A consecuencia de tal unificación surgió el que se sigue y seguirá llamando Estado Vaticano, del cual se puede decir que está rodeado por todas partes por Italia y por una Roma que había pertenecido antes a la Iglesia
(José Luis González-Balado).- Incluso hablando del Vaticano y del Papa, el lenguaje popular es una cosa y el técnico-científico otra. Popularmente se dice que los cardenales, reunidos en cónclave, votan para elegir al papa. Lo exacto sería decir que «eligen al Obispo de Roma». Lo cual, con relación a los papas anteriores a Juan XXIII, podría tener más aparente justificación. Con relación a él y a los que le han seguido, ya la tendría menor.
Digamos ante todo, casi como inciso, que el nombre-la palabra Papa, que todos pronunciamos con tan sincero respeto, parece no tener (si no más bien carecer de) un riguroso significado-valor etimológico-semántico. (Uno recuerda haber leído en alguna parte, sin mayor convicción por parte de quien lo insinuaba ni de quienes lo captábamos, que Papa resulta de las letras iniciales de dos palabras latinas: Pa-ter Pa-trum. Pa-dre de Pa-dres. ¡Si a alguien le convence, que lo registre!).
Aunque muy frecuente en la historia eclesiástica y en el uso popular, en rigor es menos válida que otras. En un libro del valor jurídico-documental del Anuario Pontificio, un tomazo de más de dos mil páginas que se edita todos los años por la Librería Vaticana sobre la situación de la Iglesia con la inmensa nomenclatura de integrantes de la jerarquía católica, sedes titulares, organismos de la curia romana, congregaciones masculinas y femeninas, y un largo etcétera, la denominación papa no existe.
Ni siquiera aplicada al que así se llama popularmente en latín, en italiano, en español y en otras lenguas. Ni aplicado a todos en conjunto ni a cada uno de los ya 266 que integran la larga lista, o al más reciente, cuyo detalle de títulos aparece -igual que con relación a cada uno de sus predecesores- en este orden: Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Patriarca de Occidente, Primado de Italia, Arzobispo metropolitano de la Provincia (eclesiástica) Romana, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los Siervos de Dios.
(Si uno no se equivoca -que por otra parte sería de absoluta de buena fe y no sin pedir perdón-, el título Siervo de los siervos de Dios fue el Papa San Gregorio Magno (3.09.561-13.07.575) el que se lo aplicó. Y fue San Juan XXIII quien, catorce siglos más tarde, se lo aplicó reiteradamente con total convicción y sinceridad).
Había ocurrido, a partir de Pío IX, que los papas que le siguieron desde 1878 hasta 1958 -León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII- vivieron tan encerrados en el Vaticano que casi se sintieron como «prisioneros». (Un hermano de Juan XXIII, hijo como él de pobres honrados y humildes labradores, quiso tomar afectuosamente el pelo al hermano «papa» diciéndole que para él era como un «prisionero de lujo en el Vaticano»).
Lo del «encierro en el Vaticano» por parte de los Papas a partir de 1878 ocurrió a pesar de que, tras el Concordato firmado el 11 de febrero de 1929 por Benito Mussolini en nombre del rey de Italia, Víctor Manuel III, y por el cardenal Pietro Gasparri, en representación de Pío IX, se consideró resuelta la llamada Cuestión Romana, dando lugar a un más teórico que real y pacífico modus vivendi.
Cabe aclarar que, con miras a la solución del nada fácil problema bilateral, el gobierno italiano indemnizó a la otra parte con 750 millones de liras de las de entonces en concepto de reparación de daños territoriales, más un fondo bancario calculado al 5% de intereses por daños financieros. A pesar de la consistencia de la indemnización, en la letra del Acuerdo se especificaba tratarse de «una cantidad muy inferior a la que el Estado italiano hubiera tenido que desembolsar de no haber sido por las condiciones económicas que estaba atravesando como consecuencia de la Guerra» (de suponer que se tratase de la primera mundial 15-18).
