Deberían dejar de presentar como por verdad revelada que el ejercicio de la sexualidad sólo puede ser calificado como moralmente "regular" cuando se lleva a cabo dentro del matrimonio canónico entre un hombre y una mujer
(Jesús M. López Sotillo, sacerdote).- (1) Está convencido el Papa Francisco, como claramente expone en su Exhortación Apostólica Evangellii gaudium, de que también en el siglo XXI, igual que en los precedentes, debe la Iglesia seguir anunciando el Evangelio. Y, curiosamente, pero seguro que no por casualidad, ha dispuesto que el primer ámbito en torno al que los obispos reunidos en sínodo reflexionen sobre cómo llevar a cabo esa misión pastoral sea el de la familia.
Llama la atención porque en los últimos ochenta años, desde que Pío XI, el 31 diciembre de 1930, diera su encíclica Casti connubii, han sido innumerables las ocasiones, sobre todo desde la elección de Juan Pablo II y hasta la renuncia de Benedicto XVI, en que los Pontífices, las Congregaciones de la Curia vaticana, los Obispos diocesanos y las Conferencias episcopales han dado Magisterio sobre estos asuntos.
Pudiera pensarse que no queda nada por decir al respecto y que dedicar dos sínodos a reflexionar sobre tal tema parece innecesario. Sin embargo, a la luz del estilo que Francisco está imprimiendo a su pontificado, la noticia puede considerarse esperanzadora. La razón es que hay indicios que mueven a pensar que, como resultado de las debates sinodales, o al tiempo que se llevan a cabo, el Papa está decidido a que en adelante sea otra sino la doctrina sí al menos la manera con la que la Iglesia afronte las numerosas situaciones relacionadas con la familia que a día de hoy son calificadas cómo «irregulares».
(2) Sin embargo, la lectura de la parte doctrinal del Documento preparatorio que ha elaborado el cardenal húngaro Péter Erdo, arzobispo de Esztergom-Budapest, Relator general de la III Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, lleva a pensar que si los problemas vinculados a la familia a los que alude el Cuestionario que contiene la tercera parte y otros que no menciona han de ser afrontados pastoralmente desde la óptica que él propone, lo que se diga en torno a ellos difícilmente puede ser distinto a lo que ya ha enseñado el Magisterio de forma reiterada en las últimas décadas. Para que los dos sínodos que ha convocado el Papa, ofreciendo algo nuevo, respondan a las esperanzas que han suscitado, es preciso que los obispos busquen y se apoyen en otros fundamentos teológicos.
De ello hablo en las reflexiones que siguen. Son la respuesta que daría a mi obispo si estuviera entre las personas a las que ha pedido su parecer. Las hago públicas no por vanidad sino con el deseo de contribuir, aunque sea mínimamente, a que la Jerarquía acabe mostrando en estos asuntos no sólo un rostro más misericordioso y comprensivo, como pide el Papa, sino también más justo. Creo que puede y debe hacerlo y que si, como resultado de sus debates sinodales, lo hace, ello ayudará a que se mantengan en el seno de la Iglesia católica o decidan volver a él muchos hombres y muchas mujeres que no quieren estar lejos del mismo.
-II- Mis reflexiones sobre el trasfondo doctrinal del Documento Preparatorio
(3) El Documento preparatorio enseguida muestra que su autor ha querido dejar bien sentado desde el principio que existe en la Biblia una doctrina clara en torno a qué es una familia y a quiénes y cómo pueden constituirla y hacerla funcionar. Habría sido dada por el propio Dios al comienzo de la historia humana y reafirmada mucho tiempo después por el propio Jesús de Nazaret, su hijo amado. De ahí, en justa lógica, deduce que todo pensamiento o todo modo de proceder que no se ajuste a ese «Evangelio de la familia» es por sí mismo «irregular» y así ha de hacérselo ver la Iglesia a quienes sostengan ese tipo de opiniones o adopten ese tipo de conductas. Está obligada a hacerlo para conseguir que sean conscientes de que tienen un problema moral que deben resolver o sobrellevar sabiendo que verdaderamente lo es, aunque en la sociedad actual muchos de palabra y de obra afirmen lo contrario.
