Juan XXIII, al convocar el concilio, llamó a la iglesia a vivir un presente creativo que configurara un futuro que no podía ser simplemente el pasado
(Javier Montserrat)- Cuando José Manuel Vidal me propuso participar en la presentación de «Un Concilio entre primaveras» (Herder-RD), me indicó que mi intervención debía mirar al futuro. Entiendo que la verdadera significación del Concilio Vaticano II fue precisamente abrir el futuro. Juan XXIII, al convocar el concilio, llamó a la iglesia a vivir un presente creativo que configurara un futuro que no podía ser simplemente el pasado, sino algo verdaderamente nuevo. Una inquietud universal se extendió sobre la iglesia, se ensayaron propuestas y caminos para ir hacia el futuro.
En mi opinión, la necesidad de buscar un futuro nuevo está todavía abierta. Quiere esto decir que el gran proyecto de intenciones del Vaticano II está todavía sin cumplir. La pregunta es obvia: ¿Pero por qué todavía está sin hacer lo que la primavera de Juan XXIII estableció como proyecto? La respuesta es también igualmente obvia: porque hasta ahora no se ha podido configurar el gran proyecto de renovación que el concilio proponía como meta; un proyecto potente que fuera capaz de agrupar el consenso de la iglesia hacia el futuro.
Es evidente que no se puede ir hacia «algo» que no está perfilado con precisión. No puede emprenderse un viaje sin saber con precisión hacia dónde vamos. La nueva meta, el destino hacia el que debemos caminar, deberá ser una reformulación del kerigma cristiano a la luz del mundo moderno, será el tránsito desde el paradigma antiguo greco-romano al nuevo paradigma cristiano de la modernidad.
Después de veinte siglos en el paradigma antiguo, la entrada en el nuevo paradigma será para la Iglesia uno de los momentos creativos más importantes de su historia. Por ello, no podrá sino realizarse en el marco de un nuevo concilio que deberá ser el primer hito de importancia en línea con el futuro que fue abierto con el concilio Vaticano II.
En 1962 declaraba Juan XXIII: «Es menester que esta enseñanza cierta e inmutable, a la cual se debe rendir el homenaje de la fe, sea estudiada y expuesta del modo que exige nuestra época». Es decir, el kerigma al que debemos la adhesión de la fe (que es la adhesión a Jesús) debe ser estudiado y expuesto del modo que exige nuestra época (y esto significa, de acuerdo con la hermenéutica exigida por los tiempos modernos). Por tanto, el impulso hacia la renovación iba mucho más allá de lo externo en las expectativas del carismático papa Roncalli: dejaba abierta la proclamación aggiornada del cristianismo ante el logos de la modernidad. Logos de la modernidad que tiene dos dimensiones que no debemos olvidar: la dimensión científico-filosófica y la dimensión socio-política. Ante estas dos dimensiones del logos de la modernidad debía producirse el aggiornamento hermenéutico del kerigma cristiano.
Entender estas palabras de Juan XXIII al establecer los objetivos del concilio supone una distinción esencial en la teología cristiana: el kerigma que expresa la formulación de la doctrina de Jesús en la fe de la iglesia y la hermenéutica, o estudio y exposición del kerigma desde la cultura de cada época. El kerigma es inmutable y le debemos la adhesión de la fe, que es la adhesión a Jesús. Pero la hermenéutica depende del tiempo y está abierta. Así, la hermenéutica de san Agustín y de santo Tomás no son idénticas, pero ambas asumen el kerigma cristiano.