A raíz de tan en realidad nada fácil acuerdo, Italia se consideró unificada, la verdad que con notable retraso histórico respecto a la casi totalidad de los demás países europeos. A consecuencia de tal unificación surgió el que se sigue y seguirá llamando Estado Vaticano, del cual se puede decir que está rodeado por todas partes por Italia y por una Roma que había pertenecido antes a la Iglesia.
Además del denominado Estado de la Ciudad del Vaticano, el tratado alude al número y ubicación de inmuebles con privilegio de extraterritorialidad y exención de tributos. Con ello, a la parte eclesiástica se le reconoce la propiedad exclusiva de una porción de tierra a las afueras de la ciudad de Roma, por ejemplo -en la llamada Colina Albana- la Villa de Castelgandolfo, adonde el Papa suele trasladarse durante el verano. (No lo hizo el Papa Francisco el primer verano tras su entonces recentísima elección. Y donde dos pontífices llegaron a fallecer: Pío XII, en el otoño de 1958 -9 de octubre-, y Pablo VI -6 de agosto de 1978-. Sus cadáveres hubieron de hacer un notable recorrido en carruaje fúnebre a través de la zona sur de Roma, para ser enterrados en las Grutas de la Basílica de San Pedro).
En la ciudad de Roma, además del pequeño territorio denominado estrictamente Ciudad del Vaticano, hay un cierto número de inmuebles extraterritoriales, muchos de los cuales resultan bien identificables en sus propias denominaciones. Es el caso, por ejemplo, de las «basílicas mayores»: San Pablo Extramuros, con la abadía benedictina adjunta; Santa María la Mayor; San Juan de Letrán, con la Universidad del mismo nombre; la Universidad Gregoriana; el Instituto Bíblico, y otros. Hay igualmente un cierto número de instituciones del nivel y fama del otrora llamado Santo Oficio, al que Pablo VI cambió la denominación por la de Congregación para la Doctrina de la Fe. Y otras congregaciones, como las de las Iglesias Orientales, para el Culto Divino, para las Causas de los Santos, para los Obispos, para el Clero, para la Evangelización de los Pueblos, para la Educación católica…
Y algunos inmuebles de menores dimensiones como la igualmente famosa Sala de Prensa que, aun situada a menos de 50 metros de los límites del Vaticano, se encuentra fuera de ellos, en un local de la llamada Vía della Conciliazione. Otros despachos y/u oficinas, igualmente extraterritoriales, se encuentran a cincuenta, cien, doscientos metros, si no a más de uno o dos kilómetros, encajados en barrios, algunos más o menos periférico-populares: por ejemplo algunos -dos o tres- en el de Trastévere, a la orilla izquierda del Tíber. Uno especialmente, créese recordar, que además de despachos de oficinas, tiene aneja en un patio igualmente extraterritorial, con una gasolinera donde el tal carburante es más barato que en las gasolineras del Reino de Italia. (Lo era por lo menos en tiempos, años ha, en que uno se movía por Roma como aprendiz de periodista. Un entonces periodista principiante que aún no ha olvidado que, en tal ubicación extraterritorial, dicha gasolinera resultaba inaccesible para los romano-trasteverinos pero no para los -más bien pocos- que sin ser ciudadanos vaticanos, eran empleados a sueldo del minúsculo Estado religioso-eclesiástico…).
Para no cambiar de tema… Desde aproximadamente las 17.30 del 28 de octubre de 1958, el que estaba estrenando el nombre de Juan XXIII era obispo (¡obvio que muy consciente de serlo!) de la diócesis de Roma cuyos límites sólo coincidían con los de la ciudad llamada por antonomasia y con mayúscula Urbs pero que no coincidían con los de la provincia, bastante más extensos. Entre otras razones porque la provincia contaba y cuenta con algunas diócesis más que la de la capital.
