Permitiéndoles así poder participar en el Sacramento de la Eucaristía con una actitud y unos frutos eminentemente misioneros.
6. La Iglesia diocesana de Madrid, en comunión con la Iglesia Universal y su Pastor, el Sucesor de Pedro, se enriquece hoy con este magnífico grupo de jóvenes católicos. Confirmados con el don pleno del Espíritu Santo estarán dispuestos a comprometerse con la misión de llevar el testimonio de Jesucristo -¡de su amor salvador!- a todos los hombres y a todas las realidades del mundo: aquí, en su ciudad y en su patria, y, si es preciso, en cualquier lugar de la tierra. ¡Si, eso serán: testigos serenos y valientes de la alegría de la fe para la Nueva Evangelización! Sus compañeros los necesitan. Esperan de ellos lo que no les puede proporcionar el mundo: la alegría verdadera. La alegría que necesita con urgencia el hombre de esta hora tan dolorosamente crítica de la historia: la verdadera alegría, que tiene como única fuente ¡la Fe!
7. Recordad, queridos amigos las palabras de Benedicto XVI en el Ángelus, al finalizar la gran y solemnísima Eucaristía de «Cuatro Vientos», el domingo 21 de agosto del 2011: «Confío a todos los aquí presentes este gran cometido: llevad el conocimiento y el amor de Cristo por todo el mundo. Él quiere que seáis sus apóstoles en el siglo veintiuno y los mensajeros de su alegría. ¡No lo defraudéis!». Sí, queridos jóvenes confirmandos, hoy, en este marco diocesano de vuestra confirmación, emocionados y gozosos, os digo: ¡no lo defraudéis! Prestad oídos y corazón, con todo el entusiasmo de vuestras almas jóvenes, a lo que os decía el Papa Francisco, hace pocos días, en su Homilía del Domingo de Ramos con motivo de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud: «Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: un corazón joven incluso a los setenta, a los ochenta años. Corazón joven. Con Cristo el corazón nunca envejece». No dejéis que el Maligno envejezca vuestro corazón; ayudad a que no envejezca nunca el corazón de vuestros amigos y compañeros -los jóvenes de Madrid-; que no envejezca tampoco el corazón de vuestros mayores: ¡de ningún hijo de la Iglesia!
Se lo pedimos con mucho fervor a María, nuestra Señora, Madre de Jesucristo, Madre de la Iglesia, nuestra Madre, a quien invocamos los madrileños con viejo y siempre nuevo amor como la Virgen de La Almudena. En Ella, el corazón de vuestras y nuestras madres encontrarán el remedio infalible para que el corazón de los hijos no envejezca nunca.
Amén.