Tener sacerdotes "quemados" no es la solución y, en último término, son los fieles quienes lo sufren directamente
(Juan Pablo Somiedo).- Hoy me he levantado con ánimo para escribir. Quien escribe habitualmente sabe que esto no siempre sucede así. La procastinación siempre anda al acecho del escritor lo mismo que el sueño evade la noche en otras ocasiones. Además uno tiene la sensación que lo que escribe, con todo, es mucho menos importante que lo que otros saben y no se atreven a contar.
No obstante, hoy voy a escribir sobre un tema muy clerical. Aunque la tarea de evangelizar y pastorear es, en esencia, la misma independientemente del lugar o área geográfica donde se realice, lo cierto es que, para el clero, una parroquia no es lo mismo que otra ni un destino pastoral es igual a otro.
Los hay malos y buenos, como en botica. Las mejores parroquias o «parroquias de término» en el argot clerical son aquellas parroquias principales normalmente situadas en la capital, con una gran cantidad de ingresos y, usualmente, con un prestigio ganado que las hace referentes en la ciudad. Pero también hay parroquias de término en algunas villas más pequeñas.
Hace muchos años, para el joven sacerdote, uno de los momentos más importantes después de la ordenación era el concurso de oposiciones. El resultado de este examen iba a marcar su futuro pastoral pues determinaría de qué destino pastoral iba a encargarse. Las mejores notas normalmente se quedaban con las mejores parroquias. Con el paso del tiempo el joven sacerdote podría ir optando a otras parroquias mejores.
Claramente éste no era el mejor de los sistemas, sólo se tenía en cuenta la capacidad intelectual o los conocimientos del individuo, dejando sin ponderar otras variables no menos importantes como la espiritualidad o el aspecto pastoral. Además, establecía una especie de «carrerismo» o intereses por ocupar las mejores parroquias o aquellas que recibían más ingresos o tenían más propiedades. Ese «carrerismo» tristemente no se ha ido y permanece como grabado a fuego en la mentalidad clerical.
Pasado el tiempo, este sistema fue suprimido. Y yo me pregunto y os lanzo la pregunta a vosotros en este espacio ¿Es mejor el sistema que tenemos ahora?. En la actualidad es el obispo quien decide los destinos pastorales. Los consejos pueden aconsejar, pero quien decide en último término es el obispo. Esto ha provocado, entre otras cosas, que los seminaristas no se esfuercen mucho en las tareas académicas.
Hablando con uno de ellos me decía: «Total ¿para qué?. Lo único que cuenta es caerle bien al obispo o en su defecto tener buenos padrinos». Realmente es para caérsele a uno el alma a los pies. Esta frase la voy a completar con otra de mis tiempos de Burgos, cuando vivía con los jesuitas y colaboraba en el Proyecto Atalaya. Después de comer y de los avisos pertinentes a la comunidad, nos quedamos unos cuantos saboreando un poco de café. Un jesuita, ya entrado en años, sentenciaba: «Para muchos el sacerdocio se ha convertido en una lucha constante por conseguir ocupar lo antes posible una buena parroquia o un destino pastoral que les permita vivir una vida acomodada»
Sinceramente creo que no todos los curas están hechos para todos los destinos, como presuponen ciertos obispos realizando una especie de «céteris paribus» que incluye solo dos variables: la fe y las ganas de trabajar del cura. El valor también se presupone en el soldado pero yo he comprobado cómo esto tampoco obedece a la realidad. Cada cura tiene determinadas virtudes, defectos o circunstancias personales que pueden hacerlo ideal para un destino o un desastre en otro.
Los curas no son «todoterreno» como le gusta decir a algún obispo. Son personas y, como entidades biológicas, también son falibles. Los obispos deben tener la suficiente inteligencia emocional para saber qué pueden y qué no pueden pedirle a un determinado cura, es decir, donde están los límites que el sujeto se muestra incapaz de traspasar, al menos, por el momento. El empeño de muchos obispos por situar a curas en destinos que no eran adecuados han acabado con la frustración del cura, que se ve incapaz, cuando no con una depresión exógena o, en el peor de los casos, directamente el abandono del ministerio. Tener sacerdotes «quemados» no es la solución y, en último término, son los fieles quienes lo sufren directamente.
Llegados a este punto, tengo que mencionar, otro de los grandes problemas. Muchas veces los nombramientos para determinados puestos vienen mediados, no por capacidades y circunstancias, sino directamente por amiguismos. La triste realidad es que existe «acepción de personas» y entre los obispos suele darse en mayor proporción. Yo no acabo de entender por qué motivo pertenecer al Opus Dei puede darte más puntos según qué casos. Uno de los temas, quizás más controvertido, sea la designación de los rectores y formadores de los seminarios. El Concilio Vaticano II advierte que deben ser escogidos de entre los mejores y con probadas cualidades. Salta a la vista que, en muchos casos, esto no es así.
La Iglesia necesita encontrar un modelo para optimizar los destinos de sus curas y conseguir, de algún modo, que estos se amolden a las capacidades de los últimos, lo más posible. Los privilegios de ben ser suprimidos. No es de recibo que un cura se pelee con 15 parroquias y otro esté de vacaciones y de excursión cada quince días.
Dejar la decisión en manos de una sola persona no parece el camino más adecuado, sobre todo si esa persona carece de una inteligencia emocional mínima para saber cuáles son los límites en cada caso. De igual forma, deben establecer mecanismos para valorar el mérito bien sea éste de carácter académico, espiritual o pastoral y estos mecanismos deben ser transparentes. Las normas de juego deben estar claras y deben ser conocidas por todos. Pero si los obispos quieren hacer de su capa un sayo…ahí estamos ya ante un problema de otra índole.