(José M. Vidal).- Hace un año, la Iglesia había tocado fondo. Arrastrada por los escándalos de la pederastia del clero y por el Vatileaks, era objeto de escarnio casi permanente en las portadas de los medios de comunicación de medio mundo. Perdía credibilidad y autoridad moral a raudales. Y, por mucho que Benedicto XVI se empleaba a fondo y se convertía en «barrendero de Dios» y en chivo expiatorio de los crímenes de las manzanas podridas del clero, no conseguía detener la hemorragia. Por eso, decidió parar su reloj y, por ende el de la Iglesia, con su gesto de la gran renuncia.
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