Siempre me trae a la memoria que hace muchos años vi a un niño envuelto en pañales al que miraba su madre, cuyos ojos mostraban una inmensa alegría y escuché como el cielo cantaba y olía a mirra toda aquella extraña noche
(Peio Sánchez).- Aquella cara me recordaba a alguien, aquella mirada me transportaba en el tiempo y trato de indagar en mi desgastada memoria quien era aquella mujer que llevaba el dolor en sus ojos.
El recuerdo me hizo volar en el tiempo hacia mis años de pastor. Recordé cuando era un joven zagal forjado en el frío nocturno de las montañas. Quizás aquel rostro podía ser de alguna de las mujeres compasivas, en contadas ocasiones, prestaban los establos de sus casas para resguardar a los más niños de entre los pastores ateridos por el frío. Pero por más que me esforzaba no lograba enfocar con claridad mis recuerdos que permanecían borrosos.
Por algún motivo aquellos ojos traspasados por la pena convocaban a mi propio pasado. La imagen del viejo cofre me vino al pensamiento. ¿Qué tenía que ver aquella mujer con aquel misterioso objeto que me había acompañado durante tantos años?
El cofre había sido mi tesoro más preciado. Al principio no sabía exactamente su contenido. Me explicaron que aquella resina de color pardo rojiza, traslúcida y brillante era muy apreciada como perfume y también como medicina. El cofre que me regalaron contenía una buena cantidad. Tal era su valor y su peso que al principio me decidí a enterrarlo para informarme de la mejor forma de venderlo.
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