El Concilio tuvo gran impacto y una viva acogida por una gran parte de la misma cultura secular
(Engracia Vidal)- Un libro más entre los muchos programados con motivo de los cincuenta años del Concilio Vaticano II. Y un libro más entre los muchos con que el autor nos regala a menudo, fruto de su dedicación exclusiva a «repensar» y «recuperar» nuestra fe, en sus múltiples dimensiones y en sus diversos tiempos.
En este libro, el tiempo ha jugado mucho. En primer lugar, los cincuenta años de experiencia postconciliar, vivida por el autor día a día desde sus inicios en Comillas (estudió teología en los años 1962-1966) y continuó con la preparación del doctorado en la Gregoriana de Roma (1966-1968) . Además, aunque gestado un poco antes, ve la luz en los primeros meses de gobierno del Papa Francisco, que desde el primer momento de su elección nos ha animado en este re-inicio, re-entusiasmo y re-novación, con tanto camino abierto y de tanto compromiso con nuestra fe.
Ya en el prólogo valora la excepcionalidad del Concilio, el más universal de la historia, puesto que por vez primera abarcó de verdad al mundo entero. Lo fue además por el número, con más de 2000 participantes y por la capacidad de difusión, dados los medios del momento histórico. No busca analizar cuestiones de detalle ni entregarse a la exposición de la historia menuda de la gestación o el desarrollo. Lo que le interesa es señalar sus objetivos fundamentales:
a) buscar el núcleo que determina el sentido más hondo del acontecimiento,
b) clarificar la opción hermenéutica que propicie su justa lectura,
c) precisar los problemas principales que el Concilio ha abierto para la teología y
d) no limitarse a la simple enumeración de esos temas, sino señalar sintéticamente el camino por donde piense que puede ir un afrontamiento actualizado y significativo dentro de la cultura actual.
Al final, como una especie de apéndice ligero, que pueda servir de algún modo como confirmación del diagnóstico y aún como ligero ensayo de aplicación a un tema concreto, incluye un escrito anterior, acerca del diálogo de las religiones.
El capítulo I expone el significado del acontecimiento, que aparece como excepcional, por su estilo y originalidad, en la vida de la Iglesia. Analizando las diferentes etapas que lo precedieron, mostrándolas como reacciones, en general restauradoras, ante el desafío que supuso el salto cuantitativo y cualitativo producido por la Modernidad en el mundo y en la Iglesia. Ya nada podía seguir igual. El Vaticano II reconoció, por primera vez y de manera solemne en un concilio, la necesidad de una profunda actualización o aggiornamento. Eso explica su entusiasta impacto como liberación de la teología y de la vida eclesial, así como su viva acogida por una gran parte de la misma cultura secular.
El capítulo II se dedica a señalar la trascendencia del reconocimiento de la autonomía del mundo. Algo que venía gestándose con la entrada de la Modernidad, pero que por fin era reconocida oficialmente, de manera extrañamente solemne e incluso como llamada a respetarla y sacar las consecuencias. Proclama su plena legitimidad y aun fecundidad, de suerte que, mientras no se convierta en una ruptura con la Transcendencia divina, está posibilitando y aun exigiendo transformaciones muy profundas en la teología y en la vida de la Iglesia, es decir, en su fe y en su praxis.
El capítulo III ahonda en algunas de las consecuencias del descubrimiento de esta autonomía de lo creado, tomando como principio radical la idea -tan querida por el autor- de la creación por amor . Hace hincapié en la unidad creación-salvación, que subraya el papel humanizador de la religión. Afronta desde ahí el terrible problema del mal, mostrando que su carácter inevitable, dada la finitud de lo creado, permite una nueva visión que, sin incurrir ni en artificios retóricos ni en contradicciones lógicas, permite ver a Dios como el Anti-mal.
Saca también las consecuencias que conlleva en los modos de orar tradicionales, cuestionando en concreto la «petición»; arguye que ante un Dios que en su iniciativa absoluta, siempre trabajando por nuestra salvación, lo consecuente es acogerlo, «abrirle la puerta» (Apocalipsis) y «dejarse reconciliar» por Él (San Pablo). La revelación como «mayéutica histórica» muestra su hondo enraizamiento en la subjetividad y en la historia, manteniendo su trascendencia, mostrando que su aceptación no tiene por qué convertirse en «asilo de la ignorancia» (Pannenberg) ni en aceptación ciega que rompa las leyes de la justa autonomía humana. En este mismo sentido, expone como una de sus consecuencias la afirmación de una moral autónoma. La democracia en la Iglesia, preocupación vieja en el autor, es el último tema subrayado.
Los restantes capítulos, que constituyen la Segunda Parte, intentan «algo así como aplicar una lente de aumento a tres de los grandes temas aludidos en la primera».
El primero analiza, ahora con cierto detalle, las relaciones entre la moral y la religión, insistiendo en su importancia actual, pues una mala gestión de este aspecto está teniendo para la Iglesia un precio muy elevado de desafección e incluso de abandonos. Defiende la autonomía de la moral en sus contenidos objetivos (en principio, iguales para creyentes y ateos), situando lo específico cristiano en la fundamentación y en la motivación últimas; no, por tanto, una «moral religiosa», sino «una vivencia religiosa de la moral».
El segundo capítulo enfoca de cerca el tema de la democracia en la Iglesia, insistiendo en su fundamentación en el espíritu del Fundador («quien quiera mandar, debe servir») y en su trascendencia a la hora de buscar una renovación eclesial capaz de mantener el paso con la marcha de un mundo en cambio acelerado. Saliendo al paso de la objeción, tan corriente, de que la democracia es un concepto político sin aplicación eclesial, aclara que no se trata de una cuestión de nombres. Si no se la quiere llamar democracia en sentido político, entonces debe interpretarse al alta: si no democracia, «mucho más que democracia» en la realización de los valores de igualdad, libertad y participación solidaria.
El tercero y último aborda el tema, tan vivo hoy, del diálogo entre las religiones. Había sido redactado como participación en un libro colectivo, promovido por Joaquim Gomis, que tenía algo de fantasía de futuro: imaginar cómo podría ser en un hipotético Vaticano III la Constitución sobre el diálogo de las religiones. El estilo es menos «científico» y más ligero, pero tiene detrás el trabajo sobre la revelación y una monografía específica: busca expresar lo que sería una nueva proclamación solemne que prolongase las intuiciones del Vaticano II en este punto, tímidas acaso, pero que han abierto la puerta para un encuentro cordial, en intercomunicación fecunda y colaboración fraterna.
Quizás nada mejor que exponer la intención del libro con palabras del mismo autor:
«Si este ensayo ayuda a introducir algo de claridad y acaso de serena esperanza en tiempos difíciles, me daría por satisfecho. En todo caso, su única intención es contribuir a la tarea común de seguir trabajando por una Iglesia y un Cristianismo que se acerquen un poco más a su misión de anunciar al Deus humanissimus, cuyo único empeño en su creación y en nuestra historia es, desde siempre y para siempre, el bien de la humanidad. El bien de cada mujer y de cada hombre que vienen a un mundo tan trabajado por la angustia, pero que -desde Dios y a pesar de todo- tenemos derecho a esperar que sigue animado por una Esperanza más honda que nuestros fracasos y más fuerte que nuestros desalientos».
La exposición es clara, pero densa. Habrá que leer «a modiño», como diríamos en Galicia, para saber sacar todas las consecuencias de un acontecimiento conciliar del que seguimos esperando muchos y muy auténticos frutos.