Éste es, sin duda, el sentir que trasmite buena parte de la Tradición y del Magisterio eclesial, entre cuyas enseñanzas ha llegado a estar la de que no hay parvedad de materia en lo tocante al tipo de pecado que comente quien transgrede la normativa eclesiástica en materia sexual, tan vinculada a la familia y a su entorno. Pero sí, como propone el Papa Francisco en su Exhortación apostólica, al acercarnos a la Biblia hemos de buscar en primer lugar la verdad que contiene (números 146-148), es preciso reconocer que en ella las cosas no son tan claras ni en lo tocante a la antigüedad y al contenido de esta doctrina ni en lo relativo a la importancia que la Iglesia otorga a estos asuntos.
(4) Péter Erdo sitúa en el mismo «Paraíso terrenal» el momento en que Dios puso en conocimiento de los primeros especímenes humanos el contenido nuclear del «Evangelio de la familia», para que lo aprendieran, respetaran y enseñasen a sus descendientes. Les explicó entonces que sólo un hombre y una mujer pueden constituir esa pequeña unidad social, que una vez constituida tiene un carácter «indisoluble» y que únicamente en ella, a través de la unión sexual de la pareja, pueden ser traídos al mundo los hijos. Pero lo que las investigaciones científicas nos vienen enseñando y corroborando desde finales del siglo XIX en torno al origen de la humanidad dibuja un escenario que nada tiene que ver con el que pintaron los autores del primer libro de la Biblia, al que el relator sinodal tanta importancia otorga. Es cierto que el segundo de los relatos de la creación del hombre y de la mujer que recoge el Génesis (2,4b-25) transmite una doctrina a la que Marcos 10,1-12 y Mateo 19,1-12 aluden para explicar el porqué de la respuesta que da Jesús a unos fariseos que le preguntan si le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo. Pero no es un tratado completo sobre el tema sino una doctrina fragmentaria, que no todos los autores del Antiguo Testamento comparten y enseñan, y que además fue elaborada, sin ningún género de dudas, miles de siglos después del paso por la Tierra de las criaturas a las que pudiéramos llamar «nuestros primeros padres». Jesús, por su parte, la cita, según la narración de Marcos y de Mateo, no en el marco de un discurso dedicado expresamente a hablar de la familia sino, como acabamos de recordar, en el de una polémica con los fariseos. Y lo hace para defender a las mujeres frente a los maridos que las tratan como si fueran animales u objetos, no para forzarlas a soportar resignadamente todo el daño que sus esposos, a los que ellas no habían elegido, fueran capaces de causarles.
Fuera de estos pasajes, apenas encontramos otros en los evangelios canónicos que tengan que ver con el pensamiento de Jesús en torno a la familia. Se ve con claridad que no es un asunto sobre el que los autores neotestamentarios hayan recibido o quieran transmitir como proveniente del Maestro muchos y muy precisos detalles, por más que sus enseñanzas generales también sean de aplicación en este ámbito concreto de la existencia humana.
(5) Sin embargo, a partir de tan escasas referencias, a veces sacadas de contexto, tergiversadas o magnificadas, poco a poco, siglo a siglo, ha ido surgiendo una muy extensa y detallada doctrina magisterial en torno al ámbito de lo afectivo, del instinto sexual, del matrimonio y de la gestación, crianza y cuidado de los hijos. Y estos asuntos han llegado a convertirse en parte fundamental de la enseñanza y de la vida de la Iglesia como prueba todavía hoy la cantidad tan elevada de números y de cánones que tienen que ver con ellos en el actual Catecismo de la Iglesia Católica y en el vigente Código de derecho canónico, ambos aprobados por Juan Pablo II en 1992 y en 1983 respectivamente. La abundancia de magisterio y de ordenamiento canónico al respecto es tan grande y se ha expuesto con tanta reiteración y publicidad que quienes desconozcan los textos neotestamentarios fácilmente pueden llegar a pensar, sin ser en absoluto cierto, que para eso vivió y predicó Jesús, para proclamar e instar al conocimiento y puesta en práctica de ese «Evangelio de la familia» del que en numerosas ocasiones habla Péter Erdo en su Documento preparatorio.
