En la Iglesia cabemos gente de sensibilidades distintas, porque lo que importa no es el color del hábito o los santos de la devoción de cada uno, sino Cristo que nos une,
(Martín Gelabert, op).- Si uno tiene la oportunidad de visitar un día festivo la Catedral de El Salvador, puede llevarse una gran sorpresa: la de encontrarse con dos Misas a la misma hora, una en la cripta (que ocupa todos los bajos de la Iglesia) y otra en la nave principal. Las dos con muchos fieles, gente sencilla y pobre, pero que denotan dos modos de ser Iglesia. En la cripta está enterrado el arzobispo Romero. Allí celebra un solo sacerdote, los cantos son populares y la predicación intenta acercar el Evangelio a los pobres. En la nave de la Catedral concelebran tres sacerdotes, ayudados de unos diez monagillos con túnicas rojas y roquete blanco y un buen incensario. A los lados del altar mayor destacan dos impresionantes cuadros: uno de la Divina Misericordia y otro de San Josemaría.
Que estas dos Eucaristías se den al mismo tiempo y en el mismo lugar es, sin duda, un signo de contraste, que muestra plásticamente algunas de la tensiones que se dan en la Iglesia. Pero puede ser también un signo alentador, que muestra que las tensiones no son malas. Más aún, si saben aceptarse, respetarse y convivir pacíficamente, como parece ser el caso en esta Catedral, son un anuncio real de que en la Iglesia cabemos gente de sensibilidades distintas, porque lo que importa no es el color del hábito o los santos de la devoción de cada uno, sino Cristo que nos une, y nos une porque somos distintos, pero también hermanos que debemos aceptarnos y querernos en nuestras distinciones.
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