El tráfico de personas, principalmente de mujeres y niñas, es una de las violaciones más graves de la dignidad y los derechos humanos
(Marta Carreño, Manos Unidas).- Con tan solo 16 años, Anamika ya sabe lo que es la maldad humana. Hace mucho que conoció hasta dónde pueden llegar algunas personas por defender aquello que consideran suyo, y cómo los más desaprensivos están al quite de cualquier oportunidad que surja, para llevar a cabo sus más abyectos planes.
«Me llamo Anamika y tengo 16 años. Sé que soy muy joven y que muchos creerán que, a mi edad, mi historia es casi imposible. Pero sepan ustedes que yo vivo en el norte de India, en una ciudad llamada Ranchi, donde la vida, para aquellos a quienes nos conocen como adivasis (tribales), no es nada fácil. En mi sociedad ser adivasi es ser menos que nada. No contamos para nadie y nuestras vidas no interesan y eso que somos los habitantes originarios de esta zona.
Hasta los doce años tuve una vida normal. Como la de cualquier niña de mi edad en el lugar donde vivo. Me sentía querida por mi padre y adorada por mi madre. Pero, de repente mamá se puso enferma y duró muy poco. Murió dejándonos solos a papá y a mí. Yo intentaba trabajar mucho en casa para que él no notase su ausencia, pero no fue suficiente. Al poco tiempo mi padre volvió a casarse con una vecina, que vino a vivir a nuestra casa. Y todo cambió. Mi madrastra nunca me quiso y un día, aprovechando la ausencia de mi padre, entró en contacto con unos de esos hombres que aparecen de vez en cuando por la aldea, y que siempre terminan llevándose a alguna niña con ellos. Esa vez la niña fui yo. Mi madrastra me vendió por unas rupias, que iban a soluciona, en parte, algunos problemas económicos que teníamos. El hombre nos dijo que yo iba a ir a la ciudad, a trabajar en una casa donde me iban a tratar muy bien…
¡Mentira! Si que me emplearon en una casa, pero de masajes… A partir de ahí empezó un calvario que prefiero no contaros. Durante meses, me vi encerrada, trabajando a todas horas, a demanda de los hombres que venían al local.
Un día hubo una redada de la policía y yo me puse muy contenta, pensando que todo había terminado. Pero no; me detuvieron por prostitución, y mi jefe tuvo que pagar la fianza para sacarme del local. Entonces fue cuando perdí toda esperanza: estaba en deuda con ese hombre. Había pagado la multa, la fianza, a los abogados y el transporte de vuelta a esa «cárcel» en la que llevaba meses viviendo. «Desde ahora, me dijo, tendrás que trabajar mucho más para pagar todo lo que me debes».
Quiso la fortuna que, meses después, la policía llegara de nuevo al local, pero esta vez acompañada por trabajadores sociales y miembros de una ONG. Ahora sí que me sentí despertar de ese horrible sueño. Todo había terminado».
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