(6) Los sínodos del 2014 y del 2015 pueden ser una buena ocasión para que los obispos pongan término a esta situación. Se trata de uno de los casos a los que con mayor claridad y motivo cabe aplicar lo que dice el papa Francisco en la Evangelli Gaudium (Cap. I, punto III, nº 34-39) cuando, teniendo en cuenta la doctrina del Vaticano II respecto a que «hay un orden o «jerarquía» en las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana» (Unitattis redintegratio, 11), afirma «esto vale tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.»(nº 36). Como esos invitados que, según Lucas, vio Jesús que elegían los primeros puestos en la sala del banquete (14,7ss), el magisterio eclesial sobre todo lo que tiene que ver con el ámbito familiar ha ocupado un sitio de preferencia y de preeminencia dentro del entramado doctrinal cristiano que no le corresponde. Los sínodos pueden ser el momento que los obispos aprovechen para colocarlo en el lugar adecuado y también y muy importante para abordar la amplia y compleja problemática que le rodea a la luz de lo que constituye el núcleo de nuestra fe, al que el Papa no deja de referirse desde el inicio de su pontificado: el amor incondicional y compasivo de Dios hacia sus criaturas, cuyo bien desea y procura, independientemente de cual sea el tipo de conducta que éstas pongan en práctica.
El Nuevo Testamento, sin que sea necesario llevar a cabo una interpretación compleja o forzada de sus textos para sacarla a la luz, contiene y transmite esta profunda y fundamental convicción, que es fuente de esperanza y de libertad para cuantos la comparten y motor que induce a adoptar como actitud moral básica en la vida la de proporcionar y procurar que se proporcione a los seres que nos rodean un trato semejante al que creemos Dios nos dispensa. Así lo considera y resalta Francisco en su Exhortación Apostólica dentro del capítulo quinto, que titula «Evangelizadores con espíritu» (nº271). Sin embargo esa convicción ha quedado en la sombra no sólo pero muy especialmente en el Magisterio que la Iglesia ha dado sobre las cuestiones de las que aquí venimos hablando. Pero, si los obispos deciden decir algo distinto sobre ellas, habrán de recuperarla.
(7) El proceso que ha llevado a su oscurecimiento y pérdida de influencia tiene mucho de sorprendente. Al tiempo que la Iglesia iba dando de lado a la mayor parte de los preceptos de la Torá, la muy extensa y meticulosa ley religiosa del judaísmo, en lugar de promover entre sus miembros la asunción y el ejercicio de la libertad espiritual de quienes se sienten no esclavos sino hijos amados de Dios, acabó dando forma y alzando un nuevo y muy complejo entramado moral. Dentro del mismo todo aquello que se relaciona con el modo de articular la necesidad de afecto y cuidado que tenemos las personas, así como con la manera de encauzar el instinto sexual, que nos proporciona placer y nos mueve y capacita para la reproducción y conservación de la especie, fue ocupando, ya lo hemos señalado, un lugar predominante, como si perteneciera a la esencia misma del ser cristiano, mientras que otros aspectos a los que en el Nuevo Testamento otorga mucha mayor relevancia, como puede ser la práctica y la defensa de la justicia social, quedaban en un segundo plano e, incluso, eran vistos con recelo. A este desplazamiento del foco de interés, con el que no está en absoluto de acuerdo, alude el Papa varias veces en la Evangelli Gaudium. Lo hace especialmente en el capítulo cuarto, que ha titulado «La dimensión social de la Evangelización».
