La sociedad actual no devolverá a la Iglesia la credibilidad perdida si ésta no coopera y colabora -de modo activo- en que los ‘presuntos abusadores' sean juzgados por los Tribunales estatales
(Gregorio Delgado).- Cuando estalló ‘la gran tormenta mediática’ en torno al abuso sexual contra menores en el seno de la Iglesia católica se sabía que el escándalo iba a tener múltiples manifestaciones a lo largo del tiempo y que afectaría también a miembros de la Jerarquía.
No fueron erróneas tales previsiones. Las cosas se hicieron tan mal y durante tanto tiempo que nadie puede extrañarse ahora de la multiplicación -del goteo intermitente- de los casos. Se había fallado gravemente -como subrayó Benedicto XVI en su Carta pastoral a los Obispos de Irlanda- en la aplicación de las normas canónicas pues se había callado, mirado para otro lado, ocultado, no comunicado a las Autoridades civiles, etc., etcétera.
A este respecto, creo que debemos rechazar con vigor una corriente de opinión que, vista desde fuera, puede interpretarse como un intento de minimizar la importancia de lo sucedido (‘porcentaje mínimo -¡mínimo!’-), de ocultar de alguna manera la práctica real (mirar para otro lado/los trapos sucios se lavan en la propia casa) que, durante mucho tiempo, ha observado la Iglesia al afrontar estos casos y de poner el acento en ‘la comodidad’ de algunos, ‘ensuciando la imagen del sacerdocio católico’ y en ‘hacer perder credibilidad moral al magisterio de la Iglesia católica’ (Cfr. , entre otros, Mons Julián Herranz y, en general, las posiciones del llamado fundamentalismo católico).
No compartimos ese criterio y celebramos el coraje de Benedicto XVI y de Francisco: tolerancia cero. Creo, efectivamente, que este criterio es el que se está aplicando ahora en el interior de la Iglesia. Pero, la verdadera prueba del nueve de la nueva actitud de la Iglesia radica en la colaboración que ésta ha de prestar con las respectivas autoridades civiles.
Mucho me temo que la sociedad actual no devolverá a la Iglesia la credibilidad perdida si ésta no coopera y colabora -de modo activo- en que los ‘presuntos abusadores’ sean juzgados por los Tribunales estatales y se les aplique -si ha lugar- el derecho penal del Estado respectivo.
Nadie en la Iglesia debería infravalorar este nuevo criterio de actuación. Su vigencia y obligatoriedad -guste o no guste- son indiscutibles. Cierto que, como recordó Mons Scicluna, no existía en la Iglesia una prohibición de denuncia a las autoridades civiles. Pero no es menos cierto que tampoco existía un mandato explícito y claro de denuncia y colaboración. Ahora, sí existe y, a mi entender, ha de observarse con rigor (Nos remitimos, al respecto, a nuestro trabajo La investigación previa, Pamplona 2014, págs.. 67-79, editado por Civitas/Thomson Reuters).
Baste recordar la Carta Circular de la CDF a las Conferencias Episcopales (3,05.2011) en la que se establece, de modo inequívoco, el principio o el criterio de cooperación con las autoridades civiles. Principio que, al decir del Card. Levada, ‘ha de permanecer de modo inamovible’. Principio, por otra parte, que había explicitado Benedicto XVI en la Carta Pastoral a los Obispos de Irlanda (19.02.2010).
Tal colaboración obligada con las Autoridades civiles viene referida a la puesta en conocimiento de la respectiva Autoridad penal estatal (Fiscalía) de cualquier noticia fundada recibida en el ámbito eclesiástico y que todavía permanece en el mismo. En este caso, el Obispos diocesano -para observar el mandato canónico y para evitar, si no lo hiciese o lo demorase indebidamente, problemas o malentendidos graves- ha de actuar con la diligencia debida y comunicar los hechos a la Autoridad correspondiente del Estado. Lo que, en modo alguno, debe intentar es mirar para otro lado, ocultar, no cooperar. Ese lavar los trapos sucios en casa ya no es posible. Se ha querido evitar en el futuro para no verse obligados a afrontar situaciones tan vergonzosas como las de Boston, Irlanda, Bélgica o Australia, por poner algunos ejemplos.
No basta -para recuperar la credibilidad perdida- con la aplicación rigurosa de la norma en el ámbito canónico. Esto que, en tiempos no muy lejanos, no se hacía en muchos casos, ya no es posible. Aunque sea muy doloroso, es indispensable además tener en cuenta el Derecho penal estatal que contempla estos abusos como grave delito.
La Iglesia no puede ni debe seguir ocultando. Al contrario, ha de tomar la iniciativa y llevar estos casos al ámbito estatal. No se olvide que, en la mayoría de las legislaciones estatales, el ocultamiento se entiende como colaboración en el delito y es sancionado también penalmente. En esta cooperación activa radica, a mi entender, la verdadera prueba del nueve.