Comulgó y una hora después, cerró sus ojos al mundo, para abrirlos a Diosito
(Antonio Ramos).- La conocí una mañana de domingo a principios del mes julio, después de misa de nueve, cuando la temperatura exterior rozaba ya los 39 grados centígrados. Fue doña Chayito y no «la Chayo», como algunos la llamaban (pues nunca me gusto anteponer el artículo «la» o «el» a los nombres, por muy andaluza que sea la costumbre. Me suena muy mal aquello de «la Juana, la Pepa, la Luisa»), quien no más terminar la Eucaristía, me dijo: «Padre, venga esta mañana conmigo a visitar a doña Toñita«.
Entré en un cuartucho oscuro con el techo de láminas de chapopote y suelo de tierra, mojada hacía poco. Abrí la cortina deshilachada, de tela basta. Los primeros rayos de luz, abriéndose paso en aquella negrura, me ayudaron a ver un ratón que corría entre las latas, que a modo de ollas había sobre un comal. Aquel espacio de apenas cuatro metros de largo por cuatro de ancho, era la casa de doña Toñita.
«Pásele, padrecito» dijo una voz dulce de viejita vivaracha. Tardé un momento en acostumbrarme a la oscuridad. Eché un vistazo y vi que los pocos enseres de aquel hogar, parecían estar colocados en un caos ordenado. Después de ello descubrí al lado contrario de la improvisada cocina, a modo de cama, un catre entretejido con cuerdas de pita o sisal. Sobre la cama un jergón de lana y sobre éste una mujer ciega, encorvada, flaca y de piel renegrida, vestida con no se qué harapos de la «pasarela de los desheredados de la tierra».
Me acerqué al camastro y me senté en dos bloques de hormigón, a modo de silla. Toñita besó reverentemente una de mis manos, ungida por el arzobispo hacía pocos meses. Un escalofrío recorrió mi cuerpo entero, pues sentí al momento lo sagrado de aquel beso. Tomé sus manos entre las mías y hablamos largo rato, muy largo, tan largo que aún perdura nuestra plática…
Sigo contándole mis cosas y me parece aún oír resonar sus palabras. Aquel día le llevaba la comunión y la recibió con una sonrisa abierta, que dejaba entrever sus cuatro dientes de color café con leche. Nunca he vuelto a ver la expresión de aquel rostro ante la presencia sacramental de Cristo Eucaristía. Tampoco he vuelto a escuchar con más devoción, que en sus resecos labios, aquella antigua oración: «Miradme oh mi amado y buen Jesús, postrada ante vuestra divina presencia…»
Ella había sido casada a los quince años, maltratada por su borracho y difunto marido, ciega desde hacía más de cincuenta años; parió un sólo hijo que tomaba alcohol puro, destilado del maíz; vivía míseramente, comía lo que le llevaban sus vecinas de penuria o aquello que a tientas lograba guisotear en su desafortunada «vitrocerámica y ollas antiadherentes».
Seguí acudiendo a mi cita dominical como un «novio enamorado». Le llevaba siempre algún presente, lo que podía por aquel entonces, a veces alguna chuchería, otras una flor o un trozo de pastel, creo que al final acababan comiéndoselo los ratones. Toñita, con sus ochenta años, ya no prestaba demasiada atención a mis galanteos, y lo primero que preguntaba era: «¿padrecito me trae al Señor?». Desde ese momento todo lo demás pasaba a segundo plano y los ratones comenzaban su fiesta.
En 1992, el huracán Lester atravesó el Estado de Sonora. Todos procuramos refugio en los lugares más seguros. Algunos nos atrevimos a salir en coche para ayudar a las personas. Algunas casas destruidas, otras inundadas, gente desaparecida, el río desbordado, y un interminable día con su noche. ¿Dónde quedo Toñita? Cubierta de lodo en aquel cuarto oscuro.
La trasladaron al nosocomio donde a los dos días falleció. Antes de morir me acerqué a su cama de hospital: sus esqueléticos y amoratados brazos, sobresalían y contrastaban tremendamente con aquellas blancas sábanas. Estaba adormecida. La llamé, y con la rapidez de un relámpago abrió los ojos y cobró vida, como aquellos huesos secos del profeta Ezequiel. Respondió a mi voz: «¡Diosito!». Desvaría, pensé en el momento. Toñita me confundió con Dios. «¿Padrecito me trae a mi Diosito?», continuó diciendo. Yo quedé en ridículo.
Quise ayudarle a bien morir, y antes de presentarle el Cuerpo de Cristo, pregunté curioso: «¿Toñita usted fue feliz?». Con una sonrisa, que como siempre dejaba entrever sus cuatro dientes del color de la canela, respondió extrañada ante mi absurda pregunta: «¡Cómo no, padrecito, si siempre estuvo conmigo Diosito!». Comulgó y una hora después, cerró sus ojos al mundo, para abrirlos a Diosito, en la eternidad de vida que a todos nos aguarda.