Daniel, "Danieliño", el del Pórtico, ciudadano honorífico de Compostela, peregrino que vino para quedarse para siempre
(Francisco J. C. Miramontes).- La «magia» del Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana se perpetúa en la piedra, hasta lograr hechizar la mirada del contemplativo de ayer y de hoy. Uno de los elementos más desconcertantes es el de la sonrisa de la imagen del profeta Daniel, el del Antiguo Testamento, que rompe con el característico hieratismo del románico para anunciar ya el advenimiento de un nuevo arte: el gótico (de hecho algunos expertos catalogan el Pórtico como proto-gótico).
La literatura no ha dejado de leer prolijamente en esa sonrisa enigmática que nació en el Medioevo, brotando sobre la piedra granítica. Observando uno, hasta se puede creer que Daniel sonríe desde las alturas al género humano, a las generaciones que se suceden, traspasando los siglos con la sonrisa de la piedra. Su sonrisa, sus labios arqueados, es una pedagogía que casa muy bien con la vida y con la fe. El escultor supo imprimir y perpetuar en la piedra una de las expresiones humanas más hermosas: la sonrisa.
Y qué decir acerca de su significado. La teología quiso ver en ella el preanuncio de la venida del Redentor. El libro de Daniel habla del Hijo del Hombre que viene como salvador. Sería pues una profecía que Daniel conoció, y quiso dar a conocer, y que le provocó un gozo tan intenso que los «canteiros» quisieron reflejar en la piedra, en contraste con el rostro de su vecino Jeremías que parece llorar (de ahí el dicho de «llorar como un Jeremías»). Pero la versión popular es muy distinta y bien ocurrente. Lo narra Alejandro Pérez Lugín en su obra «La Casa de la Troya», que viene a ser algo así como un clásico literario sobre el mundo universitario compostelano.
El ingenio de los estudiantes universitarios quiso sacar miga al asunto secularizando la sonrisa de Daniel. Y cuentan que lo del santo profeta no fue sino un ataque de risa que se eterniza. Justo enfrente a la imagen de Daniel se sitúa la que representa a la reina Esther, la del Antiguo Testamento. Se cree que era muy hermosa por lo que el sacro escultor se esmeró, quizás en exceso, implantándole en el pecho dos protuberancias contundentes, lo que no gustó a un arzobispo que decidió y decretó que tanta piedra saliente fuese limada. De modo que ahí tenemos a la pobre Esther hecha una «tabula rasa» y sonrojada, porque Daniel -he ahí el origen de su sonrisa- se parte de risa mirándola. Es como si le dijese: «¡qué faena!, hay que ver cómo te han dejado, mujer».
La sonrisa es un componente esencial en el ser humano que contiene en sí misma una serie de beneficios para la salud del sonriente, y para solaz de quienes le rodean. Habría que recuperar el valor de la sonrisa, nadie hay tan pobre que no pueda regalarla sin que se le agote. La sonrisa es como el fuego: das una llama, pero sigue ardiendo. La felicidad comienza a hacerse un hueco cada vez que esbozamos una sonrisa. Si la vida no te sonríe no dejes tú por ello de sonreír a la vida.
José Luis Martín Descalzo dejó escrito que «una buena sonrisa es más arte que una herencia. Algo que hay que construir pacientemente, laboriosamente, con equilibrio interior, con paz en el alma, con un amor sin fronteras. La gente que ama mucho sonríe fácilmente porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismo. Un amargado jamás sabrá sonreír. Menos aún un orgulloso».
Conozco a personas que saben sonreír muy bien. Recuerdo que en una ocasión mi amiga Teresa llegó a la conclusión de que la vida no tiene sentido sin una sonrisa. Por entonces estaba ella sufriendo mucho a causa de una situación personal muy adversa, y tuvo la feliz idea de imponerse a sí misma, como terapia de sus males, el ejercicio constante de repartir sonrisas a diestro y siniestro, sin hacer acepción de personas.
Sabia decisión que tantos beneficios conllevó para todos los que tenemos el privilegio de tratarla pero, quizás sin saberlo, ella fue la gran beneficiada, porque su sonrisa es sincera brota del corazón, florece en la boca y da fruto en las vidas de los demás. Teresa tiene, entre otras muchas virtudes y cualidades, la de regalar a manos llenas su sonrisa. Y lo hace porque ella no sabe hacer otra cosa que amar al prójimo, mucho y bien, en fidelidad a Dios y al género humano.
Daniel, «Danieliño», el del Pórtico, ciudadano honorífico de Compostela, peregrino que vino para quedarse para siempre y ser testigo de la historia de los seres humanos que pasean sus vidas por delante de su mirada, es el maestro de la sonrisa perenne, entendida como estímulo de vitalidad y optimismo, aunque a la reina Esther no le haga ni pizca de gracia.