Y me refiero a doctrinas, estilos, prácticas, hábitos y costumbres, en fin, al sistema mismo. Yo no tengo la culpa de que el Sodalicio tenga o haya tenido las cosas que yo describo
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(Martin Seuch, en Diario 16).- Desde que comencé a escribir en este blog hay varias personas vinculadas al Sodalicio y al Movimiento de Vida Cristiana que me han rogado que perdone y dé vuelta a la página, lo cual implicaría como consecuencia que deje de escribir sobre mis experiencias y no siga revelando lo que sé del Sodalicio.
En el momento en que se me comienza a pedir que perdone, cambia la perspectiva, pues ello implica un tácito reconocimiento de errores que son merecedores de perdón. De hecho, casi nadie de entre aquellos que me han escrito ha cuestionado la veracidad de lo que yo expongo.
Ciertamente, puede haber inexactitudes en cuanto a detalles puntuales, pero nada de lo que relato es inventado, y la mayor parte corresponde a mis propias experiencias o lo que he sabido de primera mano.
Se trata de algunos pocos detalles puntuales, pues en todo lo demás soy consciente de que me he esforzado en ser fiel a mi memoria y en contrastar la información con las fuentes de que dispongo, absteniéndome de relatar lo que no puede ser comprobado.
Se trata de ventilar los problemas estructurales que presenta el Sodalicio y que afectan a innumerables personas. Pues así como hay quienes se han acercado a la fe a través del Sodalicio, también hay quienes se han alejado de ella o han sido perjudicados psicológicamente por obra de la institución.
Mi blog no es un blog sobre el Sodalicio, pero es inevitable que hable de ello, pues estuve oficialmente vinculado a él durante 30 años de mi vida. Describo lo que vi y viví por experiencia propia en el Sodalicio y que ha sido ocultado pertinazmente por la institución.
Y me refiero a doctrinas, estilos, prácticas, hábitos y costumbres, en fin, al sistema mismo. Yo no tengo la culpa de que el Sodalicio tenga o haya tenido las cosas que yo describo. Que se sepan a través de mí no me convierte en responsable de esas cosas. Y el daño que se pueda producir no es de responsabilidad del mensajero, sino de los verdaderos causantes de esas cosas. El daño se puede subsanar cambiando lo que se tenga que cambiar, no callando al mensajero.
Agresiones físicas y mentales
No le guardo rencor a nadie. Todo ya ha sido perdonado. Me siento a veces como una hoja al viento, que no está anclada a las cosas de este mundo. Y por eso mismo, con mayor libertad para dar testimonio. De todos modos, por si acaso alguien todavía tiene dudas, quiero dejar aquí constancia pública de todo aquello que he perdonado.
Perdono que, entre 1978 y 1980, siendo todavía menor de edad, haya sido sometido a exámenes psicológicos efectuados por personas no profesionales sin el conocimiento ni consentimiento de mis padres. Se trataba de una práctica habitual en el Sodalicio. Las personas que me realizaron estas evaluaciones psicológicas fueron Germán Doig y Jaime Baertl, aunque me consta que también las realizaban el mismo Luis Fernando Figari, superior general del Sodalicio hasta el año 2010, además de Virgilio Levaggi, Alfredo Garland y José Ambrozic, entre otros.
Perdono que se me haya permitido emitir una promesa formal mediante la cual me comprometía a seguir el estilo y la espiritualidad del Sodalicio y obedecer a sus superiores cuando solo tenía 15 años de edad, sin que mis padres hubieran sido informados al respecto. Más aún, se me indicó expresamente que mis padres no tenían por qué enterarse de la promesa que había hecho y que no les dijera nada.
Perdono que se me haya fomentado la desobediencia y el desprecio hacia mis padres, que debían ser sustituidos por obediencia y respeto absolutos hacia las autoridades del Sodalicio. Sobre todo Luis Fernando Figari fomentaba un culto hacia su persona, de modo que se debía seguir sus órdenes sin chistar, se debía reflexionar continuamente sobre las cosas que le decía a uno personalmente, y aceptar como incuestionable todo lo que exponía en sus escritos y charlas, de modo que cualquier análisis crítico de lo que él decía era impensable, pues se exigía un sometimiento del pensamiento y la voluntad propio a su pensamiento y su voluntad. Recuerdo también cuando en el verano de 1980 mi madre, en su desesperación, llamó por teléfono a Jaime Baertl y, entre otras cosas, le dijo: «Me están robando a mi hijo», a lo cual él respondió irónicamente: «Señora, el ladrón cree que todos son de su misma condición ». Y así como él hizo uso de la ironía, también me recomendó que la usara con frecuencia para oponerme a mi madre, a quien designaba con el apelativo despectivo de «tu vieja».
Perdono que, desde mayo de 1978, en que asistí por primera vez a un retiro organizado por el Sodalicio, hasta 1993, cuando dejé de vivir en comunidades, se me haya exigido en reuniones grupales la apertura total de mi esfera privada y personal, e incluso se hubiera ejercido presión por parte de los encargados para que, al igual que otras personas presentes, revelara mis experiencias y sentimientos íntimos. Esto solía llevar a una situación de desamparo personal que, a efectos prácticos, permitía una manipulación de las conciencias, sobre todo generando una dependencia hacia quien ostentaba la autoridad.
