Cumple la resolución 242 de la ONU, una y otra vez reiterada, y siempre violada por ti, apoyado por amigos poderosos. Vuelve a las fronteras de 1948, abandona los territorios ocupados en la guerra de 1967
(José Arregi, teólogo).- La tregua no basta. La sangre inocente de los niños, las mujeres, los civiles de Gaza, y hasta la sangre desesperada de sus milicianos clama contra ti desde el fondo de las ruinas, desde el fondo del drama. Tú, Abel de tantos crímenes a lo largo de la historia, te has convertido en Caín para tus hermanos palestinos. Se han tornado los papeles. En ellos te grita la sangre de Abel. Y su grito no cesará hasta que no te duela su dolor, respetes su dignidad, reconozcas sus derechos y repares sus ruinas.
También de ellos, no solo de ti, hablaba el Infinito Ardiente, cuando dijo a Moisés desde la zarza en llamas: «He visto su dolor, he oído sus gritos, conozco su sufrimiento. Bajaré a liberarlo. Vete a liberarlo».
No tendrás paz hasta que no les hagas justicia. No serás libre mientras no liberes a tus hermanos palestinos, esclavizados y masacrados por ti, bombardeados por tierra, mar y aire tras haberlos encerrado en esa mísera franja de 40 km de largo por 7 de ancho donde viven hacinados casi dos millones de personas, en ese resto devastado de lo que durante milenios fue su tierra, hoy convertida en cárcel o tumba.
Vuelve a escuchar los oráculos de tus antiguos profetas, faros y vigías de la historia universal. Secunda si no es más la ley del talión: «Ojo por ojo, diente por diente», una ley humanitaria cuando tus antepasados la formularon, pues quiso poner freno a la venganza desmedida: «Al que te arranque un ojo, no le arranques los dos». Tú, en cambio, por cada uno de tus soldados muertos has matado a 30 palestinos, niños, mujeres y civiles en su gran mayoría, y aún consideras inadmisible esa proporción.