Sin la actitud de escucha abierta, es decir, la que acoge y reflexiona lo escuchado, no hay diálogo. Ni fe en el otro
(Gabriel Mª Otalora)- Cuando rezamos, ponemos el acento en nuestros esfuerzos para que Dios nos oiga y actúe, como ocurrió en la barca en medio de la tempestad cuando Jesús dormía, en lugar de escuchar primero, como ahora nos reclama el papa.
¿Qué es orar? La oración es un encuentro que se realiza en la fe entre Dios y el hombre; un encuentro de amor para mejorar nuestra realidad. Pero no parece ser ya el motor de nuestra esperanza, quizá porque rezamos mal; no escuchamos al rezar. Sin la actitud de escucha abierta, es decir, la que acoge y reflexiona lo escuchado, no hay diálogo. Ni fe en el otro. Y en lo tocante a la oración, sin desplegar la capacidad de escucha, corremos el riesgo de acabar por rezarnos a nosotros mismos, como les pasó a aquellos escribas y fariseos, cerrados a cal y canto a la Palabra de Dios. Sin escucha, no hay fe, porque no se puede creer en alguien a quien no escuchamos, por tanto no conocemos, cerrados a su realidad vital.
Es cierto que vivimos en la sociedad del ruido mediático en la que no es frecuente la escucha activa; estamos acostumbrados a hablar más que a escuchar creando frecuentes diálogos de sordos. Con más razón surge la dificultad de escuchar a Dios aun cuando es una necesidad cristiana esencial: «Escucha, Israel…» «Ojalá escuchases hoy mi voz…», etc. Dios quiere ser escuchado porque necesitamos comunicarnos con Él. La clave está en hacerle sitio dentro de nosotros y en nuestro prójimo, pues Dios habla muchísimas veces por boca de quienes nos rodean, a través de un presentador de televisión, de una novela, de un tuit o de un hecho fortuito que nos toca vivir. No solo se comunica en el templo. De hecho, Jesús mismo rezó muchas horas fuera de la sinagoga.
En la eucaristía, sin ir más lejos, existe un gran espacio para la escucha: dos lecturas, salmos, evangelio, homilía, ese ratito después de comulgar… Si no dejamos espacio a la relación con Dios, su influencia decrecerá por la conocida regla de que, en aquello que pongas tu corazón, eso será tu Dios.
Jesús es nuestro modelo en la oración. Dio tanta importancia a la oración que hizo de su vida una oración. Nos ha dejado el testimonio imborrable de sus acciones y su presencia en la eucaristía, pero no podemos olvidar que su fuerza y acierto se sustentaban en la relación con el Padre. Y nos exhortó a que demos gracias a Dios, le alabemos pidiendo el Espíritu (luz y fuerza) y nos confiemos a su amor. Y para eso es imprescindible escuchar su voluntad de amor. Por esta razón, la oración no puede limitarse a una petición sino que debe ser un medio para crecer interiormente a medida que se confía más en Dios. Entonces, rezar se transforma en una acción de amor en sí misma porque a través de ella nos abrimos al Absoluto Amor «con todo el corazón, con toda la mente, con todo nuestro ser».
Hay que ser Marta y María, la oración hecha vida, con gran misericordia y con profunda compasión. Pero el orden lo ha puesto el papa Francisco de una manera clara: «El primer trabajo de un apóstol es rezar, y el segundo, anunciar el Evangelio». Aunque son dos partes de lo mismo. Esto es importante, porque cuando pensamos en los apóstoles, creemos que sólo están anunciando el Evangelio de un sitio a otro. Pero todos los apóstoles primero rezan y después anuncian el Evangelio: eso es ser apóstol. «Todos hoy, si queremos ser apóstoles, debemos rezar».
Rezar es hablar y escuchar humildemente como signo de una amistad que solo puede ser recíproca teniendo presente en todo momento que «Dios no realiza todos nuestros deseos, sino todas su promesas«. Nuestra experiencia de fe en la escucha acabará por aprender a reconocer lo que Dios promete y lo que realiza.