El mundo está atento a la espectacularidad de las guerras y no a la muerte cotidiana de los países que ven frenado su desarrollo a causa de la violencia
(Gabriel Conte)- Hay una paz que es definida como «la ausencia de guerra». Y hay otra paz, palpable, cotidiana; una paz cercana. Es aquella que se vive y disfruta por la ausencia de elementos capaces de alterarla, por el triunfo del diálogo y por la acción deliberada para evitar que un conflicto (necesario para la vida) se transforme en violento.
Hace unos días, el papa Francisco recibió un pin, botón o prendedor del «desarme», uno que muestra un arma tachada, negada, denunciada como perjudicial para la vida de todos. Lo aceptó de buen grado.
Asimismo, tomó unas cartas en las que se le planteó que desde Gaza hasta cualquier hogar del mundo en donde haya un arma de fuego presente, a diario se reproduce una matriz de muertes y heridas que humilla a la humanidad.
En nombre de IANSA (International Action Networks on Small Arms) y de CLAVE (la Coalición Latinoamericana para la Prevención de la Violencia Armada) Jorge Bergoglio pudo revisar, en el texto de las misivas, situaciones que no les son ajenas. Por ejemplo, que Latinoamérica, con el 15 por ciento de la población mundial, registra más del 40 por ciento de las víctimas fatales que dejan las armas de fuego y las balas.
Según cifras de la Organización Mundial de la Salud, la probabilidad de que un joven latinoamericano sea muerto por un arma de fuego es 84 veces mayor a la de un europeo (tasa 34.1 cada 100 mil habitantes) y 115 veces mayor a la de un húngaro, griego, inglés, austríaco, japonés o un irlandés. ¿Lo sabe el mundo, atento a la espectacularidad de las guerras y no a la muerte cotidiana de los países que ven frenado su desarrollo con la violencia como causa?
Se trata de miles de personas que caen cada año por causas muy diferentes. Como se ha dicho, sucede por múltiples razones: por la presencia exagerada de armas en hogares, por la permisividad de los Estados, por simple descontrol y desidia y, centralmente, porque nadie frena a un negocio que necesita que su mercado se amplíe, a cualquier costo o por factores culturales.
Allí en donde hay víctimas, fatales o lesionadas de por vida, están sus familiares y los sobrevivientes trabajando para que a nadie más le ocurra algo así. Y ese factor los une en redes de organizaciones sociales, universidades, entidades muy diferentes pero con el factor común de trabajar para que la historia no se repita.
El papa Francisco, en su audiencia para recibir su mensaje, hizo bastante más que cumplir con un acto protocolar: se sumó, se integró, bendijo a víctimas y activistas por el desarme de todo el mundo, reconoció su tarea y los instó a seguir.
Pero también -como conocedor de los problemas «en terreno»- fue más allá. «¿Qué podemos hacer?», planteó y designó a sus colaboradores a incorporarse a una tarea que debe continuar, nada menos, que con más curas, con más religiosas, en cada pueblo del mundo en donde haya uno de ellos, dispuestos a predicar para que cada arma sea erradicada, destruida, inutilizada; tal vez resignificada en obras de arte o artefactos simbólicos, pero ya incapaces de cumplir con el mandato de sus factorías: fueron hechas para matar y, cuando «fallan», para dejar lesiones permanentes que cambian la vida de las víctimas y de su entorno.
El papa Francisco es, ahora, «el papa del desarme», como circuló en un hashtag en miles de tuits que dieron la vuelta al mundo y que volvieron al Vaticano con la esperanza de que se haya tendido un puente que, definitivamente, permita que activistas, víctimas y sobrevivientes puedan trabajar en conjunto con las religiones para que no se le deje toda la tarea a Dios. La «paz cercana» es nuestra responsabilidad.