(Una comparación de las dimensiones de dos diócesis o architales como las de Madrid y Barcelona con las de Roma. Una comparación, bien entendido, que no quiere ser odiosa, cual dícense ser todas las comparaciones. Por ejemplo: a) Superficies en kilómetros cuadrados: los de Barcelona (diócesis) resultan ser 3.041; los de Madrid, 3.688; los de Roma sólo 881. b) Número de habitantes: Barcelona, 4.191.103; Madrid, 3.428.814; Roma, 2.667.166. c) Número de católicos: Barcelona, 4.071.190; Madrid, 2.817.799; Roma, 2.587.720. d) Número de parroquias: Barcelona, 453; Madrid, 461; Roma, 355. e) Número de sacerdotes seculares: Barcelona, 845; Madrid, 1.511; Roma, 1.537… A este punto sienta bien una precisión que quizá hubiera sido más oportuna situada al comienzo del apartado: Aunque se responde del absoluto rigor de la fuente, la cronología de los datos estadísticos no es exactamente de ayer tarde: se remontan a hace dos o tres, si no a algunos años más, eso sí del Siglo 21. Pero el lector es lo suficientemente inteligente -¡cómo no!- para comprender que la mínima variación posible no es ni ha sido tal que no subsista la validez comparativa).
Cuando el hasta hacia aproximadamente las 17,30 horas del 28 de octubre de 1958 aún arzobispo-patriarca de Venecia se vio convertido en… -ni siquiera arzobispo, sino sólo… Obispo de Roma, pero con mayúscula-, las dimensiones de su nueva diócesis variaban bastante con relación a las de la Ciudad de la Laguna que dejaba atrás. (Archidiócesis patriarcal de Venecia: Superficie, 871 kilómetros cuadrados; población, 404.346; católicos, 400.200; parroquias, 128; iglesias, 67; sacerdotes seculares, 234; religiosas, 230…).
De que el resultado de los votos de quienes con él habían sido conclavistas -¡jugándole una muy seria broma!- lo había convertido en Obispo de Roma más que en no tan bien dicho (¡ya se ha explicado!) Papa bajo otro nombre devota y religiosamente escogido por él, tuvo conciencia de inmediato. Tan así fue que dicha conciencia se había ido afianzando con íntimo temor de inadecuación a medida que en las votaciones acaso octava, novena y décima se fue percatando de que su nombre iba recogiendo un número de votos que para él constituían una íntima «amenaza». (Se sabía, desde antes de abrirse el cónclave, que uno de los escasos candidatos en la vox populi era el cardenal romano-armenio Gregorio Pietro Agagianian. Uno lo recuerda días antes de que se inaugurase el cónclave inmediato tras el fallecimiento de Pío XII descendiendo de un coche a las puertas de la Congregación de Propaganda Fide situada -por cierto, ya se ha dicho que extraterritorial- al lado de la romana Piazza di Spagna.
De tal Congregación él era y seguiría siendo prefecto. Puesto que su nombre sonaba popularmente como candidato a sucesor del Papa fallecido y gozaba de popular simpatía derivada de su aspecto amable, los pocos que se percataron de su presencia improvisaron un coro de aplausos haciendo eco a gritos cariñosos de ¡Viva el Papa! Cuando después del cónclave era ya papa Juan XXIII, en una ocasión le llegó el turno de visitar una residencia de alumnos en un centro dependiente de tal Congregación donde fue recibido por el prefecto Agagianian. El Papa les reveló un secreto del cónclave que él, como papa, no estaba obligado a observar. Les soltó: «¿Sabíais que en el cónclave los nombres de vuestro Señor Cardenal y el mío parecían garbanzos en un puchero hirviendo en el que ora subía a la superficie ora uno ora otro?» Un cronista testigo de la escena tomó nota de la alegría y aplausos de los jóvenes estudiantes, la mayoría de ellos de color, de la serena sonrisa de Juan XXIII narrando la escena y del rostro del cardenal-prefecto Agagianian enrojeciendo una vez más por su congénita timidez…).
Llegando aquí, queda para otra crónica lo que resta de ésta ya más larga que el espacio. Es que aún quedan cosas que decir sobre el desde hace muchos años, casi (¡o sin casi!) tantos como los que cubrió su densa, generosa, larga, ejemplar, fecunda e intensa etapa San Juan XXIII Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, que se llamaba como su remoto predecesor San Gregorio Magno, Siervo de los siervos de Dios…