Aquellos momentos fueron propicios para intercambiar algunas opiniones sobre un tema que nos interesaba a ambos: la literatura. Hablamos de libros y autores
(Roberto Alifano).- Y detrás de él los cónsules gimieron/ y rumia luz en campos celestiales (Francisco de Quevedo). Casi como al pasar, en una página destinada a perpetuarse, Oscar Wilde escribió que «un hombre, en cada instante de su vida, es todo lo que fue y lo que será; todo su pasado y todo su porvenir».
Hace algunos años, en la embajada de Italia tuve la oportunidad de conocer al cardenal Jorge Mario Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires. Recuerdo que la persona que nos presentó dijo en tono de broma «dos borgeanos se saludan«.
Aquellos momentos fueron propicios para intercambiar algunas opiniones sobre un tema que nos interesaba a ambos: la literatura. Hablamos de libros y autores. Sin embargo, una de las perplejidades que me produjo ese encuentro con el cardenal fue el conocimiento sobre la obra de Borges, a quien había conocido personalmente y destacado en sus clases cuando enseñaba psicología y letras.
El diálogo fue enriquecido de pronto de una manera casi encantada cuando aquel religioso recatado y circunspecto me recitó de memoria, con palabras conmovedoras, el soneto Everness:
Sólo una cosa no hay. Es el olvido Dios que salva el metal salva escoria y cifra en Su profética memoria las lunas que serán y las que han sido.
Ya todo está. Los miles de reflejos que entre los dos crepúsculos del día tu rostro fue dejando en los espejos y los que ira dejando todavía.
Y todo es una parte del diverso cristal de esa memoria, el universo; no tienen fin sus arduos corredores
y las puertas se cierra tu paso; sólo del otro lado del ocaso verás los Arquetipos y Esplendores.
Ni remotamente podía yo imaginar en esa época que estaba ante el futuro papa Francisco. Lamentablemente no se dio un segundo encuentro para continuar nuestra conversación. Tantas cosas quedaron pendientes…
Ahora el mundo lo ha elegido como arquetipo para exaltar y agigantar su dimensión humana en un cargo que lo proyecta universalmente. Y a menos de un año de haber sido elevado al trono de San Pedro, este argentino ya se ha convertido en una leyenda.
He tenido el honor de estar otra vez ante este hombre sencillo, sabio y ecuménico.
Lo vi cumplir con su misión actual sin remilgos ni distancias ante una cristiandad que lo aclamaba en la Plaza del Vaticano. Besar a los niños, consolar a los discapacitados y detenerse metro a metros para estrechar manos y dar su bendición. Ocupar luego su asiento y dirigirse a la feligresía sonriente, con un tono amable, desafectado y directo.
Sus palabras vibran siempre como aceros y estremecen por su ternura.
Un hecho conmovedor que vale la pena destacar para evidenciar el carácter bien porteño de Francisco (la amistad ha observado Borges es una verdadera pasión argentina), es que mientras recorría la plaza con su papamóvil, descubrió a un sacerdote amigo entre la gente e hizo detener el vehículo para invitarlo a subir y hacerlo sentar a su costado; otro gesto asombroso para su investidura.
Después de la ceremonia se acercó hacia Alejandro Vaccaro y hacia mí para saludarnos. Fue breve el diálogo, pero memorable. En algún momento, yo empecé a recitarle Everness y Francisco lo continuó con un énfasis menos rotundo que nostálgico.
–Con ese soneto yo empezaba mis clases sobre Borges -nos dijo.
Y agregó algo melancólico-: ¡Eran otros tiempos; pero, qué tiempos aquellos!…