La historia de la Iglesia se escribe entre todos con la tinta claroscura de nuestros testimonios particulares y con la tinta roja del testimonio de los mártires
(Ángel Manuel Sánchez)- Un episodio histórico que demuestra que se requiere autoridad además de legitimidad para el ejercicio del puro poder político, es la Querella de las investiduras (siglo XI) que protagonizaron el papa Gregorio VII y el emperador Enrique III.
En este episodio se enfrentaron dos concepciones diametralmente opuestas: la Hierocracia (supremacía del Papa sobre los poderes temporales) y el Cesaropapismo (supremacía del Emperador sobre el poder espiritual). Este conflicto se generó en un contexto previo en el que los reyes para ganarse la fidelidad de quienes ejercían una considerable influencia sobre las gentes de sus diócesis, los obispos, se reservaron la posibilidad de elegirlos.
El pulso echado por Gregorio VII al emperador Enrique III se resolvió fatalmente cuando el primero murió retirado en Salerno, tras el levantamiento de los romanos contra el mismo Papa al que años antes habían designado por aclamación popular. Paradojas de la historia, el Papa que logró que el emperador como penitente y no como rey, se dirigiera al castillo de Canossa para implorarle el perdón y el levantamiento de su excomunión (la cual significaba que sus súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia), Gregorio VII, no pudo impedir que la Iglesia se convirtiera en contrapeso servil, y en cooperadora forzada y forzosa con el cada vez más autoritario poder de los reyes y príncipes.
Hasta hace bien poco, unas por gusto y otras a disgusto, las más por debilidad, la Iglesia ha bendecido poderes temporales. Unas veces casada, otras reñida con el poder, la Iglesia católica ha ejercido a lo largo de 1.700 años su autoridad moral sobre los poderosos en beneficio propio, pero también en muchas más ocasiones la ha ejercido con el fin de atender y proteger a los más débiles (dándoles defensa, comida y trabajos, desde la construcción de edificios hasta cesiones de tierra para cultivar ó pastar bajo su jurisdicción, mucho más humanitaria en comparación con la civil), limitar y censurar a los poderes temporales (entre otros muchos desde Gregorio VII, los padres Mariana, Suárez, Montesinos de las Casas, de Vitoria, Pío IX, León XIII hasta Juan Pablo II) y realizar una defensa de la Fe que ha ocasionado numerosas persecuciones y mártires.
La Iglesia ha visto limitado su poder temporal a las escasas 44 hectáreas del Estado Vaticano, y mucho más, mermada su autoridad sobre ricos y poderosos. Pese a la actitud de una parte nostálgica del clero, desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia asume que la fidelidad conyugal con Jesucristo, su único Esposo (Ef 5, 25), se predica y se ejerce.
Los católicos no debemos sentimos avergonzados de nuestra historia, pues la Iglesia con todos sus numerosos defectos y errores históricos, sobre los que por cierto se ha pedido perdón (no otros), ha representado en la historia un papel digno en defensa de la dignidad humana y ha conquistado tras concilios y crisis constantes estados de perfección evangélica. Sigue siendo la única institución civil regida conforme a principios morales que cuenta con mayor experiencia histórica, si bien su autoridad e influencia se están des-institucionalizando, es decir, democratizando. La autoridad de la Iglesia se sostiene cada vez más a través de los testimonios de los seglares católicos. La mayoría de la gente no trata con el clero, pero sí lo hace con católicos seglares. La historia de la Iglesia se escribe entre todos con la tinta claroscura de nuestros testimonios particulares y con la tinta roja del testimonio de los mártires, que perdonan y no asesinan.
En términos de Derecho político, y en su sentido liberal positivista, LEGALIDAD y LEGITIMIDAD suponen indistintamente ser conforme a un mandato legal y; AUTORIDAD supone el nivel de influencia que tiene una persona o institución sobre un colectivo, impuesta no por obligación sino por convencimiento.
Tradicionalmente se ha asociado la autoridad a la legitimidad, que son cruz y cara de la misma moneda, el poder. Para que los poderes que despliega el Estado puedan ser tolerados y no sólo desplegados por la fuerza, requiere que se desplieguen conforme a Ley, que prima sobre el ejercicio puro del poder político. La Ley ha sido desde la formación del Estado liberal la fuente de legitimidad y justificación para el orden político temporal, y la Democracia (elevada a valor moral y no como la menos mala de las formas de gobierno), la fuente de atribución de la auctoritas, es de decir, su razón de convencimiento (sistema de mayorías).
Los ciudadanos a través de sus representantes determinan el Derecho a aplicar, en la imperante concepción roussoniana del contrato social, vigente en Europa continental, no así en Estados Unidos, donde implantaron el modelo de separación y contrapeso de poderes de Montesquieu. En Europa no es tanto la dialéctica de enfrentamiento entre los tres poderes del Estado (por ello el Congreso USA tiene paralizado al gobierno Obama) lo que limita la concentración de poder, sino la elección parlamentaria, es decir, la obtención o pérdida de la confianza de los votantes.
Hoy podemos juzgar qué sistema, el del contrato social o el de separación material de poderes, constituye a la larga mayores garantías para el ciudadano. O los poderes enfrentados entre sí y haciendo de contrapeso y controladores los unos de los otros, y o formalmente enfrentados entre sí pero sin hacerse contrapeso porque existe un poder que prevalece sobre los demás (el ejecutivo sobre el legislativo y judicial), sin más legitimidad que la electoral, sin más razón que el mandato revisable de confianza del votante hacia su representante.
