Si consigue una Iglesia más pobre, más humilde, más servicial, más libre, menos emporifollada, más unida internamente y sobre todo menos centrada en sí y de vuelta al Evangelio de Jesús, me doy con un canto en los dientes
(Pedro M. Lamet).- Me restriego los ojos y me pregunto: «¿Esto está pasando?» El papa Francisco en la apariencia no ha cambiado nada: los divorciados y vueltos a casar siguen sin poder comulgar, las monaguillas están prohibidas en la Iglesia, la ley del celibato obligatorio permanece vigente, de la ordenación de las mujeres no se puede hablar porque lo prohibió Juan Pablo II. que va a ser canonizado a pesar de haber cerrado los ojos a las barbaridades de Maciel, todavía hay sectores en la Iglesia que prohiben a sus seguidores comulgar en la mano, el Vaticano sigue siendo un Estado independiente con cárcel, jueces, banco y hasta embajadores en todo el mundo, los homosexuales son teóricamente unos enfermos que tienen que curarse y si no no pueden acceder a los sacramentos…
¿Ha cambiado algo en la Iglesia realmente con la llegada del papa Francisco? Todo y nada. He visto a un papa hacer su viaje trasantlántico en un vuelo regular, subir la escalerilla del avión cargando con su propio maletín, moverse en un Fiat bastante normalito por las calles brasileñas y sin papamóvil blindado, darle un beso a una presidenta guapetona, reír, tocar, pararse, romper todos los protocolos y sobre todo hablar con naturalidad, como si fuera un hombre normal, con palabras de la calle, metáforas de andar por casa y, oh maravilla, ¡se entiende!
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