(José María Castillo).- Una de las cosas más complicadas, que entraña el cristianismo, está en saber y precisar debidamente cómo debemos los cristianos expresar la fe, el respeto y las exigencias que lleva consigo el recuerdo y la imagen de Jesús crucificado. De sobra sabemos que la cruz, el instrumento de muerte infamante en el que mataron a Jesús, se ha utilizado – y se sigue utilizando – para los fines más diversos: imagen de piedad y devoción, adorno de paredes y edificios, símbolo de identidad de una confesión religiosa, signo de autoridad y poder, ornato de bisutería y joyería, condecoración para personas importantes y tantas cosas más que quizá ni nos imaginamos.
Este nudo de cosas tan heterogéneas, y hasta tan contradictorias, resulta perfectamente comprensible. Baste pensar que, según la fe cristiana, en una cruz (lo más degradante que se ha inventado) murió Dios (lo más excelso, tan excelso que nos trasciende a los humanos). Y esa fusión de lo que (según la humana razón) no se puede fusionar, se realizó de forma que aquello no fue, ni pudo ser, un rito religioso, sino la ejecución de un delincuente. Así fue, si nos atenemos al hecho histórico. Otra cosa es la interpretación que le dio a ese hecho el apóstol Pablo, al afirmar que la muerte de Cristo fue un «sacrificio» y una «expiación» por nuestros pecados (1 Cor 5, 7; Rom 5, 9-11; Ef 5, 2). Pero la realidad es tozuda. La muerte de Jesús fue lo que fue, en aquella sociedad: la ejecución legal de un hombre «peligroso», asesinado entre dos «lestaí» (Mc 15, 27 par), una palabra que, según el historiador F. Josefo, se utilizaba para designar a los «rebeldes» al orden establecido.
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