La Curia Romana produce la fundada sospecha de que no ha tomado en serio el proyecto de remediar - o al menos aliviar - el sufrimiento del mundo
(José María Castillo).-Desde hace casi dos mil años, la Iglesia suele atribuir a algunos cristianos difuntos la cualificación de santos. Es evidente que, desde sus orígenes, cuando la Iglesia toma la decisión de canonizar a un difunto, lo que en realidad hace, además de enaltecer obviamente la memoria del nuevo santo, es presentar al personaje canonizado como modelo del ideal humano y religioso que la misma Iglesia pretende proponer ante la sociedad, para que el proyecto original de Jesús y su Evangelio se realice en las condiciones actuales de vida que lleva consigo el mundo presente.
Lo cual significa, como se ha dicho muy bien, que el grupo social que es la Iglesia se expresa de la manera más elocuente en el hecho de su santoral. Las preferencias de la Iglesia, al canonizar a una persona, cuya vida ya ha dado de sí todo lo que podía dar como ejemplaridad, expresan las opciones más profundas de la misma Iglesia (P. Delooz).
Ahora bien, tal como se ha realizado la canonización de los santos en la Iglesia hasta nuestros días, resulta patente que, en la historia de las canonizaciones, nos encontramos ante un fenómeno, que es mucho más elocuente de lo que seguramente imaginamos. Elocuente, para conocer cuáles son las verdaderas intenciones y proyectos de la institución eclesiástica y sus dirigentes, en el gobierno de la Iglesia.
Donde mejor se conoce la Iglesia, que se quiere, es en el modelo de santos que se canonizan. Como es igualmente cierto que el tipo de Iglesia, que no se quiere, donde mejor se expresa es en el modelo de santos que no se canonizan. Porque, a fin de cuentas, tanto los que suben a la gloria de los altares, como los que se quedan en la podredumbre de las tumbas, unos y otros, están donde están, porque los unos han pasado y los otros no han podido pasar el tupido filtro de exámenes, juicios, controles, informes y documentos, analizados con lupa, interpretados y vueltos a interpretar, por expertos y jueces, teólogos, obispos y cardenales, que acaban con el dictamen final del Sumo Pontífice, «a quien únicamente compete el derecho de decretar» si el «siervo de Dios», en cuestión, merece o no merece ser propuesto como ejemplo y modelo para «la devoción y la imitación de los fieles», según reza la Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magister, que Juan Pablo II publicó el 25 de Enero de 1983.
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