(8) Al término de esta transmutación, Dios, al que Jesús había llamado y enseñado a llamar «abba», padre bueno, porque nos quiere no en función de que cumplamos mejor o peor sus designios sino por el mero hecho de ser sus hijos, como espléndidamente refleja la llamada parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), era nuevamente presentado, adorado y temido como un legislador que establece abundantes y muy precisas normas de comportamiento y como un juez que premia o castiga a los seres humanos tras evaluar el grado de obediencia que han prestado a las mismas. Esa convicción que Pablo aprendió junto a los cristianos helenistas de Damasco de que «para ser libres nos ha liberado el Señor y no para recaer en la esclavitud» (Ga 5,1) fue quedando en el olvido, pese a que la Carta a los gálatas, en la que la expresa, nunca haya dejado de leerse en nuestras liturgias. También dejó de tenerse en cuenta otra importante advertencia de Pablo que leemos en su Carta a los romanos: «No recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ¡Abba, Padre!» (Rm 8,15). Fueron quedando asimismo en la sombra palabras suyas tales como «Todo me está permitido, pero no todo me conviene» (1Co 6,12; 10,23) o «Nada nos podrá separar del amor de Dios» (Rm 8,38-39). Y en cambio se acabó creyendo y enseñando, directa e indirectamente, que la frase que leemos en el Evangelio de Juan «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (15,14) refleja mejor lo que Jesús quiso transmitir sobre la actitud que espera de sus discípulos y también y muy especialmente sobre lo que Dios espera de la humanidad. La obediencia ganó la partida a la libertad. Volvimos a ser esclavos de la Ley, de otra Ley, de otros preceptos, pero esclavos, no hijos libres que viven sin temor y que, en pro de la paz y el bienestar común, actúan de forma responsable, sin morderse unos a otros para no destrozarse mutuamente (Ga 5, 13-15).
Esta nueva «Torá», fruto de un largo proceso de configuración y desarrollo, no ha permanecido, por lo demás, inmutable desde sus orígenes hasta ahora. El influjo de las circunstancias ha dejado su rastro en ella. Pese a lo cual, e incluso ocultándoselo, les ha sido presentada a los fieles, en la versión que estuviera vigente en cada época, como expresión cierta y precisa de la voluntad de Dios, que los teólogos cristianos han identificado con lo que dieron en llamar «Ley natural». Y se les ha enseñado que, por ello, ha de ser conocida y respetada no sólo por los cristianos sino por la humanidad entera, en todo tiempo y lugar, como camino para estar a bien con él y gozar de su favor. De este modo se ha convertido para muchas personas, como antes ocurrió con la Tora entre los judíos, en fuente generadora de profundos temores religiosos y de angustiosos escrúpulos morales, muchos de ellos relacionados con el ámbito de lo afectivo, de lo sexual y de lo que tiene que ver con la familia. Creyendo en la real procedencia divina de esa legislación, muchos hombres y muchas mujeres han vivido y aún viven agobiados por la obligación que creen tener de cumplirla y lo incapaces que se ven de hacerlo debido a circunstancias particulares suyas que se lo impiden o a que les puede la inclinación que sienten a actuar de otra manera que consideran mejor, aunque la jerarquía eclesial diga que es «mala».
(9) Sin embargo, a tenor de lo que leemos en su Exhortación Apostólica, cabe pensar que el Papa desea dar un enfoque distinto a este asunto:
«El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».» (E.G. nº39).
En línea con estos deseos del Papa, que en la Exhortación ha expuesto, según él mismo anuncia, con sentido programático (cfr. nº 25), los obispos, reunidos en sínodo y con él a la cabeza, tienen ahora la oportunidad de pensar y elaborar sus directrices en torno a los desafíos pastorales que plantea la familia en el contexto de la evangelización volviendo a tener en cuenta y dejando que les influya la antigua y profunda convicción cristiana de que Dios ante todo y pese a todo siempre desea y busca nuestro bienestar, porque no somos para él siervos a los que exige obediencia ciega sino hijos libres y amados en los que se complace. Si finalmente lo hacen, si retoman esta fe como sustento y foco iluminador de sus deliberaciones, el magisterio que den sobre los asuntos sometidos a su análisis, a diferencia del que han ido dado en las últimas décadas, podrá dejar de tener el tono de recuerdo recriminatorio de las supuestas «normas sagradas» sobre la familia que de forma masiva se incumplen hoy en día dentro y fuera de la Iglesia. Si piensan y hablan desde un sincero aprecio a los hombres y a las mujeres a los que se dirigen similar al que creemos nos tiene Dios, sus palabras podrán adoptar la forma de consejos que, sin pretender coartar la libertad moral de las personas, se ofrecen a todos con el deseo de contribuir al bien de los individuos y a ir configurando una sociedad en la que se respete su dignidad y se creen condiciones de vida en las que aquello que les causa daño vaya siendo erradicado, si es posible, o, en caso contrario, se convierta en algo más llevadero. Sobre el contenido de tales consejos respecto a algunas de las cuestiones a las que alude el Documento preparatorio y a otras que no menciona hablo a continuación.