Citábamos que los reyes desde el alto Medievo (siglo X) se apropiaron de la posibilidad de elegir obispos para ganarse la fidelidad e influencia de éstos sobre las gentes de sus diócesis. De manera similar, en las democracias formales, los partidos políticos eligen a sus representantes, que lo habrían de ser sólo del pueblo que los elige, para garantizar la fidelidad a los intereses del partido (eufemísticamente, disciplina de partido), que pueden o no corresponder con los intereses del común.
De esta forma, la democracia formal se convierte en oligarquía partitocrática, y de esta forma lo que debiera ser la Ley y Democracia material, expresiones del mandato popular participativo, se convierte en un compendio de normas, resultado de las distintos acuerdos y conveniencias particulares que fijan los integrantes del poder oligárquico, los cuales pregonan a los cuatro vientos servir al interés general (término eufemístico para denominar el bien común realizado a través de la justicia), cuando en realidad sólo se sirven a sí mismos.
Asistimos a la crisis moral de los Estados, que es la privación popular de toda autoridad moral al Estado. Asistimos a una quiebra del contrato social, porque la pérdida u obtención de confianza poco sirve para controlar al poder político, si no controlan también los jueces, contrapesa el legislativo, o no silencian los medios de comunicación.
En Europa para controlar hay que votar o amenazar con votar al otro. El hecho de dejar de hacerlo debería ser muy significativo (más de un 50%) para forzar a cambios efectivos. Pero qué pasa cuando en realidad creemos que nuestro voto no es útil. No podemos esperar controles de otro modo, porque no tenemos una auténtica separación de poderes, ni tampoco un auténtico sistema de mandato representativo (votamos a partidos sin seleccionar a los candidatos). Pues pasa que nos damos cuenta de que este sistema, también el económico y el cultural, nos conducen al desengaño y la frustración. En realidad ahora sabemos que la situación está fuera de nuestro control. Los problemas son muy complejos y se nos escapan de las manos. Cuidado con esta actitud, que nos invita a descomprometernos y desatender los problemas sociales.
Como en el Medievo asistimos a una moderna Querella de las Investiduras, donde la legitimidad indiscutible de los gobiernos elegidos por las urnas, pugna con la autoridad moral que de manera aún difusa expresan los miembros organizados de la sociedad civil a través de la opinión pública, y entre ellos la Iglesia católica española.
Para exigir sacrificios a los votantes, se requiere legitimidad, pero para exigir el respeto a las leyes se requiere tener autoridad, tanto más consistente cuanto más palpable sea la ejemplaridad de la conducta de los que detentan potestades públicas.
Casi mil años después, hoy tampoco, hay que dar por hecho que legitimidad concurra con autoridad, de hecho asistimos al desenmascaramiento de esta falacia argumental. Un poder legítimo pero sin autoridad se desgasta rápidamente. Un sistema político legitimado democráticamente pero sin resortes morales con los que cimentar su autoridad, acaba siendo amenazado por totalitarismos, que aprovechan la brecha abierta por la falta de autoridad para hacerse con la gente a través de la fortaleza y seguridad que esgrimen pero que sólo sostiene su odio. El odio nunca ha construido ni resuelto nada.
Un Estado puede ejercer sus poderes sin autoridad pero para ello debe ocultar sus vergüenzas. Por eso el Estado desea controlar los medios de comunicación. Ésta es la guerra de los presentes tiempos de paz y también la más sutil.
¿Qué futuro se nos avecina? ¿Estados legítimos pero pobres en autoridad y amenazados por totalitarismos de izquierda y de derecha? ¿Debe ser por ello que debamos esperar conflictos sociales? ¿Hemos de esperar nuevas revoluciones en una vieja Europa que se las sabe todas pero que corre el riesgo de no aprender de su historia? ¿El pesimismo es respuesta o huida? ¿Podemos tener esperanza?
La Historia no se repite, lo único que se repiten son los errores humanos. La Humanidad se ha desarrollado enormemente en los ámbitos científico y tecnológico, pero sigue siendo palpable que en términos de humanidad seguimos siendo muy pobres. El respeto a la dignidad humana, el servicio al bien común y la justicia social, todavía distan de ser realidades, no utopías, respetadas, entre otras cosas porque se requiere algo más que sometimiento a la Ley, se requiere respeto a la Ley porque ella en sí misma sea respetable por justa y digna de ser cumplida animosamente por sus destinatarios. Se necesita un elevado nivel moral entre la población, y se necesitan referentes morales. Este es el camino más largo, pero el más recto. Los atajos solo acaban poniendo parches a las heridas, pero no las cierran.
No existe ya la Cristiandad, pero existe una sociedad civil con conciencia crítica forzada por los acontecimientos. Nuestras comunidades deben priorizar la autoridad moral a la legitimidad política si quieren construir con acierto su futuro, y si no quieren repetir los errores históricos. Ante el declive del liberalismo económico y político y para prevenirse de un resurgimiento del marxismo, la humanidad debe crear o quizás simplemente, reformar de arriba abajo, todas las estructuras económicas, políticas y culturales. Occidente debe repensarse y renovarse, desde el «No sólo de pan vive el Hombre». El pan para asegurarlo tiene que repartirse y trabajarse mejor, y ello significa que hay que gobernarse según las virtudes humanas y espirituales. La legitimidad ejercida con autoridad moral garantiza el buen gobierno y el desarrollo de las personas y de sus comunidades.
Hay que atender y proteger a los más débiles (defendiendo el Estado social sin abusos), hay que limitar y censurar a los poderes fácticos (o no votando ó no consumiendo) y hay que realizar una defensa enconada de la dignidad humana, que colme nuestras necesidades de Pan con Paz y de Justicia con Caridad. En todo conflicto de lo temporal con lo espiritual, no podemos olvidar que somos un Espíritu en un cuerpo y no un Cuerpo que se sirve de un espíritu.