Muchos de los profesores que me dieron clases, caminaban con las llagas abiertas de la incomprensión de una jerarquía que estaba virando hacia la derecha
(Nicolás Puente)- En el año 1987 me fui a Madrid para cursar la licencia en Teología. La capital se me impuso en todos los sentidos. Para una persona que viene de una ciudad pequeña, Madrid representaba un mundo totalmente nuevo y mágico. Durante dos semanas salí de la estación de Tirso de Molina por la misma boca del metro para no perderme. Un día decidí explorar caminos nuevos y unos minutos después me di cuenta que había llegado cerca de Atocha, una estación muy alejada de mi destino. Madrid era eso, un sitio donde podías perderte con facilidad en una marabunda de ofertas. Era un sueño que procuraba vivir cada día.
Era ilusionante tener la posibilidad de participar en conferencias interesantes sin pagar (cosa bien importante para un estudiante como yo), asistir a presentaciones, concursos literarios, bibliotecas, etc. Pero para mí, en particular, Madrid era el Instituto de Pastoral. Gran parte de los autores de los textos en los que había estudiado teología estaban allí como profesores o pasaron por él en algún momento determinado.
Allí impartía clases Maldonado, el gran teólogo de la liturgia. Sus obra en tres tomos «Celebración en la Iglesia» fue el manual base en el que nos acercamos al estudio de la celebración litúrgica.
¡Cómo no recordar a Casiano Floristán! Con sus textos había convivido en mis años de seminario: Los sacramentos de la Iniciación Cristiana, Sacramentos signos de liberación, etc. Por entonces era ya una persona mayor, pero dejaba entrever con claridad, tras sus ojos grandes, la fuerza de su pensamiento y su capacidad para abrirnos caminos nuevos por teologías desconocidas. Por cierto, creo que fue uno de los pocos teólogos católicos que obtuvieron su título de doctor firmado por un protestante, como le gustaba recordar.
Allí estaba Ángel González Núñez, un especialista en Sagrada Escritura con quien compartí momentos muy especiales. A día de hoy, su «Libro de los Salmos», sigue siendo manual de referencia. Déjenme, por favor, que manifieste mi tristeza: Porque triste es que un hombre al que se le pidió su colaboración en la preparación de los textos de los Leccionarios Litúrgicos, que fue uno de los mejores biblistas del momento, la Iglesia no le tratase de manera más justa sólo por el hecho de que un día el amor llamó a su puerta y se fue tras él.
De la mano de Julio Lois navegué por las teologías europeas como la teología política (o teología de lo político) y las de la periferia: La teología de la liberación, la teología negra, la asiática…
Allí estaba Burgaleta, a quién le gustaba jugar con el lenguaje y retorcer las frases haciendo complicado aquello que de por sí ya lo era. Recuerdo que se preparaban los tiempos fuertes (cuaresma-pascua y adviento-navidad) con una semana especial de charlas y conferencias. Esas clases de Burgaleta me sirvieron durante bastantes años para mis predicaciones, porque aquel hombre, con cara permanente de niño, tenía eso: la capacidad para acercar con sencillez el Evangelio a la realidad y a la gente. Supongo que en estos días, desde el cielo, se frotará las manos, porque su Atletic va el primero en la liga.
De la mano de Miguel Rubio nos internamos en el estudio de la moral. No se trataba de nigún tema ético concreto, era más bien adentrarse en los presupuestos morales que convertía a la persona en inviolable. El reto consistía en alcanzar esa atalaya desde la cual la persona se erigía como centro de respeto y de protección en todas las situaciones en las que se puediese encontrar.
¿Cómo olvidarme de Javier Martínez Cortés? Siempre daba dos listas de bibliografía, una para los alumnos buenos, que consistía en una lista de libros y otra para los alumnos (sin adjetivos), que estaba formada fundamentalmente por artículos. Hombre de verbo rápido y de conversación amena. Sus clases se pasaban volando, pero siempre me dejaba la impresión de que el problema estaba apenas en sus inicios, que el estudio acababa de comenzar.