-III- Mis reflexiones sobre las Situaciones Pastorales en torno a las que pregunta el Cuestionario del Documento Preparatorio
(10) Aunque, como he señalado en el apartado anterior, no es cierto, Péter Erdo en su Documento preparatorio no sólo se muestra convencido de que Dios tiene y ha dado a conocer una normativa clara y precisa sobre cuanto tiene que ver con la familia sino que también transmite la firme convicción de que esa normativa coincide con la que ha transmitido el Magisterio a lo largo de las últimas décadas y del que da cuenta el Catecismo de la Iglesia Católica, al que hace referencia explícita. Asentado sobre estas dos seguridades, no encontramos en sus palabras nada que induzca a pensar que las personas son libres a la hora de encauzar estos asuntos o que puede haber encauzamientos mejores que los que la Iglesia viene proponiendo desde comienzos del siglo XX. No contempla la posibilidad de que existan y convivan diferentes maneras de afrontar esos asuntos ni de que se imponga una distinta a la que el Magisterio enseña como buena. Por ello, como en la actualidad existen de hecho y de derecho múltiples modos de articular estos asuntos y entre ellos el católico no es a día de hoy el que más apoyo recibe, considera que la situación es muy grave. A su juicio todo lo relativo a la familia, estando inmerso como está en una «evidente crisis social y espiritual», atraviesa un momento sumamente difícil y preocupante, con multitud de situaciones irregulares, que los obispos deben denunciar. Aunque, siendo misericordiosos como el Papa les pide que sean, entiende que han de buscar también la manera de tender la mano a las personas que se encuentran directa o indirectamente envueltas en alguna de esas situaciones, para ofrecerles cauces pastorales que les permitan resolverlas o afrontarlas manteniéndose en el seno de la Iglesia, con las limitaciones, eso sí, que su situación moral y canónica, mientras se mantenga, irremediablemente les impone.
(11) Llama la atención, sin embargo, que dentro del amplio y heterogéneo catálogo que ofrece de tales situaciones no aparezca ninguna que tenga que ver con el maltrato, la miseria o el sufrimiento que en todo el mundo y por diferentes motivos se ven obligados a soportar millones de hombres y mujeres en el seno de sus familias o privados de ellas, asunto que tanto preocupa al Papa y ante el cual se muestra enormemente beligerante. Llama la atención que no mencione tampoco ninguna que esté relacionada con ese «pan sucio» del que el pasado nueve de noviembre habló Francisco en su homilía en la capilla de la Residencia de Santa Marta, pan que algunos padres dan a comer y enseñan a ganar a sus hijos, pan conseguido mediante corrupción, que en modo alguno fomenta el compromiso social de quienes lo comen, sino el egoísmo carente de respeto a la dignidad de las personas. Las situaciones irregulares a las que alude tienen que ver casi exclusivamente con personas que en cuestiones de afectos, sexo, matrimonio y gestación y cuidado de los hijos no se atienen a la doctrina eclesial ni respetan los cánones que la regulan.
La mayoría de ellas hablan de hombres y mujeres que dan cauce a su instinto sexual fuera del matrimonio sacramental, bien sea porque aún no lo han contraído o porque no quieren contraerlo o porque, haciendo caso omiso de su carácter indisoluble, lo han roto por su cuenta y han establecido otras relaciones nuevas. Hay, no obstante, unas pocas en las que están involucradas también parejas casadas por la Iglesia, pero que, al igual que muchas que no lo están, hacen uso de la sexualidad sin estar abiertas a la vida, utilizando métodos anticonceptivos distintos al de realizar el acto sexual en días infecundos, o buscan descendencia por vías distintas a la de la unión física de los esposos, o interrumpen voluntariamente el embarazo, sin tener en cuenta que ninguna circunstancia lo justifica.
