La contundencia de ese proceso, donde la Iglesia se desinstaló paraaggiornarse con los nuevos tiempos, dio paso a un hostil período de acusaciones, investigaciones, reprensiones, sanciones, intervenciones, excomuniones y rehabilitaciones
(Marco Antonio Velásquez, RyL).- La Iglesia, desde que irrumpe en la historia de la humanidad con la Buena Nueva, no cesa de avanzar y de transformarse. Largos períodos de quietud aparente son remecidos por verdaderos sobresaltos históricos. Es la acción del Espíritu Santo que moviliza a la Iglesia en la dirección del cambio. Al contrario, nada es más ajeno al impulso renovador del Espíritu de Dios que la inmovilidad y la inacción.
Entonces, la vida de la Iglesia aparece tensionada entre la tentación del statu quo y la virtud de la renovación. Visto así, el cambio es la respuesta movilizadora del Espíritu de Dios que lleva a la Iglesia a hacer presente el Evangelio de siempre, en las más variadas y cambiantes circunstancias de la historia.
Sin embargo, la evidencia deja al descubierto el enorme peso de la inercia en la vida de la Iglesia, que se expresa como una poderosa fuerza que resiste su renovación. Considerando que el cambio conlleva riesgos, lo que opera en el inconsciente eclesial es el miedo a los riesgos y a la inseguridad que produce el cambio. Así, el miedo se convierte en una fuerza paralizante de la vida de la Iglesia.
Mientras el miedo al cambio pone en evidencia las propias limitaciones, la fe -como potencia creadora- abre a nuevos horizontes, posibilitando la vida en el Espíritu. De esta manera, el miedo al cambio aparece como una suerte de contradicción elemental, en cuanto invade el propio terreno de la esencia religiosa de la Iglesia, el ámbito de la fe. En los hechos, la Iglesia, como depositaria de la fe (fidei depositum), aparece más confiada en los efectos de la actuación humana que en los caminos insospechados que abre el Espíritu de Dios.
En medio de esta tensión entre el miedo al cambio y la aventura de la fe, el apego irrestricto a la doctrina se convierte en algo así como un muro de contención que impide los procesos de apertura y de renovación. Así, la doctrina, que remite a la fuente original de la Palabra revelada, adquiere la preponderancia de una verdad, a la que se concede validez inmutable. Sin embargo, se omite que la doctrina es también creación del pensamiento humano, que se construye a partir de un complejo sistema de creencias. Se omite también que tales sistemas son dinámicos, de modo que las creencias de la época medieval difieren de las creencias de la postmodernidad actual.
En la práctica, pasa inadvertido el hecho que el Evangelio es precisamente la novedad permanente de la buena noticia de la salvación, donde -con el mismo Evangelio de siempre- Dios quiere entrar en la historia de la humanidad con respuestas siempre nuevas, no para someter, sino para acompañar a sus hijos e hijas solidariamente en este anticipo del Reino que es la Iglesia. Visto así, es como si la cerrazón a los cambios fuera la dificultad que se le impone a Dios para hacer historia con su Pueblo.
En la historia de la Iglesia hay constancia de momentos significativos donde el Espíritu de Dios irrumpe con fuerza incontenible, son los kairós. Uno de esos tiempos de gracia intensos ha sido el Concilio Vaticano II, que estuvo precedido, atravesado y sucedido de fuertes tensiones.
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