No puedo dejar en el olvido a José Ramón Guerrero, quién nos ayudó a profundizar en el estudio de la Trinidad más como vivencia y espiritualidad que como racionalización escolástica.
Es cierto que todos ellos me marcaron y me abrieron caminos desconocidos, pero en mí influyó de forma especial Martín Velasco. Dictaba sus clases exactamente con el mismo lenguaje con el que se expresaba en sus libros. Cuando acababa la hora, echaba un vistazo a sus apuntes, que nunca miraba hasta el último momento, para comprobar si había olvidado algo. Fue él quien me empujó a adentrarme por esa senda que transita entre la fe y la increencia, esa frontera entre el creer y no creer. A día de hoy, cada vez que me entero que ha sacado algo nuevo, procuro leerlo. Para mí fue y es el teólogo de las fronteras, un navegante del análisis de la fe en el «totalmente otro».
Por supuesto que había muchos más profesores, pero no particié en sus clases. Creo recordar que en el último semestre que cursé comenzó su andadura en el Insituto Felisa Elizondo, a quien me encontré alguna vez por los pasillos. En definitiva las personas que nombré son las que dejaron más huellas en mi vida. Hubo contacto con otros teólogos importantes José María Mardones, Antonio Cañizares… pero fueron esporádicos. Tuvieron lugar en semanas de preparación para la ERE o sobre temas especiales.
Reconozco que durante mi paso por el Instituto de Teología Pastoral el contacto diario con los profesores me abrió nuevos caminos y sembró en mi cabeza las ganas de seguir profundizando. Pero hay algo que no debo olvidar sin riesgo de ser absolutamente injusto. De ellos aprendí que para llegar a comprender el misterio, hay que dejarse abrazar por el misterio. Era un mundo de raciocinio y de lógica, pero era un mundo donde la mística formaba parte esencial del ambiente. Donde se criticaba a la Iglesia, a las que tantas veces y de forma injusta se padecía, no para despellejarla sino para que trasmitiese el verdadero rostro de Dios. Se criticaba a la Iglesia porque se amaba y porque se estaba unido a ella.
Muchos de los profesores que me dieron clases, caminaban con las llagas abiertas de la incomprensión de una jerarquía que estaba virando hacia la derecha después de que la presidencia de la Conferencia Episcopal pasase de las manos de Tarancón a Gabino Díaz Merchán y de este a Angel Suquía en 1987. Eran tiempos, no del todo superados hoy, donde la convivencia entre teólogos y obispos no era lo fluida que cabía esperar. No fue, ni mucho menos, un problema de España. En todo el mundo cristiano se vivía la misma tensión. La teología conservadora de Juan Pablo II y, la no siempre justa actuación de la Comisión para la Doctrina de la Fe, no ayudaban a la habitabilidad intelectual de la Iglesia.
Sé que sólo es un sueño, pero no estaría mal que la jerarquía humildemente pidiese perdón por las dificultades y las piedras que puso en el camino de los teólogos; por las dificultades y los sufrimientos inútiles que causó a personas que no tenían otro empeño que el de ofrecer el rostro de Dios a sus contemporáneos; pedir perdón por su empeño en hacer una Iglesia intelectualmente inhabitable.
Es cierto que no todo vale en el estudio teológico, pero también es cierto que la Iglesia debe ser más madre que madrastra. La Iglesia (casta et meretrix), caminante permanente, pasa en cada época y en cada momento por paisajes nuevos, diferentes, que la interrogan y la interpelan y debe responder a ellos con esa actitud permanente de Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, que va cada mañana al camino, a esperar al hijo pródigo que quizá, destruido, desencantado y pobre, vuelva hoy a refugiarse en sus brazos.
El instituto superior de Teología Pastoral de Madrid celebra 50 años de andadura y de siembra. Ojalá que pueda seguir realizando su buen hacer muchos siglos más. Por mi parte sólo puedo decir una cosa: ¡Gracias!
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