(12) Tenemos aquí un claro ejemplo de esa «transmutación» de valores que se ha operado en el Magisterio de la Iglesia en lo tocante a estos asuntos, a la que antes nos hemos referido. La llamada a ejercer la libertad de la que los hombres y las mujeres gozan, según creía Jesús y destacaron los cristianos helenistas, por el hecho de que Dios las considera y trata no como esclavos sino como hijos suyos amados, es sustituida por severos requerimientos a practicar la obediencia y, además, a preceptos que, presentados como de origen divino, están desvinculados casi por completo de la que, según los relatos neotestamentarios, fue preocupación principal del Maestro, la construcción de un reino, de una sociedad, en donde la gente sufra menos y haya más lugar para la abundancia y el gozo, la justicia y la paz. A juzgar por el Cuestionario que ha enviado a los obispos, no le preocupa a Péter Erdo saber en qué medida y por qué motivos las personas lo pasan mal actualmente en el entorno familiar sino si se les está enseñando adecuadamente el Magisterio eclesial sobre la familia y qué acogida tiene. Si quienes viven en situaciones irregulares son conscientes de ello. Si acuden al sacramento de la penitencia. Si desean participar en la eucaristía. Si piden educación religiosa para sus hijos biológicos o adoptados. Y, en caso de que lo hagan, si la actitud pastoral que se está poniendo en práctica en las diferentes diócesis de mundo es adecuada o podría mejorarse.
No hay nada en el Documento preparatorio, hecho con vistas a ir dando forma al Documento de trabajo que servirá de base para la reflexiones sinodales, que inste a los obispos a reflexionar y a emitir su opinión sobre la conveniencia de replantear el puesto que hoy en día ocupan en el entramado doctrinal católico los asuntos de los que aquí venimos hablando, ni sobre el contenido concreto del Magisterio dado por la jerarquía eclesial en las últimas décadas en torno a ellos. Lo que a su juicio han de hacer los padres sinodales es seguir ejerciendo una fuerte presión sobre quienes, sean católicos o no, se encuentran inmersos en las situaciones irregulares que él menciona, para que pongan en orden su vida moral, y también sobre la población en general y sobre las instituciones públicas mediante las que la sociedad articula su convivencia, para que conozcan y tengan en cuenta en sus legislaciones la doctrina de la Iglesia. No concede ninguna importancia al hecho de que al hilo del desarrollo científico y técnico en el campo de la biología hayan surgido nuevas ideas en torno a cómo entender y regular todas estas cuestiones. Y tampoco parece importante en absoluto que, con su inmovilismo doctrinal, la jerarquía pongan a muchos hombres y mujeres, católicos o de otras confesiones, credos o ideologías, ante el dilema de tener que elegir con cierto grado de angustia moral entre su propensión a afrontar estos asuntos en consonancia con los nuevos saberes y con los nuevos planteamientos ideológicos al respecto y las fuertes y acuciantes llamadas que reciben por parte de las autoridades eclesiales para que no lo hagan, por estar en contra de la voluntad de Dios, que identifican con la que, pese las muchas y bien fundadas críticas que ha recibido, siguen creyendo que existe y llaman «Ley natural».
(13) Pero, por los motivos expuestos en el apartado anterior, creo que la actitud de los obispos debe ser otra muy distinta. Considero que tanto en sus deliberaciones como en las conclusiones a las que lleguen al término de los dos próximos sínodos deberían tener en cuenta y respetar, como ya he dicho, la antigua creencia cristiana de que los hombres y las mujeres a la hora de organizar sus vidas no son esclavos que han de obedecer leyes precisas que Dios ha impartido, sino criaturas libres, a las que, por su propio bien, les conviene actuar con responsabilidad. Considero, asimismo, que tras lo que piensen y digan sobre los desafíos pastorales que plantea la familia en el contexto de la evangelización debe estar no tanto la preocupación porque se conozca y respete el Magisterio dado por la Iglesia hasta ahora cuanto el empeño de contribuir de algún modo a que en ese ámbito y desde ese ámbito, tan importante y multiforme de la existencia humana, se haga todo lo posible para lograr el mayor grado de bienestar de las personas. Consecuentemente, tras sus deliberaciones y sus palabras debe estar también el empeño de conseguir que en ese y desde ese ámbito se trate de evitar o de aliviar aquellas situaciones que les causen sufrimiento o que supongan para ellas maltrato físico o psicológico al estar cargadas de violencia, humillación, desprecio, discriminación, abandono o explotación despiadada. Procediendo de este modo, no les será difícil comprender y enseñar que la mayor parte de las situaciones irregulares que menciona el Documento preparatorio realmente no lo son ni plantean problema pastoral alguno, mientras que hay otras no señaladas, a las que antes hice referencia, que son mucho más perjudiciales para el bienestar de los individuos y de la sociedad.
