El sermoneo moral que han soportado las mujeres, en su incansable asistencia a los templos, ha fomentado la cultura del miedo y el silencio, con las consecuencias que todos sabemos
(José María Castillo).- Para plantear, desde el primer momento, el tema que intento explicar, empiezo haciendo una pregunta: ¿Qué autoridad moral o qué credibilidad puede tener, ante los ciudadanos de nuestro tiempo, una institución (la Iglesia) que, tal como está pensada y organizada, no puede ser gobernada como una democracia, ni puede suscribir y poner en práctica los derechos humanos? Esta pregunta se nos hace más apasionante, y también más incómoda, si pensamos (al menos, por un instante) que la Iglesia pretende «evangelizar», es decir, «transmitir el Evangelio». Pero, ¿cómo va a intentar transmitir «lo más sublime» (el Evangelio de Jesús), si no puede ni cumplir «lo más elemental» (la democracia y los derechos fundamentales)?
Supuesta la pregunta que acabo de hacer, el punto de partida de mi reflexión es éste: la democracia en el gobierno de la Iglesia, así como la puesta en práctica de los derechos humanos en ella, son dos asuntos tan vitales y tan urgentes, que, de la correcta solución que se les dé a estos dos problemas, depende que la Iglesia pueda ser o no ser fiel a sus orígenes (o sea, al Evangelio).
Lo mismo que, de la fidelidad a la democracia y a los derechos humanos, depende también que la Iglesia recupere la credibilidad que tanto necesita y pueda cumplir con la misión que tiene asignada en este mundo. Pienso, además, que la Iglesia (en su conjunto) no ha tomado aún conciencia de la importancia apremiante de lo que acabo de apuntar.
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