Perdono que no se me hubiera permitido ni siquiera salir a la calle a no ser para actividades que formaban parte del horario reglamentario o comunicarme telefónicamente con quien sea, incluidos mis padres, sin permiso expreso del superior. Estas medidas formaban parte de un sistema donde las comunicaciones con el mundo exterior eran controladas férreamente, lo cual a la larga, junto con otras medidas de control mental, terminó generando en mi interior una división entre el ambiente interno del Sodalicio y el mundo externo, hacia el cual se debía tener desconfianza y considerarlo en parte como un peligro para seguir la vocación sodálite en la vida consagrada. Se efectuó como una especie de secuestro de mi psique, que yo acepté al principio de buen grado, pero que a la larga causó en mí una disociación que se traducía en la división excluyente entre un mundo intracomunitario bueno contrapuesto a un mundo «salvaje» fuera de los límites de la comunidad, con el cual no era permitida ninguna componenda.
Perdono los correazos que, por orden de Luis Fernando Figari, me fueron propinados en la espalda desnuda, solo para que este pudiera demostrar su tesis de que las mortificaciones corporales son inútiles, y de que la ascética basada en el dolor físico no tenía mucho sentido y fomentaba la soberbia.
Perdono los abusos debido a excesos cometidos durante los ejercicios físicos que teníamos que realizar los miembros de las comunidades de formación de San Bartolo, poniéndose a veces en riesgo la integridad física de las personas sin medir las consecuencias. Yo junto con otros más fui obligado a hacer cuclillas con una bolsa de cemento, de unos 25 kilogramos, sobre los hombros.
A consecuencia de ello, se me generó una dolorosa inflamación de los músculos dorsales, a tal punto que ni siquiera podía mover el cuello para mirarme los pies, tuve que usar una faja y necesité una semana para restablecerme. Otro sodálite, que sufría de dolencias en la columna vertebral, también fue obligado a hacer tales ejercicios, no obstante que le advertí al superior Emilio Garreaud que eso podía hacerle daño.
Asimismo, fuimos obligados a ingresar al mar de noche, en un sitio donde reventaban olas y había muchas rocas filudas. Varios salieron del mar con arañazos, heridas y cortes. También hubo ocasiones en que se hizo nadar a algunos durante tanto tiempo en el mar, que cuando finalmente salieron, no dejaban de temblar debido a que la temperatura corporal les había descendido por debajo de los 36 °C y se les tuvo que dar vino caliente para subirles la temperatura.
En la última época que pasé en San Bartolo (de diciembre de 1992 a agosto de 1993) yo tenía que levantarme todos los días a las cuatro de la madrugada cuando todavía estaba oscuro y meterme al mar junto con otro sodálite, fueran cuales fueran las condiciones climáticas, hubiera mar calma o brava, sin que hubiera nadie que por seguridad nos vigilara desde afuera.
Perdono la mentalidad que se me inculcó, que establece una separación entre el Sodalicio y el resto del mundo, disponiendo que hay que entregar toda nuestra confianza a los responsables de la institución y hay que mantener una cierta desconfianza hacia lo que se halla fuera del Sodalicio.
Esta mentalidad es reforzada por el concepto rígido de obediencia que se maneja al interior de la institución, donde la crítica al superior, aunque sea legítima, es considerada como una falta grave, pues «el superior sabe mejor que tú lo que es bueno para ti» y «el que obedece, no se equivoca», lo cual en el fondo induce a una renuncia a la propia conciencia y responsabilidad.
Perdono la situación de angustia que se me generó durante los últimos siete meses que pasé en una de las comunidades sodálites de San Bartolo, en el año 1993, hasta el punto de que llegué a desear que me sobreviniera la muerte.
Eso debe atribuirse al concepto estrecho de vocación que se ha manejado en el Sodalicio y que se inculca en las mentes, a saber, que a quien no sigue la vocación a la que Dios le ha llamado le será muy difícil obtener la salvación eterna. Esto se traducía así: quien ha sido llamado por Dios al Sodalicio y se aparta de él, pone en peligro no solo su felicidad temporal, sino también su salvación eterna, y debe ser considerado como un «traidor«.
El hecho de que yo no me sintiera realizado ni a gusto en las comunidades sodálites era para mí un indicio de que yo no estaba llamado a la vida consagrada en comunidad, pero el haber seguido esa vida durante unos once años (desde diciembre de 1981) me hacía pensar que posiblemente esa sí pudiera ser mi vocación, y era yo el que estaba fallando y fracasando.
El hecho de tener que tomar una decisión que, según lo que me habían inculcado, podía decidir mi destino eterno me angustiaba a tal punto, que hubiera preferido morir debido a alguna circunstancia fortuita, es decir, ya no me importaba seguir viviendo.
Esa sensación que se prolongó durante casi todo el tiempo que estuve en San Bartolo, y que me llevaba a no importarme correr riesgos durante los ejercicios corporales, incluyendo la natación en mar abierto, alcanzó una gran intensidad debido a que, como no se me comunicó cuánto tiempo iba a estar en San Bartolo «discerniendo», como se suele decir, sino hasta un mes antes de salir, vivía en una continua incertidumbre y desasosiego.
Con todo lo dicho, el paso más importante para una reconciliación ya está dado. Y si algo he callado u olvidado, eso también queda perdonado y no se lo voy a tener en cuenta al Sodalicio. No voy a exigir disculpas, pues darlas es algo que debe partir de la libre iniciativa de los implicados y no una obligación. Pero si vienen, serán bienvenidas con el corazón abierto y la mano extendida.
El propósito de enmienda queda como un asunto entre Dios y los responsables del Sodalicio. Si quieren enmendarse, en buena hora. Y si no, arréglenselas con Dios y con el juicio de la historia. Pues ante Dios sí van a tener que responder de cómo administraron los talentos que se les confió, y qué hicieron con las personas que, por esos vericuetos del destino, se unieron al Sodalicio y pusieron su confianza en la institución, para luego ver sus esperanzas traicionadas.
Adiós, Sodalicio. Descansa en paz y que duermas bien. Por los siglos de los siglos.