(14) Sabedores de que el análisis bíblico no lo confirma, deberían los obispos, a mi juicio, dejar por fin de considerar y de presentar como por verdad revelada que el ejercicio de la sexualidad sólo puede ser calificado como moralmente «regular» cuando se lleva a cabo dentro del matrimonio canónico entre un hombre y una mujer y sin privarle de la capacidad generadora de vida que tiene. Si lo hacen y aceptan como un hecho normal que las personas son libres a la hora de buscar y de poner en práctica responsablemente formas mediante las que les sea posible cubrir sus necesidades de afecto y cuidado y maneras que les permitan encauzar el instinto sexual, visto como algo bueno ya que precisamente porque proporciona placer mueve también a los hombres y a las mujeres a poner en acción su capacidad reproductora, no se verán en la necesidad de señalar como irregulares todas las opciones que no pasen por el matrimonio sacramental abierto a la vida e independientemente de si, pese a ello, son respetuosas con las personas implicadas y de si contribuyen a su bienestar físico y espiritual.
No tendrán tampoco que quebrase la cabeza pensando de qué manera atender pastoralmente a los muchos millones de hombres y de mujeres, de casi todas las edades y circunstancias, que se encuentran en ese estado: jóvenes que mantienen relaciones prematrimoniales, parejas de hecho que no consideran necesario o no pueden dotar a su unión de naturaleza jurídica, matrimonios civiles o celebrados según el ritual de otras religiones o de otras confesiones cristianas, parejas unidas por el sacramento del matrimonio que no se atienen exactamente a la normativa eclesiástica al usar métodos anticonceptivos que la Iglesia no admite o porque faltan al compromiso de fidelidad o debido a que, sin que la Iglesia les conceda la nulidad, rompen el vínculo y rehacen su vida una o más veces con otro hombre u otra mujer, personas «consagradas» que no cumplen el voto de castidad o sacerdotes que no guardan el celibato. Bastará con que hagan una llamada al uso responsable de la libertad de elección en estos asuntos tan importantes y delicados y a que, sea cual sea su opción, no se desprenda de ella daño para todos o para algunos de los afectados por la misma ni les cierre de tal manera en sus propios intereses que les convierta en personas insensibles ante los problemas de los demás o ante los de la sociedad de la que forman parte o, peor aún, en individuos que contribuyen a crearlos o a que se perpetúen y crezcan. Por esa senda es precisamente por la que, según leemos en el Capítulo IV de la Evangelii gaudium, parece querer el Papa que se mueva la Iglesia hoy en día al realizar su tarea evangelizadora.
(15) Teniendo muy presente lo que constituye el núcleo de la fe cristiana, ese que Francisco no deja de recordar día tras día, la creencia firme en que Dios es y actúa como un padre bueno, como un abba misericordioso, al que nada hace dejar de querer a sus hijos ni de anhelar y procurar que tengan cuanto más bienestar mejor, «prosperidad sin exceptuar bien alguno», según frase de Juan XXIII en la Mater et Magistra, que recuerda el Papa en su Exhortación (nº 192), deberían los obispos dejar de expulsar a los márgenes de la Iglesia, señalándoles como personas en situación moral irregular, a los millones de hombres y de mujeres que todo el mal que han hecho es encauzar su necesidad de ser queridos y de querer y la de proporcionar y recibir gozo a través del ejercicio de la sexualidad fuera de los parámetros que el Magisterio ha señalado como queridos por Dios.
