¿Es cristiano, y hasta humano, privar de la ayuda de los sacramentos a quienes más la precisan?
(Antonio Aradillas).- Por muchos, denodados, clementes y misericordiosos esfuerzos que intento hacer para evitar el empleo de sinónimos rudos y ásperos en la redacción-comentario de determinadas noticias, resulta imposible la tarea. Tal es el caso en relación con lo acontecido, y por acontecer, con el Sínodo de la Familia, y la actitud mantenida por un grupo de Cardenales, obispos y teólogos, comandados por RL. Burke, «Prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica», responsable de la recta administración de las causas de «nulidades matrimoniales» en la Iglesia. De entre los vocablos que se trasvinan en la redacción de la información, con correcto rigor académico, destacan los que rondan las demarcaciones terminológicas del «fariseismo» y de la «hipocresía», sin rehuir los de la «simulación» y el «engaño».
. «El matrimonio es siempre indisoluble, por lo que quienes lo hayan contraído y posteriormente hayan establecido una nueva relación, aún con todos los requisitos legales en la esfera civil, no podrán recibir los sacramentos, siendo considerados por la Iglesia como pecadores públicos….» ¿De qué calificación es merecedor aserto tan contundentemente canónico, presentado con tan copiosa argumentación teológica y bíblica, cuando a la vez en los medios de comunicación social aparecen con asiduidad «ejemplar» tantas noticias de nulidades -» anulaciones»- conseguidas, gracias a las habilidades profesionales, y oficios de los abogados matrimonialistas, con la consiguiente sentencia favorable de los Tribunales de la Iglesia? ¿Cuánto «cuesta» una «anulación matrimonial por la Iglesia» y en qué proporción es concedida gratuitamente a quienes no disponen de medios económicos para afrontarla?.
. ¿Es lícito y asumible seguir aseverando que la situación de «casado por lo civil», sin el previo y favorable dictamen canónico, es «irregular», lo que todavía lleva consigo automáticamente un alto grado de discriminación en el contexto sociológico-religioso en el que se vive en ciertos países, como España?. ¿Es cristiano, y hasta humano, privar de la ayuda de los sacramentos a quienes más la precisan, al haber fracasado en el matrimonio anterior?
. ¿Pero es posible, serio y sensato mantener el principio de indisolubilidad del matrimonio aplicándosele el argumento «bíblico» de que «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre», tan discutido y discutible en la Iglesia por insignes teólogos y biblistas? ¿Cuántos matrimonios conocen, y reconocen, la opinión pública y los propios contrayentes, que de verdad, y con todas sus consecuencia, humanas y divinas, los haya unido Dios, y no el dinero, el sexo, la sociología, la frivolidad y otros elementos que la antropología, la sociología y los extractos de las cuentas corrientes bancarias pueden suministrar con cuantos datos y detalles sean necesarios?
. ¿Es acaso admisible que, a estas alturas de la formación- información cultural, se considere santo y «religioso» un matrimonio, por el hecho de haber sido «celebrado» en el templo en presencia de un sacerdote -a veces, obispo o más-, con arras y anillos, bendiciones apostólicas e indulgencias, misa y comunión de contrayentes, familiares y amigos, cantos y plegarias, y sin faltar una sola ceremonia incluida en el ritual romano? ¿No se corre el riesgo de que identificar a Dios -«lo que Dios ha unido…», con el sexo, el dinero y otros factores podría constituir una blasfemia, por lo que terminar con tanta falsedad podría -debería- ser una buena, constructiva y ejemplar obra de piedad y de fe?
. Mientras que los pobres no tengan a su alcance, al igual que los ricos, la consecución de las «nulidades» matrimoniales en los casos que así, y en conciencia, lo requiera, argüir que el matrimonio es indisoluble, es una superchería y una infamia. Una vez más, triste y dolorosamente, también en la Iglesia, el problema es de dinero. Solo con que a todos les fueran concedidos los «privilegios» sacramentales «comprados» por los ricos mediante los procesos de las «nulidades», no sería necesario que en el Sínodo se hubiera planteado el tema de la indisolubilidad, ahorrándonos desavenencias teológicas con pretensiones cismáticas.
. En comprensivo descargo de la fervorosa actitud «antidivorcista» y «filoindisoluble» a ultranza del matrimonio canónico, es justo destacar que la nomenclatura de «Prefecto del Tribunal de la Signatura Apostólica» entraña de por sí tal comportamiento, por lo que una vez más hay que reseñar que la corrupción, -sí, corrupción- en la Iglesia radica en personas concretas y en las estructuras.
Pero el tema añadido de las corrupciones de los Tribunales Eclesiásticos demanda ser analizado en otra ocasión.