En el camino hacia el campo se cruzaron con personas que muy probablemente iban a misa y que no podían salir de su sorpresa al ver a sacerdotes entre los clasificados por la propaganda oficial nazi como “terroristas”
(Jesús Martínez Gordo).- La justicia con los curas mayores me impulsa a recordar al francés Jean Kammerer, un presbítero diocesano secular que sobrevivió en el campo de concentración de Dachau y que ejerció su ministerio como articulación de presidencia, liturgia, palabra y secularidad desde la primacía de estas dos últimas dimensiones: «Id por el mundo y anunciad la Buena Nueva» de un Dios que ha rescatado al Crucificado de las garras de la muerte y que, desde entonces, se hace presente, de manera particular, en los crucificados de este mundo y de todos los tiempos (Cf. Mc, 16, 15). Estad presentes «en el mundo» sin confundiros con él; siendo, a la vez, caricia para los crucificados y aguijón para los victimarios (Cf. Jn. 17, 14-15).
Un recuerdo de este estilo (por supuesto, agradecido) es particularmente necesario en un tiempo como el nuestro en el que la involución eclesial activada (y padecida) durante los últimos treinta y cuatro años ha buscado «sacralizar» al cura, promoviendo una identidad presbiteral más atenta a Trento que al Vaticano II. Es preciso reconocer que, en muchos casos, lo ha logrado. Sobre todo, cuando los presbíteros han acabado recluidos en las sacristías y han hecho de semejante reducto el santo y seña de su espiritualidad e identidad presbiteral.
Quizá, por ello, es saludable recordar (a pocos meses de su fallecimiento) la trayectoria de Jean Kammerer, un cura diferente (y, por ello, «normal») al impulsado durante una buena parte del período postconciliar. Y recordarlo como un testimonio interpelador, a la vez que estimulante, por su articulación de secularidad y espiritualidad.
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