Las indecisiones de Pablo VI y la firme voluntad restauracionista de Juan Pablo II y Benedicto XVI desembocaron en el caos que impulsó a Joseph Ratzinger a dimitir de su cargo de papa
(José María Castillo).- Los católicos estamos asistiendo a un fenómeno nuevo en la Iglesia. Hasta Benedicto XVI, ningún «buen católico» debía poner en duda la sumisión incondicional al papa.
Hasta entonces, se mantenía firme la convicción tradicional, que estaba vigente desde el papado de Gregorio VII (s. XI): «Obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa» (J. Daniélou, H. Küng).
Esta idea quedó difuminada y se tambaleó sobre todo en las últimas décadas del s. XVIII con los planteamientos de la Ilustración, la Revolución y la modernidad. Por eso, con la eclesiología ultramontana que se desarrolla entre los años 30 y 70 del s. XIX, se prepararon los ambientes católicos para aceptar sin condiciones las afirmaciones tajantes del Vaticano I, que se mantuvieron firmes hasta el pontificado de Pío XII.
Afirmaciones de obediencia al papa (fuera quien fuera), que se enseñaban en los tratados de eclesiología de Zapelena y Salaverri, los manuales de eclesiología, que aprendíamos, seminaristas y frailes, en casi toda Europa, en América y en todos los centros de estudios eclesiásticos en los que se enseñaba la doctrina católica.
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