¿Un grito desesperado, pidiendo ayuda? Ha proclamado el derecho del hombre a morir dignamente de muerte asistida. Ha reabierto el debatido tema de la eutanasia
(Francisco Asensi).- Hans Küng, el gran teólogo católico, mundialmente reconocido por su gran aportación al Concilio Vaticano II y sus innumerables libros, y al que el papa Juan Pablo II (cardenal Ratzinger adyuvante) retiró en 1979 el permiso para oficiar como sacerdote y enseñar teología católica, tiene 85 años y sufre una enfermedad de Parkinson degenerativa muy avanzada.
Ante el temor fundado de que la enfermedad destruya lo que él considera una vida digna y humana, ha confesado: «No estoy cansado de la vida sino harto de vivir«. ¿Un grito desesperado, pidiendo ayuda? Ha proclamado el derecho del hombre a morir dignamente de muerte asistida. Ha reabierto el debatido tema de la eutanasia.
Pero no es la eutanasia el motivo de mi breve reflexión, sino las declaraciones que, sobre el caso Hans Küng, ha vertido, G. Müller, Prefecto de la Doctrina de la Fe (antiguo Tribunal de la Inquisición / Santo Oficio). Lejos de meterse en la piel del otro, de tratar de entenderlo, de compadecerse, acompañándolo en su dolor y trance supremo, ha reaccionado con la falta de humanidad a la que nos tiene acostumbrados esa Congregación. Lo ha juzgado de acuerdo con la normativa vigente del viejo Santo Oficio, recordando al teólogo suizo (que tanto ha trabajado durante toda su vida por «humanizar» la Iglesia) que Dios es el único dueño de nuestra vida, y que por tanto la eutanasia no es ética ni legal.
Veo una contradicción entre la actitud de este Inquisidor y la postura humana y evangélica con que el papa Francisco intenta reconducir a la Iglesia. Hace pocos días proclamó públicamente: ¿Quién soy yo para juzgar a nadie? Sus palabras han causado asombro, por lo insólitas y osadas. ¿Insólitas y osadas? Sin embargo, esa doctrina responde a las enseñanzas de Jesús: «No juzguéis para que no seáis juzgados» (Mt.7,1). «Amigo, ¿quién me ha hecho juez entre vosotros?» (Lc 12, 13-14).
Me pregunto ¿cuál de las dos voces acabará imponiéndose en Roma?