Máxime cuando, como en tiempos de Jesús, de muchos de ellos podría decirse, empleando la terminología evangélica, que «precederán en el Reino de los cielos» a bastantes de los que les consideran inmorales, porque ellos aman mucho más que estos otros, que incluso estarían dispuestos a apedrearles. Entre este tipo de marginados injustamente por la Iglesia católica cabe señalar y destacar hoy en día a los homosexuales, a quienes los obispos, deseando y procurando su bienestar, deberían reconocer el derecho a constituir parejas, sean o no cristianos sus miembros, y a que, una vez constituidas, tanto si acceden a una regulación civil o religiosa de su estado como si se mantienen como unión no reglada socialmente, puedan, de forma responsable y según los medios de que hoy disponemos y permiten nuestros ordenamientos jurídicos, concebir hijos o recibirlos en adopción, siempre y cuando exista cierta garantía de que no les va a faltar el cuidado físico y afectivo necesario para crecer sintiéndose queridos y protegidos y recibiendo la educación necesaria para que puedan desenvolverse en la vida.
Deberían, asimismo, fundados en esa fe en que Dios, como un padre bueno, desea nuestra prosperidad sin exceptuar bien alguno, en vez de rechazarlas, como vienen haciendo en las últimas décadas, mostrar su apoyo a todas aquellas nuevas técnicas de cuyo uso no se derive daño para nadie o que constituyan el mal menor y que sirvan para hacer más dichosa la vida de las personas o para remediar o aliviar el dolor físico y el sufrimiento espiritual que aqueja a muchos hombres y a muchas mujeres concretos en todos los ámbitos de la vida y también en el que tiene que ver con lo que atañe a las familias. Incluso en el complejo y delicado tema de la interrupción voluntaria del embarazo, cuando se haga para no poner en peligro la vida o la salud de la madre, para evitar el nacimiento de niños con graves enfermedades o defectos físicos o para prevenir o curar dolencias mediante la selección de embriones o el uso de sus células madre.
(16) Y, sabedores de nuestra fragilidad, aunque sigan defendiendo, como hasta ahora, que, por el bien de las parejas y de sus hijos, consideran bueno y conveniente buscar la estabilidad y el funcionamiento armónico de la unidad familiar evitando todo aquello que pueda ponerla en peligro, deberían también los obispos, desde la confianza en la misericordia divina y en su predisposición a recibir con alegría al que perdido por los caminos de la vida quiere tomar una senda que no le cause a él ni cause a otros dolor, aceptar y promover que en la sociedad e incluso dentro de la propia Iglesia se creen mecanismos que permitan enmendar las elecciones equivocadas o fallidas o aquellas que se vea claramente que han perdido su razón de ser. Sabedores, en este sentido, de que, por muchas y muy diversas razones, con frecuencia la convivencia entre los miembros de una pareja se deteriora hasta hacerse inviable o convertirse en un infierno, incluso cuando los que la forman son católicos y decidieron formalizar su unión a través del rito sacramental, deberían, respetando los derechos de las partes y, si los hay, los de los hijos, admitir que, sin necesidad de que un juez eclesiástico dictamine que nunca existió, se pueda reconocer que la unión ha fracasado y que a partir de dicho reconocimiento los esposos quedan libres para rehacer su vida del mejor modo posible, sin que por ese único motivo hayan de quedar excluidos de la comunión sacramental.
(17) Adoptando esta nueva actitud, ciertamente los obispos se distanciarían del Magisterio que ha dado la Iglesia en otros momentos históricos, pero de ahí no cabría deducir que ha roto por completo con la Tradición cristiana, sino que retoman una línea de la misma que había quedado injustamente ensombrecida. Y sin necesidad de hacer constantemente una profesión pública de su fe, se estarían mostrando como personas que creen y enseñan a creer en Dios y en su amor incondicional y providente, y como hombres que, animados por esa firme convicción, transitan y enseñan a transitar por la existencia con esperanza y con la libertad de hijos de la que, tras haberla aprendido con los cristianos helenistas, tanto habla y con tanto ardor defiende san Pablo, usándola no de modo alocado sino de forma responsable y solidaria, para no dañar a nadie y para defender y proteger a quienes la vida u otras personas hacen sufrir.