Quiero insistir en que la hermenéutica no es trivial, sino una necesidad nacida de la esencia de la fe cristiana y de su proclamación en la historia. La obra de Dios se despliega, en efecto, en dos momentos armónicos que responden a un mismo designio divino: la obra de la creación y la obra de la revelación en Cristo. Por ello, el eterno designio divino (el plan de la creación y de la salvación encaminado a la filiación divina) se manifiesta en la Voz del Dios de la Creación y en la Voz del Dios de la Revelación en Cristo. Ambas voces responden al mismo plan salvador de Dios que se nos manifiesta en el Libro de la Naturaleza y en el Libro de la Revelación. El hombre mismo, en su condición de ser natural en conciencia de las circunstancias de su vida en el escenario del mundo, es el presupuesto inevitable para que haya fe cristiana: es el hombre (que advierte en sí mismo la Voz del Dios de la Creación) el que descubre en Cristo la presencia de la Voz del Dios de la Revelación y la acepta. Por ello, cuando la teología quiere estudiar y exponer de forma reflexiva y sistemática el kerigma cristiano no puede sino estudiar y exponer racionalmente quién es el hombre en el mundo, es decir, cómo es el mundo que ha sido creado realmente por Dios.
¿Cómo es, por tanto, realmente el universo que ha sido fundado por Dios en la obra de la creación? El pensamiento antiguo describió un universo y un hombre que dependía de la cultura greco-romana que, con los siglos, derivó a una visión teocéntrica del hombre (en la dimensión filosófico-teológica) y a una visión teocrática (en la dimensión socio-política). Sin embargo, la imagen de la realidad en el mundo antiguo se transformó sustancialmente en el curso del nacimiento de la cultura moderna, tanto en lo científico-filosófico como en lo socio-político. Por tanto, ¿cómo es realmente el universo creado por Dios? Todo nos lleva a pensar que Dios ha creado el universo que hoy conoce la cultura, la ciencia y la filosofía moderna.
Es claro que exponer el kerigma en la forma que exige nuestra época -tarea abierta por Juan XXIII para el concilio- no puede suponer evadirse de la realidad del tiempo presente para sumergirse en la imagen de lo real en el paradigma greco-romano. La Iglesia debe dar crédito al pensamiento contemporáneo y aceptar que la ciencia, aunque no acabada, ofrece una imagen más correcta de cómo es el mundo real creado por Dios. Esta sería la primera gran tarea de un nuevo concilio: salirse de la ontología antigua y del teocentrismo, o sea, de la hermenéutica mantenida durante siglos. Ahora bien, la tarea conciliar no acabaría ahí, ya que su objetivo último debería ser mostrar la iluminación bidireccional entre la Voz del Dios de la Creación, manifiesta en la modernidad, y la Voz del Dios de la Revelación, manifiesta en el kerigma cristiano. Mostrar la armonía entre la realidad y el kerigma debería constituir el núcleo esencial de la proclamación conciliar del sentido del universo y el sentido de la fe cristiana.
El nuevo concilio debería proclamar el Misterio de Cristo como doctrina esencial del kerigma cristiano. La Iglesia ha conocido por la enseñanza de Jesús, de forma sorprendente e inesperada, el hecho de que el Dios trinitario hasta tal punto amó al mundo que quiso misteriosamente hacerse presente en la historia en la persona de Jesús, el Verbo de Dios encarnado. La misión del Hijo de Dios no fue romper el designio divino en la creación, sino desvelar su sentido, manifestarlo y realizarlo en un momento del tiempo. El anonadamiento, vaciamiento o kénosis de la Divinidad en la encarnación se plenifica en la cruz. Se manifiesta y realiza en un momento del tiempo en que el Dios real asume su kénosis o silencio ante el enigma del universo y ante el drama de la historia.
En la humillación de la Divinidad en la cruz y en el dolor de la crucifixión, Dios muestra su solidaridad con la angustia humana por el enigma del universo y por el drama de la historia, para hacer posible la libertad, la dignidad y la santidad de la humanidad. Pero, por otra parte, en el Misterio de la Resurreción que sigue realmente al tiempo de la humillación en la muerte de Cristo, que no es un milagro impositivo, sino un signo teológico, se manifiesta y realiza anticipadamente en Jesús la liberación final de la historia en que Dios se nos mostrará como el Dios salvador que cumple las apetencias humanas.
