Se fue un maestro de la manera que suelen hacerlo, es decir, dejando un hueco y un vacío que, a primera vista, resulta difícil de rellenar no sólo por la talla académica sino por la talla personal
(Juan Pablo Somiedo).- Escribir sobre un hombre ya fallecido puede resultar una tarea grata sobre todo cuando uno no pretende hablar de la pura biografía aséptica sino de esa especie de filosofía de vida que impregna, de algún modo más o menos evidente, la vida de todo hombre y de toda mujer.
En el Seminario aprendí que existe una enorme diferencia entre ser un profesor y ser un maestro. El profesor, mejor o peor, te enseña una determinada área de conocimiento, lo hace desde el aspecto más puramente académico y científico y de forma completamente neutra.
El reflejo de sus enseñanzas en el alumno no suelen sobrepasar el límite impuesto por la neutralidad y las posibles derivaciones de la materia estudiada. Un maestro, en cambio, es algo diferente. A lo largo de mi breve trayectoria he podido comprobar que los grandes centros de enseñanza no se caracterizan por los expedientes más o menos brillantes de sus alumnos, por la cantidad de doctores en sus aulas o por atraer a los mejores estudiantes, sino por ofrecer una formación integral a sus alumnos, una formación que sepa integrar los conocimientos adquiridos en la vida misma y que despierte en el alumno la necesidad, casi adictiva, de adquirir ese conocimiento que luego le será de importancia vital para su desarrollo personal y profesional.
Don Silverio personificaba esto último que acabo de explicar de forma primordial. Quería a sus alumnos, a los curas y al Seminario y eso se notaba no sólo en lo que estudiaba o decía sino en cómo lo decía. Creo que no hay nadie que haya asistido a una clase o a una conferencia del viejo profesor y pueda decir que no ha salido con la idea de haber aprendido y con cierto gusanillo por continuar investigando el tema tratado. Don Silverio era un maestro, un maestro de filosofía de vida, diría yo. Si algo caracteriza a un maestro es su humildad callada y su gusto por enseñar, sazonando la enseñanza con las propias lecciones de vida aprendidas y Don Silverio las cumplía ambas con holgura.
Se fue un maestro de la manera que suelen hacerlo, es decir, dejando un hueco y un vacío que, a primera vista, resulta difícil de rellenar no sólo por la talla académica sino por la talla personal. Desde allá arriba, donde esté, seguirá rezando a su modo por los seminaristas y por la Iglesia asturiana a la que tanto y tan bien sirvió.
Seguramente se haya encontrado con dos de sus santos más queridos, esto es, San Melchor de Quirós, San Blas y algún que otro beato, que le habrán agradecido su labor silente pero eficaz. Muchos de los que fuimos sus alumnos estamos de luto porque hemos perdido a uno de nuestros «maestros de vida».
Únicamente nos resta aprender la última gran lección que el maestro ha impartido desde su cátedra fosa que no es otra que la de la vida entregada plenamente consciente y libre para colaborar con la libertad de los demás porque ser libre, al fin y al cabo, no es otra cosa que tener la capacidad para elegir un proyecto de vida y entregarla a una causa, por utópica y descabellada que parezca, mucho más grande que tú mismo. Adiós hermano, adiós amigo, adiós maestro.