Los santos ocupan un lugar preeminente en la Iglesia, ya que han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia
(Cardenal Sistach).- Hoy vivimos exageradamente al día. Tenemos poco tiempo para mirar atrás de vez en cuando y recordar. Los dos primeros días de noviembre nos ayudan a tener un momento de recuerdo para nuestros antepasados. Al principio de este mes celebramos la doble fiesta de Todos los Santos y la conmemoración de los difuntos.
Estas dos fiestas expresan la solidaridad esperanzada con aquellos hermanos nuestros que han atravesado el umbral oscuro de la muerte y han entrado en la condición definitiva de su historia. Esta solidaridad con nuestros antepasados se convierte en un desafío crítico a la mentalidad de nuestro tiempo, que intenta olvidar a los muertos y apartarnos de la comunión con ellos.
La Iglesia es la comunión de los santos, según la expresión tradicional del Símbolo de la fe católica. Así lo decimos en la profesión de fe. Esta comunión, en sus elementos invisibles, existe no sólo entre los miembros de la Iglesia que peregrina en la tierra -que somos nosotros-, sino también entre ésta y todos aquellos que forman parte de la Iglesia celestial o que serán incorporados a ella después de su purificación. Existe una relación espiritual mutua entre todos, y de ahí la importancia de la intercesión de los santos y la oración por los difuntos.
En esta fiesta, los cristianos de Oriente precedieron a los cristianos de Occidente en la celebración conjunta de todos los santos. Lo hacían ya en el siglo IV: la Iglesia siríaca, durante el tiempo pascual; la bizantina, inmediatamente después de Pentecostés. En Occidente, fue el papa Bonifacio IV quien en 610 inició la fiesta dedicada a «la Virgen y a todos los mártires».
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