Decíamos antes que en este nuestro tiempo es donde el kerigma cristiano debe ser estudiado y expuesto, promoviendo la fe (ante lo científico-filosófico-teológico) y la justicia (ante lo socio-político). La búsqueda de una vida digna, dominando el mundo para superar la pobreza por la solidaridad humana en una sociedad justa, ha sido una de las grandes aspiraciones de la humanidad. No cabe duda de que esta sensibilidad socio-política está presente hoy en la cristiandad y de que de ella participan las otras religiones no cristianas.
Por ello, una de las dimensiones más importantes del concilio debería ser aquella en que la doctrina conciliar contribuyera a orientar la acción socio-política de los cristianos hacia el compromiso de las religiones con la aspiración humana por alcanzar un mundo solidario y justo para todos. Si la gran obra del concilio debería ser el cambio hermenéutico que hiciera posible la exposición del kerigma cristiano en nuestra época, pasando del paradigma antiguo al paradigma de la modernidad, así también debería hacerse en la dimensión socio-política.
El Vaticano II apuntó, en armonía con Juan XXIII, a una exposición de la fe como exigía nuestra época. Tarea que no pudo llevarse a cabo en aquel tiempo, pero que el espíritu y la dinámica del concilio dejaron abierta como un reto para la iglesia. Han sido cincuenta años de búsqueda y sin duda de innumerables tensiones eclesiales. Pero, en mi opinión, comienza a hacerse la luz. Para verla no tenemos sino dejarnos llevar por la lógica de la razón y de la historia, confiando en que aceptar los hechos y evidencias que se nos imponen no amenaza el kerigma cristiano, sino que lo ilumina porque la Voz del Dios de la Creación es la misma Voz del Dios de la Revelación.
¿Puede seriamente dudarse que la ciencia y la cultura de la modernidad nos han hecho conocer que vivimos en un universo sustancialmente distinto al antiguo? ¿Podemos poner en duda que esa realidad es la realidad creada por Dios? ¿Acaso podemos entonces ignorar que el mundo moderno nos hace entender mejor la anchura y profundidad del eterno designio divino de una creación para la libertad que se manifiesta en el logos cristológico de la creación que la iglesia proclama en el Misterio de la Muerte y Resurrección de Jesús, en que se ilumina el sentido de la religión universal, del cristianismo universal y de la iglesia universal? Tras veinte siglos en el paradigma antiguo, ¿es que todavía no vemos que ha llegado el momento de cambiar? ¿Por qué no tenemos la valentía cristiana de afrontar lo que exige la lógica de la razón y de la historia, confiando en que, en un momento de tan grave crisis y tribulación eclesial como el nuestro, al futuro que Dios quiere para la fe se llegará mejor poniendo a la iglesia en manos del Espíritu que nos lleva hacia el futuro? La dimensión del cambio histórico que se avecina, ¿acaso no pide por su propia dimensión excepcional la convocatoria excepcional del nuevo concilio para concluir el proyecto del Vaticano II y para construir el portentoso escenario que proyecte hacia todos los rincones de la tierra la impresionante proclamación del kerigma cristiano que hoy la iglesia está en condiciones de hacer?
Es evidente que el camino hacia el Vaticano III no podrá hacerse si poco a poco no va naciendo un consenso generalizado de que ha llegado el tiempo histórico improrrogable para salir de un frustrante anacronismo indefinido y para promover el cambio hermenéutico integral, valiente, sin cortapisas, tal como exige proclamar la fe desde nuestra época. La aportación de muchos, así como numerosos documentos eclesiásticos previos, irán perfilando lo que deberá ser el nuevo concilio. Si el Espíritu de Dios sopla en dirección al nuevo concilio, todos los problemas irán resolviéndose. No quisiera terminar sin mencionar una persuasión final. De la misma manera que el Vaticano II surgió de la valentía profética de un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan, así igualmente el Vaticano III deberá esperar a otro hombre providencial enviado por Dios, al que Dios ha estado preparando en algún lugar a la espera de que llegue su hora, que ocupará la Sede Papal y hará posible entonces que se abra para la iglesia uno de los momentos más decisivos de su historia.